Cuando me preguntan cómo surgió la Trova suelo decir que más que un nacimiento fue un bautismo. En esta historia no hay protagonistas, solo artistas que aunaron sus deseos, sus ilusiones y sus fuerzas en un momento social y político muy complicado de la Argentina.

De todos modos, aun en un marco adverso o quizás porque necesitábamos romper con tan oscura adversidad, construimos una épica. A nuestro modo, claro. Armamos un pequeño gran caballo de Troya de manera artesanal: éramos jóvenes amando la música y sabiendo que se salvan todos o no se salva nadie. Bajo esa idea, que era a la vez una intuición luminosa que nos mantenía en pie en tiempos difíciles (esta expresión no es casual) devenimos pioneros en medio de la adversidad. Lo sabemos: hay flores hermosas que surgen en medio del barro.

Corría 1977 cuando casi por necesidad, un grupo de chicos y chicas de diferentes barrios de Rosario empezamos a juntarnos. Algunos ni siquiera habían terminado la secundaria, como un chico de lentes grandes y enorme talento musical y compositivo llamado Fito Páez. Otros la habíamos terminado hacía poco. Esas reuniones, que nos ayudaban a no sentirnos solos estando junto a quienes pensaban igual, terminaron convirtiéndose en la perfecta excusa para mixturar diversos géneros musicales. La cita de aquellos tiempos era todos los miércoles de 19 a 22 en la Asociación Cristiana de Jóvenes.

Ese grupo, conocido como Agrupación de Músicos Independientes (AMI), nos rescataba y protegía de lo que sucedía en las calles. Era la burbuja que nos resguardaba de la dictadura. Ahí estaban Rubén Goldín, Juan Carlos Baglietto, el grupo Irreal, Adrián Abonizio, Acalanto y muchos otros y otras. Así fue como comenzamos a mezclar los sonidos del rock con los del folklore dando origen a un género distinto y particular. Nuestro género.

Teníamos un objetivo claro: organizar un recital cada 10 o 15 días para el cual todas y todos colaborábamos. Recorríamos las calles pegando afiches, nos prestábamos los amplificadores, los equipos de voces e incluso los instrumentos. No importaba quién tocaba, el trabajo siempre era colectivo. La sala Lavardén, que era el lugar más emblemático por aquel entonces, los pubs y los clubes se fueron convirtiendo en nuestras casas.

Aunque todo parecía marchar sobre ruedas, 1978 nos dio una cachetada. Tuvimos que dejar de reunirnos porque detrás de algunos pelilargos con mameluco se ocultaban personajes de la dictadura que, infiltrados, buscaban delatarnos. Y sabíamos cuán peligroso era eso. Una tarde nos miramos entre todos y todas, con los ojos brillosos, para decir “ya basta”. No hubo otra opción.

Afortunadamente, tan solo tres años después, el 81 nos devolvió la esperanza y las ganas de seguir. El clima había cambiado con la dictadura en retirada y esa nueva atmósfera nos hacía saber que, más temprano que tarde, el gobierno de facto iba a llegar a su fin. Y así fue, aunque antes de verlo derrotado, debimos atravesar la Guerra de Malvinas.

Esa batalla, tan triste y sangrienta, tan pendiente aún de revisiones y reivindicaciones, alumbró sin embargo nuestras canciones. La insólita prohibición de difundir temas en inglés dio lugar al florecimiento de las canciones en castellano, permitiendo el boom de nuestra generación musical en tiempos de posguerra. En esas canciones hablábamos sobre lo que había pasado y sobre lo que a nosotros nos pasaba. Las letras reflejaban el sentir de un grupo de jóvenes que habían ido a la guerra con nuestra misma edad. Mientras en el sur peleaban con sus armas, nosotros lo hacíamos con nuestros instrumentos y con la palabra. Sí, suena un poco hippie pero entonces lo creíamos muy cierto. En cierta manera, lo seguimos creyendo.

Aun así, debo decir que si tengo que situar el origen de la Trova en un punto exacto de la línea histórica solo puedo pensar en un hecho que considero fundante: la grabación de Tiempos difíciles, el disco de Juan Carlos Baglietto. Ese fue el caballo de Troya al que nos subimos, era nuestra apuesta mayor. Juan ya sonaba en todo el país e incluso en España, y para entonces las canciones que hacíamos eran conocidas gracias a su voz. Entendíamos que si a él le iba bien, nos iba bien a todas y todos.

El asunto comenzó cuando un productor musical de Buenos Aires nos escuchó tocar en el Café de la Flor y le hizo la gran propuesta. La verdad es que no lo pensamos demasiado. Casi como una cuestión estratégica de un grupo de pibes y pibas del interior del país, supimos que debíamos hacer el mejor disco con los mejores músicos. Por eso armamos una selección, una suerte de dream team con gente de distintas bandas para que esa oportunidad única que se nos había presentado estallara en medio del silencio dictatorial que de a poco se iba resquebrajando.

La aparición del disco y el éxito en su presentación en el estadio de Obras de Buenos Aires y en otros escenarios nacionales en 1982 fue el inicio de una actividad sostenida con el surgimiento de otros proyectos individuales, repertorios renovados y de gran influencia en generaciones posteriores.

