Las/os académica/os y, en particular, las autoridades universitarias, tenemos el deber fundamental de promover debates transparentes y pluralistas sobre los problemas y desafíos más importantes que enfrentan las sociedades. Con ese sentido quisiera, desde la UNRN problematizar uno de los aspectos centrales en el juicio penal que se sigue contra la actual vicepresidenta Cristina Fernández. Me refiero a las implicaciones constitucionales y administrativas del uso del tipo penal de la “asociación ilícita” para juzgar conductas (tanto acciones como omisiones) de una ex presidenta de la Nación.
El artículo 210 del Código Penal castiga a quienes formen parte de una asociación o banda de tres o más personas “destinada a cometer delitos por el solo hecho de ser miembro de la asociación”. Cuando se reconstruyen los debates históricos y actuales, nacionales y comparados, de la dogmática penal en torno a la asociación ilícita y la autoría penal mediata, se abre una crítica constitucional fundamental que se formula a esa figura penal: se cargan las tintas sobre los aspectos subjetivos del imputado/a, precisamente, porque no se exige la comisión de ningún delito específico sino la mera “membresía” en un grupo.
La figura de la asociación ilícita plantea serios problemas con el principio que exige que el derecho penal juzgue acciones (u omisiones), y no las características de las personas. Pero cuando se intenta aplicar la figura de la asociación ilícita a una ex presidenta de un país, las contradicciones y complejidades crecen hasta el paroxismo. Quisiera plantear tres de ellas.
En primer término, la descripción de la posición o pertenencia de una presidenta a una supuesta asociación ilícita implica, en algún punto, criminalizar la política. Si un gobierno decide priorizar cierto tipo de obra pública, o el desarrollo de áreas geográficas, u optar por cierto tipo de infraestructura institucional-contractual, o designar a tal o cual funcionaria/o para que ejecute las políticas en el terreno, son todas decisiones discrecionales (no arbitrarias) que pertenecen al ámbito de la política y, como tales, no solo están impedidas de ser criminalizadas sino que tampoco podrían ser utilizadas como prueba indiciaria para una condena penal.
Esto no significa, que no deban investigarse y, si se prueban, condenarse los delitos económicos concretos que puedan haberse cometido. Lo que postulo es algo distinto: no pueden despreciarse las pruebas sobre la existencia (o inexistencia) de delitos económicos concretos y específicos si se investiga a una ex presidenta y, al mismo tiempo, basar ua condena solamente en una ponderación de sus características subjetivas o del “clima de época” durante el gobierno a cargo de la imputada. De allí a los delitos del enemigo hay un solo paso.
Por otra parte, abrir la puerta a la ponderación penal de las decisiones administrativas-económicas a través de la lente de la asociación ilícita, genera el riesgo de enfriar el funcionamiento de la democracia. Si las decisiones (en su sentido político, y legitimadas por medios democráticos) que toman la/os gobernantes con mayores responsabilidades pueden en el futuro ser apreciadas como eslabones que prueben la pertenencia a una supuesta asociación ilícita, ¿cuál es el incentivo que disponen las autoridades para tomar decisiones que impliquen movilizar recursos? La lupa sobre “todo” lo que hizo una Presidenta, buscando conexiones indirectas que habiliten su pertenencia a un grupo, y así se justifique una condena penal, solo puede llevar a una parálisis en el funcionamiento de la administración pública.
Además, ¿cuáles serían las consecuencias jurídicas de que una presidenta de la Nación haya pertenecido a una “asociación ilícita”? ¿Revertir, anular todas sus decisiones, como la promulgación de las leyes de presupuestos, el pago de la deuda a acreedores y de los salarios a la/os empleada/os del Estado? Un sinsentido. La asociación ilícita no parece ser una figura penal apta para juzgar la ejecución del gasto público.
La Corte Suprema, y luego el sistema interamericano de protección de los derechos humanos, tendrán la oportunidad de fijar criterios que aseguren legalidad en el gasto público, la vigencia de las libertades y garantías personales, y el funcionamiento fluido y transparente de la administración pública.
* Rector de la Universidad Nacional de Río Negro