Es imposible pensar el cine del siglo XX sin pensar en Jean-Luc Godard, muerto este martes a los 91 años en su casa de Rolle, en las afueras de Nyon, en Suiza, donde vivió en las últimas décadas y desde donde concibió todos sus últimos trabajos. Desde su opera prima Sin aliento (1959) hasta El libro de la imagen (2018), el cuerpo de su obra es inmenso -más de un centenar de películas y videos en casi sesenta años de carrera- y deja una huella indeleble en la historia del cine mundial, al que influyó de manera determinante, no sólo con sus films sino también con sus escritos y sus debates políticos. Fue Godard –mucho más que sus famosos compañeros de ruta de la nouvelle vague- quién definió la idea de modernidad en el cine, liberando al film de la noción aristotélica y decimonónica de relato, para introducir técnicas provenientes tanto de las artes plásticas como del ensayo literario, pero siempre esencialmente cinematográficas en su concepción formal.
El diario francés Libération, que fue el primero en dar la noticia, explicó que Godard -nacido el 3 de diciembre de 1930 en París- había muerto rodeado por los suyos y por suicidio asistido, una práctica legal en Suiza. “No estaba enfermo, simplemente estaba agotado”, dijo un allegado de la familia. “Así que había tomado la decisión de acabar. Era su decisión y era importante para él que se supiese”. Godard siempre fue un artista ríspido, incapaz de hacer concesiones, y tampoco las hizo en el momento de su muerte, que no dejó librada al azar.
Formado primero como espectador consecuente de la Cinemateca Francesa, la gran escuela de la nouvelle vague, y luego como crítico estrella de la revista Cahiers du Cinéma, la más influyente de su época, Godard ya estaba, a su manera, haciendo cine con su escritura, en la que se advertía esa cualidad epigramática con la que volcaba infinidad de ideas, que luego llevaría a su propio cine. A la par de esos textos que celebraban tanto la modernidad de Roberto Rossellini y de Ingmar Bergman como el lirismo de Nicholas Ray y la geometría de Jerry Lewis, Godard hizo entre 1954 y 1958 un puñado de rudimentarios cortometrajes en complicidad con Francois Truffaut y Eric Rohmer. Pero su aparición fulgurante en la escena internacional fue a partir del estreno –en marzo de 1960- de su primer largometraje, Sin aliento, que provocó en el cine mundial un cismo equivalente al que en su momento habían causado Pablo Picasso con “Las señoritas de Avignon” en pintura o Igor Stravinski con La consagración de la primavera en el campo de la música. Ya nada volvió a ser igual en la historia del arte.
“Godard siempre ha dicho que filma cada película contra la anterior”, afirmó en 2020 la historiadora del cine Nicole Brenez, profesora en la Sorbona y especialista en la obra de Godard. “Pese a todo, cuando uno ve todas sus películas, descubre que no hay una lógica de contradicción sistemática. Más bien es como si decidiera explorar nuevos territorios tras haberse cansado de los anteriores”. Eso exactamente fue lo que hizo Godard desde un primer comienzo, en lo que se denomina “Les années Karina” (1960-1966), marcados –casi siempre- por la presencia frente a cámara de su primera esposa y actriz fetiche Anna Karina: El soldadito, Una mujer es una mujer, Vivir su vida, Los carabineros, El desprecio, Bande à part, Alphaville, Pierrot el loco, Masculino femenino (recientemente reestrenada en salas argentinas).
Hubiera bastado este racimo de títulos, impregnados de un fuerte romanticismo y de un cuestionamiento al colonialismo francés en Argelia, para encumbrar a Godard a las cimas del cine mundial. Pero su genio le impediría fosilizarse y continuó explorando nuevas posibilidades a partir de lo que se denominan “Los años Mao” (1966-1973), signados por su radicalización política, que como no podía ser de otra manera también fue acompañada de una radicalización formal.
La comedia pop Made in USA (paradójicamente hecha en París), la no suficientemente apreciada Dos o tres cosas que sé de ella, La chinoise –una de sus películas más recordadas y citadas- y Week-end todavía llevaban de alguna manera el nombre de Godard en los créditos, que ya habían dejado de ser convencionales y jugaban con todas las posibilidades gráficas y cromáticas de las letras impresas en la pantalla. Pero a partir de Le Gai Savoir, rodada durante los acontecimientos de mayo de 1968, y rechazada por la cadena de televisión que había comisionado la película, Godard vuelve a repensar no sólo su cine sino también su relación con las fuentes de financiamiento y de explotación de sus películas.
