Marguerite Duras es una de las heroínas de nuestras vidas. Recuerdo ese descubrimiento en los años 90, esa explosión, el impacto de sus novelas breves, filosas, familiares, en particular El amante, y luego El amante de la China del Norte (no tan breve) y la versión cinematográfica de Jean- Jacques Annaud, un tanto estática pero aceptable. “Ay, Jean-Jacques ¡no entiendes nada!”, contaba el director en las entrevistas que le decía Marguerite, meneando la cabeza, ante cada roce de la adaptación. Y por esos años, además, se sumaba el descubrimiento de la imagen de la propia Duras, ese rostro devastado por la edad y el alcohol (“ahora su rostro me gusta mucho más al de cuando era jovencita”, le dice un desconocido en el comienzo de El amante) y su palabra, sus palabras, por encima de todo.
El peso de la palabra de Duras es algo difícil de mensurar. Y no es porque se trate de la palabra brillante y asertiva de, por ejemplo, Susan Sontag, o la palabra cargada de conceptuales resonancias del pasado histórico como la de la otra Marguerite, Yourcenar.
La voz de Duras, la palabra de Duras es lo que vuelve a restallar en la reedición de Escribir que acaba de hacer Tusquets, la primera en Argentina –ha informado la editorial- después de la publicación de la edición original de 1993, tres años antes de la muerte de Marguerite Duras en París.
Esa voz, esa mujer, habían sido grabadas para un documental dos veces; la primera para hablar acerca de la muerte de un aviador inglés de veinte años en el pueblo de Vauville, en la región de Calvados, en los últimos días de la Segunda Guerra mundial; la segunda vez, en su casa de Neauphle, un discurso evocativo y profundo acerca del acto de escribir y de todo aquello que lo rodea, en particular, la soledad. La soledad del escritor. Esas dos instancias documentales fueron luego vertidas en textos que integran el volumen, aunque la estrella indiscutida es “Escribir”.
Hay una frase que le había dicho Raymond Queneau en una entrevista que le hace Duras a propósito de la aparición de Zazie en el metro y que ella reproduce en “Escribir”: “Escribe, no hagas más nada”. Un consejo que, impracticable en su literalidad, se transforma en un mandato. Y una utopía, porque Duras entiende prontamente que, en gran medida, el libro aniquila a la escritura.
“Las mujeres no deben hacer leer a sus amantes los libros que escriben”, dice Duras en “Escribir”. Ella, que había escrito El amante. Y no aclara mucho por qué, aunque agrega que, si una mujer tiene un amante y un marido, “también hay que esconder a los amantes el amor del marido”.
Habla y escribe sobre la soledad, pero no está sola en esa casa en la que escribe o en la que, mejor dicho, “la casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura”; la visitan los amigos, socializa con los vecinos. Pero puertas adentro, casa y escritura, casa y libros, soledad y Marguerite, son indiscernibles:
“Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque”. Y:
“Cuando yo escribía, en la casa todo escribía. Y también:
“La soledad, la soledad también significa: o la muerte, o el libro. Pero, ante todo, significa el alcohol. Whisky, eso significa”.
Marguerite Duras había comprado esa propiedad de unos cuatrocientos metros con los derechos cinematográficos de Un dique contra el pacífico. Y entonces se fue a vivir a esa casa “no exactamente de campo” que venía a representar lo que no era París o Nueva York. Pero, en Duras, lejos parece estar la vivencia de lo íntimo de la de otras experiencias de escrituras femeninas que se expanden a partir de la independencia del cuarto propio. Aquí, es la distancia que podría ir de una habitación a otra, del interior al exterior e, inclusive, a la casa chica contenida en la casa grande. Y, por supuesto, la despensa de la casa chica donde tiene lugar la reveladora escena de la muerte de la mosca.
Marguerite ve morir una mosca, la mira sin poder apartar la vista de ella agonizando durante varios interminables minutos. Sin poder despegarse de la agonía de la mosca, ella cree que se está volviendo loca. Cuando llega un amigo, ella le dice que una mosca había muerto en la despensa a las tres y veinte. El amigo tiene un ataque de risa, por la precisión, es decir, por unir la exactitud de la hora del deceso a la vida de un insecto. Y sin embargo…
Todo el volumen Escribir está dedicado “a la memoria de W. J. Cliffe, muerto a los veinte años, en Vauville, en mayo de 1944, a una hora para siempre indeterminada”. Es el joven aviador inglés de veinte años que muere metido en su avión en lo alto de un árbol en un bosque, en un momento impreciso de la larga noche. Duras escribe:
“La precisión de la hora de la muerte remite a la coexistencia con el hombre, con los pueblos colonizados, con la fabulosa masa de desconocidos del mundo, la gente sola”. Por eso hay que inscribir en el centro de la casa- locura- soledad- whisky, la hora de la muerte de una mosca.
“Creo que lo que le reprocho a los libros, en general, es eso: que no son libros. Se ve a través de la escritura: están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes”, escribe.
“No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos”.
“Las grandes lecturas de mi vida, las sólo mías, son las escritas por hombres”, reflexiona.
“Eso es, esa muerte de la mosca se convirtió en ese desplazamiento de la literatura. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca. Tenemos derecho a hacerlo”.