“Los gays de mi época eran gays de biblioteca, ahora son de discoteca”, dice Juan José Sebreli mientras dialoga por zoom, esfuerzo editorial de pandemia, con otro de los fundadores del Frente de Liberación Homosexual (FLH), su amigo Blas Matamoro. La conversación intermitente originará un libro recién publicado, Entre Buenos Aires y Madrid, de Sudamericana.

El juego con los significantes biblioteca y discoteca facilita la ironía y su reproducción mediática. Hasta se ganó encabezar un pirulo en la tapa de este diario. Bajo la sonoridad del sintagma yace la ideología del personaje, cuyo descenso intelectual queda documentado, hace pocos años, en fotografías junto a políticos de la derecha menos ilustrada, presenciando una película en su homenaje en el cine de la Quinta de Olivos, y bajo la mirada idolátrica, supongo que oportunista, de un gay portátil de la nueva derecha.

En sus largas citas con Matamoro, y mientras imputa fervores intrascendentes a la sociabilidad narcisista de los homosexuales de ahora, que reemplazaron la aventura callejera -con sus cruces de opuestos y audacias- por el claustro bailable y el claustro 2.0, Sebreli la emprende contra los que, además de ser alienados y medio boludos, militan en esta época sus identidades. Por supuesto, no se privará de otro de sus grandes clásicos, el refinamiento cultural versus el populismo embrutecedor: “la mayoría de los militantes lgtbi hoy son peronistas, se sacan fotos abrazados con Cristina Kirchner, no saben ni siquiera qué fue el informe Kinsey”. La seducción de la barbarie, pensará. Además de olvidar que no todo militante lgtbi es peronista (ese olvido acredita sus obsesiones) no admite que exista toda una generación lgtbi que, quizás sin haber leído el informe Kinsey, encendió la conciencia sobre sus derechos, y empezó a gozarlos, durante los ciclos kirchneristas.

Discoteca vs biblioteca

Una vez que amalgama en la pipeta conceptual discoteca y peronismo, sucedáneo de "alpargatas sí libros no", estamos ante el anciano melancólico que ha quedado solo en su biblioteca en la espera mesiánica del ángel que le anuncie el reencuentro en algún vórtice del universo con un jovenzuelo Oscar Massota, el compañero amado de las caminatas de la calle Viamonte, del que se alejó, dice, por desacuerdos intelectuales. La adhesión de Massota al lacanismo, para él una moda, le resultó insoportable. A quien respondió con un no a la pregunta de si había estado alguna vez enamorado, habría que acercarle su propio escrito sobre Massota. Imposible juzgarlo si, efectivamente, se enamoró: Massota era un bombón brillante al que le gustaba seducir locas. Yo hubiera sido una más de esas. 

Me gustan los recuerdos de Sebreli; ahí me reconcilio. Es en sus textos biográficos, en esos descensos a la sexualidad clandestina de la época, entre teteras de ferrocarril y cines picantes, donde encuentro sus mejores páginas literarias, las más valientes.

La tensión entre su pertenencia a la clase media de origen inmigrante y su flirteo enmascarado en sátira con los mandarines del Grupo Sur, de Victoria Ocampo, me recuerdan el estrés social de mi padre, un psiquiatra nieto de italianos del sur, tratando de afirmarse en un medio aristocrático, mediante amistades surgidas en la universidad de mitad del siglo XX, y más tarde en sus segundas nupcias. En ese afán de distinción, por supuesto gorila, siempre percibí con nitidez el simulacro. La asociación de mi padre con Sebreli no es tan baladí: los dos fueron amigos del filósofo hegeliano y marxista Héctor Raurich. En el caso de mi padre, la intimidad abarcaba a toda su familia, y a la nuestra.

Por otra parte, suelo preguntarme qué quedó de aquel Sebreli existencialista de la Revista Contorno. Imagínense tamaños nombres, entre el marxismo y el existencialismo de los años cincuenta: Los hermanos Viñas, Ismael y David, León Rozitchner, el mismo Massota, Noé Jitrik (hoy internado en Bogotá por culpa de un ACV), y Adelaida Gigli, pareja de David Viñas, que perdió en la dictadura a los dos hijos que concibieron juntos.

La negación de Anabitarte

El nombre de Adelaida Gigli, muerta en 2010 en Recanati, el pueblo italiano de su padre, nos devuelve a los diálogos internetarios entre Sebreli y Matamoro. Porque Adelaida fue la íntima amiga, una hermana, de Héctor Anabitarte, a quien Sebreli se niega a mencionar con nombre y apellido cada vez que se habla de la fundación del Frente de Liberación Homosexual en 1971 (por cierto, recomiendo la lectura del extraordinario libro de Héctor en el que recorre la época, Estrechamente vigilados por la locura, que acaba de reeditar la editorial De Parado).  

Sebreli se atribuye, por poco, haber sido el alma mater de ese proyecto, entusiasmado por las noticias y escritos liberacionistas que provenían del norte del mundo. Agenda en esa epopeya a intelectuales en cuya compañía se siente un par: Blas Matamoro, Juan José Hernández, un poco de Manuel Puig, que aportó dinero a la causa, y otro de Pepe Bianco, las traducciones del inglés. Repudia, eso sí, la irrupción de Néstor Perlongher, a quien llegó más tarde a atribuirle un desvío esotérico a causa de su pasión por los pensadores postestructuralistas franceses. 

En su Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires definirá a Anabitarte, y sin mencionar siquiera el nombre, como apenas un sindicalista de correos, un comunista del que el partido ignoraba su orientación sexual. Un disparate, porque Héctor, en un acto entonces de audacia enorme, se había dado a conocer frente a sus superiores, lo que le valió no la expulsión sino la “despromoción”; de líder juvenil pasó a ocuparse de los vínculos con las iglesias de base.

Blas Matamoro también lo corrige en el zoom pandémico: Héctor Anabitarte fue el impulsor más fervoroso del FLH, y quien se quedó hasta su disolución en tiempos de la Triple A, cuando la revista nacionalista católica El Caudillo amenazó con “acabar con los homosexuales”. Desde 1977, cuando partió al exilio, vive en España y jamás dejó de militar por las causas más urgentes, hoy todavía, a los 82, por los migrantes.

Otra extraña fisura en la memoria de Sebreli en su reseña de la historia lgtbi argentina, actualizada en 1997: ahí Carlos Jáuregui no existe. Seguramente su animadversión contra esta suerte de prócer gay lo llevó a un olvido tragicómico. A escribir la historia según sus gustos. Como un émulo de Mitre, pero sin el oropel de vencedor de ninguna batalla. El intento de borrar a Anabitarte, supongo, tendrá razones parecidas. Cuando en 2001 se publicó Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura, se lo señalé, fuera del aire, antes de incorporarme junto con Flavio Rapisardi al programa Lo siete locos, de Cristina Mucci. Solo me respondió: “Anabitarte no me quiere”.

En el arbitrario Sebreli, hoy, la nostalgia y la defensa de la biblioteca como mecanismo de ascenso social, además de antídoto contra los amores imposibles, se asocian a su persistente antiperonismo visceral (se salva Evita, pero como figura literaria) y a la perplejidad irreflexiva ante las transformaciones generacionales del universo lgtbiq. Una lástima.