Participa junto a Chris Marker de los cortometrajes colectivos y anónimos denominados “cinétracts”, herramientas de contrainformación al servicio de la revuelta de Mayo y, junto a su amigo Jean-Pierre Gorin, Godard forma el Grupo Dziga Vertov, eliminando cualquier vestigio de autoría y de títulos de créditos de sus films, para poner en escena auténticos artefactos de militancia política radical que pretendían subvertir el cine desde sus cimientos y abonar el terreno para una revolución por venir. Godard se alejaría de las formas que hicieron de él el cineasta más famoso de la nouvelle vague para ensayar una auténtica pedagogía de la revolución estética e ideológica.
“Después de Mayo –explicaba hacia 1970 Godard- conocí a un joven militante, Jean-Pierre Gorin. Fue el encuentro de dos personas, una que llegaba del cine normal, la otra un militante que había decidido que hacer cine era una de sus tareas políticas, a la vez para teorizar Mayo y volver a pasar a la práctica, mientras que yo quería acercarme a alguien que no procediera del cine. En resumen, uno que deseaba hacer cine y otro que quería dejarlo, era intentar construir una nueva unidad hecha de dos contrarios, según el concepto marxista, y de esta forma intentar constituir una nueva célula que no hiciera cine político, sino que intentara hacer políticamente cine político, lo que es bastante distinto de lo que hacían los restantes cineastas militantes”.
De ese período son títulos menos conocidos, pero muy frecuentados por las cinematecas del mundo (aquí se vieron esencialmente en la Sala Leopoldo Lugones): Un film comme les autres, One American Movie (abandondonado por el grupo Dziga Vertov y terminado par Richard Leacock y D.A. Pennebaker bajo el título One P.M.), One Plus One (con los Rolling Stones y un grupo londinense de Panteras Negras, también conocido Sympathy for the Devil en una versión modificada por el productor), British Sounds, Pravda, Vent d’est, Lotte in Italia, Vladimir et Rosa, Tout va bien y Letter to Jane, a partir de una fotografía de Jane Fonda tomada durante la guerra de Vietnam.
“Pienso que hay que aprovechar las contradicciones del sistema para deslizarse dentro y hacerlas estallar. Esto será posible dentro de algunos años, con el desarrollo del video, lo que dará a los militantes un instrumento audiovisual que permita un trabajo político más eficaz”, decía por entonces Godard, un auténtico pionero en la utilización del video primero y del cine digital después. Justamente, el período siguiente en su obra se denomina “Los años video” (1973-1979), también conocido como “Los años Mieville”, a partir de su relación con la realizadora suiza Anne-Marie Mieville, con quien entabla una relación de trabajo y de pareja que duraría décadas. A esta zona de su obra pertenecen títulos como de muy escasa difusión en nuestra región, como Ici et ailleurs, Numéro deux, Comment ça va, Six fois deux (Sur et sous la communication), Quand la gauche aura le pouvoir y France tour détour deux enfants.
A partir de 1980, Godard decide volver una vez más al circuito de producción y exhibición convencionales, pero sin resignar sus constantes búsquedas formales. Para poder equilibrar la balanza, logra convencer a actrices y actores famosos que se sumen a sus producciones: en Sálvese quien pueda (la vida), aparecen Nathalie Baye e Isabelle Huppert; en Passion, Hanna Schygulla y Michel Piccoli; en Prénom Carmen, la sensual Maruschka Detmers; en Detective, el cantante Johnny Hallyday. De este período es también el escándalo que provocó su película Yo te saludo, María (1985), versión contemporánea de la historia del milagro de la concepción, que desató un desproporcionado ataque del Vaticano y la Iglesia Católica, que condenó en todo el mundo la película sin siquiera haberla visto, boicoteando de esa manera su difusión.
Entre 1988 y el año 2000, Godard emprende un trabajo solitario y monumental conocido como Historia(s) del cine, un esfuerzo épico de más de cuatro horas de duración, divido en capítulos y realizado en video en su casa-estudio de Rolle, que –a falta de un parangón estrictamente cinematográfico- fue comparado por la crítica con el Finnegans Wake de James Joyce, con En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y con El hombre sin atributos de Robert Musil.
