Azucena está sentada de espaldas a la puerta del rancho, en una silla de madera, una de esas bajitas con asiento de paja. Tiene escasa estatura, el pecho hundido y una joroba en el costado izquierdo de su espalda. Su cara, angulosa, de nariz aguileña, muestra huellas de la viruela que casi la lleva en la infancia.

Vive en una tapera en medio del campo, rodeada por un monte de eucaliptus, paraísos, un nogal y varios árboles frutales, algunos de verano, otros de invierno. A pocos metros, en un campo de cardos tiene instalados unos panales, que ya en los últimos años atiende solo ella. Hacia el fondo del rancho había un arroyo de agua salada que se secó hace rato formado una salina. El viento que remolinea le da a todo ese sabor. Tal vez por eso su vida nunca ha sido dulce. Azucena tiene la piel, la sangre y el alma en salmuera. A un par de kilómetros hay un pueblito minúsculo, perdido en medio del desierto.

En la tarde otoñal la luz se va yendo con prisa. Apoya la pava a un costado del calentador a alcohol, la aleja del fuego a la distancia justa para que el agua no hierva y se mantenga caliente. Con cuidado mete la cucharita en la azucarera roja y colmada la vierte dentro del mate de calabaza, luego se lo alcanza a la Jacinta, que lo chupa con su boca fruncida de arrugas. La patrona descansa en un catre, la espalda apoyada sobre un par de almohadas alta. Chupa y escupe flema hacia el costado. Un gato negro ronronea y se frota en las piernas de la chica. La vieja tose y el pecho resuena como un fuelle, babeando y furiosa tira el mate contra el animal sin alcanzarlo.

Azucena se levanta de la silla, su cabeza de trenzas rojas supera apenas el respaldar, mansa se inclina sobre el mate estrellado contra el piso. En esa posición parece un dromedario enano. Vuelve a armarlo, esta vez más dulce, coloca dos cucharadas sobre la yerba y se lo alcanza a la patrona.

La vieja Jacinta no es su madre ni su abuela, la escuchó llorar una mañana entre los pastos altos de la cañada, Azucena era un bebé de pocos meses. La salvó de las fauces de los animales salvajes y la crió en su tapera sin ningún cariño, cobrándole con creces una deuda impagable: la vida.

Ella sobrevivió al frío de las noches y el calor insoportable del día. A las prolongadas ausencias de Jacinta y su maltrato. A la viruela de los cinco años y la deformación de su cuerpo a partir de los nueve. A las burlas y el rechazo de las personas del pueblo cuando va a intercambiar por suministros, miel de sus panales, algunas frutas de estación y sal.

No conoció amor de las personas, la escuela, un baile, un juguete o una ropa nueva. Fue creciendo como un animalito, mezclada con los perros y gatos vagabundos de los alrededores del rancho.

Nunca empezó a hablar, aunque no es sorda. Fue muy precoz en la marcha y trepó desde pequeña con singular destreza. Ha aprendido a observar y acechar. A desconfiar y esconderse, a atacar cuando es necesario.

Tiene ahora unos quince años y la vieja Jacinta, ya muy mayor, ha pasado, sin mayores cambios, de la maldad a la demencia. Azucena es dura y resistente como el clima, puede soportar el maltrato a sí misma, pero hay cosas que no perdona. Hace pocos días encontró a dos de sus gatos quemados. No la vio, pero está segura que fue ella. Los encerró, los roció con kerosene y les prendió fuego. Vio desde lejos las llamas, los aullidos de dolor y la sombra de la vieja alejándose. Ella estaba en el lecho del arroyo, juntando sal para el charqui, no llegó a tiempo. Desde ese momento está en guardia, ceba mates y observa a Jacinta con una mirada imperturbable e intensa de felino hambriento.

Todas las tardes en el mismo horario Azucena le ceba mates a su patrona. Hoy, antes de empezar, tomó la azucarera colorada y cuidadosamente mezcló media medida de sal, dos de azúcar y media de cianuro. ”Así está bien”, pensó. Trabajó de espaldas y con cuidado, observando de reojo a la Jacinta que dormitaba en el catre.

Luego calentó agua y llenó el mate de calabaza con yerba y cáscaras de naranja secadas al sol. Entibió las tortas fritas del desayuno, acomodó a la vieja Jacinta sobre las almohadas y como todas las tardes comenzó a cebarle los mates, bien dulces y humeantes como le gustan a su patrona.

La noche ha cubierto de oscuridad el rancho. Azucena tira la azucarera y el mate en el pozo ciego del baño precario que hay en el fondo. Jacinta empapada en sudor se retuerce en el catre.