Hace mucho que no escribo para la contratapa del diario. Siempre pensé que ese era un territorio donde tenía que estar el presente, lo que resonaba en ese momento, más ligado al tono de la crónica que de la ficción.

Tengo claro que los géneros se mezclan, que nunca nada es objetivo, que nos estamos “contando” todo el tiempo, que ficcionamos nuestra propia vida, y todas esas cosas que se hablan en talleres de lectura y escritura, en las clases de periodismo, en los tratados sobre la subjetividad, etc, etc., pero más allá de todo eso, la contratapa me sigue pareciendo un espacio para lo cercano, para lo que nos retumba en ese momento, y que, con suerte, algún lector pueda sentir como propio.

Desde hace un tiempo, todo lo que suena y me involucra con los otros, es demasiado duro, o demasiado triste. Tengo una larga lista de temas para encarar, pero no puedo. No soy periodista, ni filósofa, ni nada que me permita encontrar el modo de que cualquier cosa que escriba no resulte una catarsis personal e inútil.

Hace un par de semanas atrás, casi escribo contando una escena, ínfima, pero que me tuvo contenta durante un par de días. Ilusionada, mejor dicho. Optimista sobre el mundo y sus alrededores. Pero al poco tiempo, la realidad (esa cosa que tal vez tampoco exista), la transformó en ingenua e intrascendente.

¿A quién podía importarle el pequeño acto que me despertó la esperanza? ¿Cómo se entendería en la última página del diario, después de leer sobre los migrantes que caen como moscas, de los muertos nuestros de cada día, de los puertos llenos de cocaína, de los atentados, las grietas, las guerras?

Esta mañana, en la contratapa del Página/12, había un texto de Guillermo Saccomanno: “El secreto del caracol”. Un texto hermoso. Un texto sobre el tiempo, las miradas, lo perdido, las urgencias, lo que está por venir.

Y sobre el mar.

Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

…….

Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas

tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía

J.L.Borges

Tener una casa en el mar fue mi sueño más persistente. Desde que era una nena, y fui con mi tía a Mar del Plata en un tren con asientos duros color marrón, me enamoré de él. Me sentaba en una lonita a rayas, y lo miraba. No me interesaba tanto meterme al agua, jugar con las olas ni caminar por la playa. Sólo quería mirar cómo se movía, quedarme hipnotizada mientras trataba de encontrar un sentido, una regularidad que me permitiera apropiarme un poco de su extrañeza.

Tuve otros sueños en mi vida, de todos los tamaños y profundidades, fueron ocupando mi deseo por etapas. Algunos se cumplieron, otros los fui abandonando, otros transmutaron.

La casa en el mar sigue ahí. Todos los años, escribo en un papelito (alguna vez en las notas del celular): “Qué cosas quiero”. Tengo muchos de esos papelitos guardados, hay de todo: Arreglar la cocina/Conocer Ushuaia/Escribir el cuento del Cani/Viajar a Paris/Ir a Córdoba todos juntos/ Limpiar la galería/ Aprender a coser/ etc./. Pero en todos, en el último lugar de la lista, siempre aparece: Tener una casa en el mar.

Nunca puede cumplirlo, ni abandonarlo, ni pudo transmutar. Creo que nunca voy a tener una casa en el mar. Si la tuviera me quedaría sin mi mejor y más obstinado deseo. Y me daría cuenta de que, aunque lo mirara todas las horas de todos los días que me quedan de vida, nunca sería mío.

Saccomanno habla de los caracoles y no importa si es un ensayo, una ficción o una crónica. No importa porque es un gran escritor, y las palabras que escribe resuenan como olas concéntricas y nos traen palabras de otros y nos ponen en contacto con algo propio que teníamos olvidado.

Y mientras lo leemos, no dejan de estar las muertes, ni las injusticias, ni el hambre. Siguen ahí, mientras el texto defiende su derecho a existir desde la belleza y la nostalgia, otras formas posibles para impugnar lo que nos viene destruyendo.