“Este gran relato sobre el cine y la historia que pone a gravitar el campo de los estudios audiovisuales bajo una luz completamente nueva es una summa godardiana anunciada de algún modo por todas sus película anteriores”, escribió David Oubiña, uno de los mayores exégetas de Godard en la Argentina, en su libro Jean-Luc Godard: el pensamiento del cine (Paidós, 2003). “El cine como arte y como industria, el cine en relación con los demás discursos estéticos y sociales, el cine como testigo del siglo: Godard alcanza aquí una síntesis impecable entre su oficio de crítico y su labor como cineasta. No es sólo que estos videos instauran una vida fluida entre el celuloide y lo digital, o que logran fundir el registro de la ficción, la autobiografía y el documental bajo la forma del ensayo poético, sino –ante todo- que conducen las imágenes hacia un lugar en donde la obra de Godard, la historia del cine y la del siglo XX se implican dentro de un circuito perfecto”.
Entre medio de este proyecto colosal, en muchos sentidos, Godard se permite seguir filmando largometrajes insumisos protagonizados por grandes estrellas del cine francés, que se abandonaban a sus ideas y exigencias: Alain Delon en Nouvelle vague (1990) y Gérard Depardieu en Hélas pour moi (1993). En 1995 rueda JLG/JLG, en sus propias palabras “un autorretrato, cosa que me parece impensable de hacer en el cine, pero sabiendo que el cine está hecho para pensar lo impensable”.
Elogio del amor (2001) y Notre musique (2004) son dos puntos altos de Godard en el nuevo siglo, como lo será luego Film socialismo (2010), presentado en competencia en el Festival de Cannes, en ausencia deliberada de su autor, que decidió estrenarlo gratuitamente en redes al mismo tiempo que en la Croisette. El cineasta emblemático del siglo XX utilizaba las herramientas del siglo XXI sin rendirse a su estética. Ni a su policía: sobre el final, imprimía el siniestro logo del FBI que llevaban entonces los DVDs y sobre sus amenazas sobreimprimía la siguiente leyenda: “Cuando la ley no es justa, la justicia pasa por encima de la ley”.
Objeto poético de un raro, seco lirismo, de una belleza cuya oscuridad contribuye a su misterio, Film socialisme es una suerte de pequeña sinfonía en tres movimientos, que se van comunicando entre sí con la potencia de sus imágenes. Y de sus palabras: palabras en todos los idiomas –francés, alemán, árabe, castellano–, una auténtica Babel que decidió a Godard a subtitular el film en un “inglés navajo”, hecho de una sintética sucesión de sustantivos, que se pueden leer como consignas políticas o como una variante de la poesía concreta.
Esta eterna preocupación por la relación entre las palabras y el cine llevó a Godard a realizar Adiós al lenguaje (2014), realizado en el formato 3D y como tal una verdadera escultura audiovisual en tres dimensiones, un maravilloso objeto conceptual, muchas veces críptico pero también deslumbrante en sus revelaciones. Y a ese film le siguió su último largometraje, El libro de imagen (2018), que volvió a confirmar que el cine de Godard siempre fue una máquina de pensar. En principio, de pensar en todo aquello sobre lo cual Godard nunca dejo de reflexionar: en las guerras, en la identidad de Europa, en su pasado, en su incierto futuro. Y luego en la relación de Occidente con el mundo árabe, una cuestión que siempre lo preocupó, desde que con Anne-Marie Miéville hizo el clásico Ici et ailleurs (1976), donde contrastaba las vidas de dos familias, una francesa y otra palestina.
Aquí habría que agregar una pequeña coda muy pertinente, presentada en la Berlinale de febrero pasado, el film A vendredi, Robinson, de la cineasta iraní Mitra Farahani, que cuenta con JLG como coprotagonista. Que el ogro Godard, que no le quiso abrir la puerta ni a su vieja amiga Agnès Varda en Visages Villages (2017), finalmente se termine mostrando aquí casi simpático, impregnando de su estética la película de Farahani, pero a su vez contagiado por el entusiasmo y la creatividad proveniente de la vieja Persia, debe ser considerada un pequeña epifanía, un regalo final de uno de los mayores autores de la historia del cine.