Por uno de esos caprichos de la vida, que a veces parece copiar sus representaciones ficticias, la presentación de La música de las cosas perdidas (título austeriano si los hay, más austeriano que Paul Auster, especie de síntesis entre La música del azar y El país de las últimas cosas) construyó una escena semejante a la novela. Cuatro tipos trataban de contar una historia a un auditorio colmado que no la había leído, del mismo modo en que cuatro personajes que apenas si conocen o recuerdan a la pieza humana faltante de cierto rompecabezas familiar salen decididos a buscarla, preguntando por ella. El sábado a la noche, cuando Gran Bretaña acababa de proclamar a su nuevo rey, Javier Núñez (autor), Nico Manzi (editor, colección Confingere, UNR), Carlos Gazzera (editor, Eduvim) y Federico Ferrogiaro (colega, amigo, lector y consejero) se sentaron en torno a una mesa donde sólo faltaban los brebajes espirituosos que con pasión triste no cesa de trasegar el protagonista, un tal Andrade. El público que fluía sin cesar hacia la Feria del Libro en esa noche clara y multitudinaria había decantado hacia la sala del primer piso del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa por una especie de gravitación secreta, afín a la que mueve a los protagonistas. Fascinados, escuchaban retazos en el viento.
No era un auto "Chevrolet Chevy 250 ss coupé color amarillo del año 73" suelto por las rutas argentinas con una ex amante de Andrade al volante, como en el libro, sino solo una mesa, quieta. Allí la frase "road movie" sonó pronunciada en acentos diversos, tanto rosarino como cordobés. Y la atención del público fue captada por una anécdota, la del reproche constructivo de Ferrogiaro a Núñez sobre la profesión de Andrade en la versión original: ¿otro escritor alcohólico y melancólico? Con profesionalismo, Nuñez levantó el guante y reescribió a Andrade, haciendo de él un arquitecto alcohólico y melancólico. Le inventó una obra maestra, "la casa junto al río", y en un alarde virtuoso de literatura post autónoma (como dice Josefina Ludmer) le hizo un lugar en la historia de la arquitectura rosarina junto a nombres de la vida real como Marcelo Villafañe. Una vez leído el libro, es imposible no sorprenderse una vez más ante el oficio literario de Núñez, capaz de elaborar una historia creíble y emocionante sobre una premisa tan improbable como un padre paralítico que viene desde Chile y le entrega a Andrade su nieto adolescente genio y artista en ciernes (Nico); una ex amante que aparece en el momento justo, un viaje sin demasiadas esperanzas y una autostopista que se suma en algún punto del camino, todo ello obedeciendo a una decisión tomada por el niño.
Un secreto está en la prosa musical, hipnótica. Otro, en la pieza faltante: la esquiva Paula, nexo ausente entre su hijo Nicolás, su padre Andrade y lo que al fin ambos encuentran. Sin arruinar el suspenso, puede indicarse que la epifanía gloriosa se halla en la página 197, que está muy bien lograda y que constituye el clímax de la emoción que Núñez ha ido amasando con arte a lo largo de casi doscientas páginas, cuya lectura encuentra su recompensa allí. Otro recurso es la precisión con que el autor de Hija de nadie (Premio Casa de las Américas 2022) describe esta vez paisajes pintorescos del Noroeste argentino. Hay una banda de sonido de canciones que no suman mucho excepto cuando se produce una sincronicidad cósmica a lo Jim Jarmush, apreciada no tanto por los personajes como por un autor omnisciente que cada tanto irrumpe a la manera de un guía de museos, intrusa voz en off que aporta una erudición no siempre del todo necesaria. Por otra parte hubiera sido imposible sostener un punto de vista consistente desde Andrade, borracho y borrado por la ebriedad entre intervalos lúcidos de brillante sarcasmo que enfurecen al elenco femenino. Son las manías y los rituales de los dos personajes masculinos -el hombre y el niño- los que les aportan espesor. Se trata de dos artistas, uno en decadencia y el otro a punto de comenzar a emerger. Las dos mujeres, por su parte, llevan adelante el día a día y el rumbo del camino, sin dejarse ensombrecer por el fantasma de "la reina del ghosting", como irónicamente dice Nico.
La voz autoral de Núñez peca por momentos de un exceso de retórica, como si el autor no confiara del todo en la potencia o en la pregnancia de las evocadoras y bellas viñetas que construye, ni en las voces de sus personajes (todas definidas y distintivas, tanto las de los principales como las de los secundarios), y creyera necesario hacer subrayados y comentarios cuyo lirismo termina por sonar un poco artificioso. Más cine aún, si fuese posible, cabría pedirle a un autor tan claramente inspirado en el cine al punto de hacer referencias obvias al género de la road movie: un autor para quien la luz natural que baña los seres y las cosas adquiere (como en el buen cine, como en la arquitectura) una función redentora, capaz de reunir y sanar las piezas fracturadas de un mundo herido. Y ese poder mágico de la luz no existe sino a cierta hora: la última, la del ocaso. "La voz de Nico, de pronto, se vuelve profunda, grave, hipnótica. Había una vez, dice, en un reino muy lejano. La voz de Nico cuenta una historia de caballeros y princesas, espadas y brujas, duendes y dragones. Seres que van cobrando vida a contraluz, recortados contra el cielo naranja del atardecer (...) Las voces se pierden en el viento que las lleva a través de los cerros y todo lo que queda son las siluetas crepusculares", escribe en la 197.