No tengo el mar adelante mío, ni caracoles ni fósiles, ni escucho las voces aplanadas por el ruido del oleaje, no huelo a sal ni a pescado, no piso la arena. No puedo escribir sobre el mar. No tengo la forma ni las palabras.

Tal vez deba escribir sobre mi escena ínfima, darle una oportunidad y dejar que haga su intento de tener un sentido para alguien, en medio de esta vastedad de noticias graves y urgentes.

El domingo, cerca del mediodía, salía del supermercado chino (dicho así, de manera errónea y reduccionista), sin changuito, con unas pocas cosas amontonadas en los brazos. Abro el baúl, y se me cae la llave de la mano. Meto la mercadería y empiezo a buscar la llave en el piso. Me doy cuenta de que hay una rejilla, a modo de tapa de control de la zanja (estaba estacionado en un espacio sobre la vereda). No puedo creer que se haya caído por ahí, el llavero no es tan pequeño pienso, tendría que haber pasado de costado, casi imposible. Me arrodillo y trato de ver a través de la rejilla. En el fondo de la zanja, a más de un metro de profundidad, estaba la llave.

Entro al super y le explico al cajero, con cara de desesperada, lo que me acaba de pasar. Le pido que me ayude a sacar la reja, aparece un empleado, hablan en un idioma que no entiendo, vamos a la carnicería, le pide un destornillador al carnicero, aparece el dueño, dice que no vamos a poder, que la reja está soldada al marco, que hay que cortarla, o romper la loza, que tenemos que conseguir herramientas, aparece el verdulero con un cortafierros, vamos hasta el lugar del hecho, todos miran opinan, viene un vecino, todos miran opinan, volvemos adentro a pensar qué hacer, quedamos en silencio. Entonces aparecen las chicas.

Son las empleadas que atienden la fiambrería, entre 20 y 25 años, seguramente son del pueblo, una rubia con colita, la otra de pelo corto oscuro. Nosotras las vamos a sacar dicen, mientras descuelgan los salamines de los ganchos de alambres que los sostienen contra la pared. Y allá vamos, todos atrás de ellas, rumbo a la rejilla.

Se arrodillan y empiezan la operación. Un gancho tras otro, unidos entre sí, bajando por el metro de distancia hasta el fondo de la zanja, o sea, hasta la llave. La argollita del llavero está de plano contra el piso, hay que darla vuelta con un alambre rígido para después engancharla con el gancho. Vuelta al depósito para conseguir un alambre y otra vez de rodillas, y girar la llave, y vuelta los ganchos y hace falta un imán porque se nos cae, pero imán no tenemos, probemos con cinta, mejor la otra que tenemos en el cajoncito, y vuelta a subir y bajar los ganchos, cada vez con el mayor cuidado para no perderlos dentro de la zanja. El vecino, los chicos del super, todos alentando. Yo sacando fotos y haciendo arengas feministas.

Habremos tardado media hora, un poco más. Todo ese tiempo, me animo a decir, que fuimos felices. Teníamos claro qué queríamos conseguir, estábamos dispuestos a probar y equivocarnos, y volver a probar. No había nadie que obstaculizara, nadie que boicoteara, nadie que pensara en forma egoísta. Las chicas estaban decididas y defendían su derecho a ser las protagonistas. Sin enojos, sin histeria, sin disputas. Con alegría e inteligencia. De un modo femenino, dije yo, y los varones presentes protestaron: eh!! nosotros hicimos el aguante. Les dije que tenían razón.

La última subida fue emocionante. Todos en silencio, viendo cómo la llave se acercaba, pegoteada en cinta de papel, enganchada en una tira de ganchos para salamines, y el último giro de Valeria, como una cirujana, para que pasara de canto por la reja. Ya está, me dijo mientras me daba la llave, y todos aplaudimos.

Les dije que quería darles un regalo, no sé, algo, agradecerles de alguna manera. Me miraron sorprendidas y me dijeron, que no, que de ninguna manera, que lo habían hecho porque tuvieron ganas y que había sido muy divertido. Nos sacamos fotos todos juntos, sosteniendo el llavero. Y  ellas dos, radiantes y hermosas. Como el mar.