No puedo dejar de mencionar nuevamente a Fito Páez, porque tenemos un origen común, somos amigos, hemos trabajado juntos. Y porque él hizo su propio gran recorrido, al que le imprimió un gesto que lo convirtió en la figura artística popular que es. Pero antes de eso, era un muchacho que ya desde la secundaria tenía un talento enorme y especial para tocar el teclado y componer canciones que parecían venirle de vidas pasadas. Después de la eclosión rosarina en Buenos Aires, con Fito trabajamos en bares porteños que con el tiempo devinieron en mística de una historia que, como toda historia viva, no es pulcra ni inmaculada, no tiene un sentido único sino que está hecha de barro, amores, contradicciones. Es que además de historia viva, esta es una historia coral.

Por entonces, Einstein, La Esquina del Sol, fueron algunos de los lugares que nos dieron impulso junto a Fito cuando, de manera muy consciente y estratégica, desarmamos ese monumento que había sido Tiempos difíciles para que todos esos chicos que integraban la Trova pudieran tener sus propias carreras. Nunca pensé que iba a terminar trabajando, por ejemplo, con Charly García. Menos, que iba a estar al frente de la función pública.

Visto de manera retrospectiva, en ambos casos hay un deseo común: honrar la cultura como complejo entramado popular que une saberes, historias y memorias para generar una pertenencia.

El título del disco, Tiempos difíciles, remite a ese cruce entre Chaplin y el humor como forma de resistencia, y el cine, y la infancia que habíamos dejado atrás hacía poco pero cuya esencia efervescente queríamos conservar. Éramos hijos e hijas de las calles, de los encuentros en los zaguanes, de la rabiosa melancolía que nos provocaba que hubieran asesinado a tantos de los nuestros durante los años del horror.

Cada uno siempre tuvo su sello distintivo. En mi caso, era bajista. Adoraba (adoro) el jazz. Mi héroe era (es) Jaco Pastorius. Pero además, desde los ocho años tenía una pasión absoluta por las consolas, los micrófonos, las luces. La ingeniería del sonido, eso. Al momento de armar la banda que acompañaba a Juan, me convertí en sonidista. No tuve inconvenientes en dejar el bajo. A cada uno de nosotros solo le importaba lo mejor para todos. Creo que también fue esa convicción la que nos impulsó.

Una vez que nuestro caballo de Troya tomó Buenos Aires, cada uno fue decidiendo su propio camino, que en todos los casos tuvo un curso fértil. El reconocimiento porteño fue, como suele suceder cuando nadie es profeta en su tierra, la posibilidad de ser escuchados en Rosario. Porque hasta entonces, eso no había ocurrido. Me refiero al reconocimiento masivo. Porque, en lo que respecta a los músicos y artistas rosarinos que nos precedieron, la cuestión fue distinta.

A cuarenta años de nuestros primeros pasos quizás deberíamos considerar que todo había empezado veine años antes que nuestras reuniones cuando ya había bandas de rock en Rosario allá por el 61 o 62. A la vez, hay un antecedente incontrastable que tiene que ver con la puerta abierta en aquella época por Litto Nebbia. En nuestra ciudad, él había integrado los Wild Cats como cantante, una de las primeras bandas argentinas de rock, liderada por Ciro Fogliatta. Con Los Gatos Salvajes fue a Buenos Aires y, poco a poco, en el mítico bar La Cueva convocó a los músicos que pasarían a formar Los Gatos en 1967. Como se sabe, con Los Gatos, Nebbia compuso junto a Tanguito el sencillo La balsa y marcó a fuego la historia del rock en castellano, un idioma hasta entonces desdeñado en las canciones.

En lo que respecta a esta historia de la Trova, de alguna manera nosotros seguimos una ruta que él había iniciado. No solo en términos geográficos sino porque, en nuestro caso, el castellano fue una forma de comunicación que expandió las fronteras del río de la Plata. Cantar en nuestra lengua era recuperar la palabra que la dictadura nos había cercenado. También, honrar la poesía. Incluso la memoria de quienes estaban cayendo en combate. Y de los artistas que desde el tango y el folklore habían defendido en momentos oscuros algo que tenía que ver con la soberanía en un sentido popular, no castrense.

“Los gajos tiernos se hamacan en el cielo/ y una flor nueva está brotando ahora”, dice una de las canciones de Tiempos difíciles. Ahora puedo seguir refrendando eso. Y agregar que, en definitiva, nosotros solo fuimos un grupo de pibas y pibes que nos juntábamos para sentirnos fuertes y ayudarnos porque amábamos tocar y queríamos mostrarle al público lo que hacíamos.

En lo que alguien alguna vez denominó como “Trova Rosarina” está la esencia de todas las almas apasionadas que tuvieron y tienen la necesidad de tocar, componer y hacer música. Celebramos estos cuarenta años porque queremos que la historia se mantenga viva de un modo u otro. Este libro, Las cosas tienen movimiento, es una reafirmación de eso.

Tuvimos una rara condición de pioneros. Es nuestra apuesta ahora seguir abriendo espacio para los que ya están acá y para quienes vendrán. El desafío ahora es que este legado perdure. No me refiero a la forma específica que adquirió nuestra música, que fue producto de su tiempo. Me refiero a la posibilidad de abrir el juego en alianza con quienes son más jóvenes, de contagiar entusiasmo y apoyar diversas experimentaciones con nuevos ritmos, nuevas formas de decir y poetizar la época. La riqueza de la música está en su capacidad de reinvención constante, su ampliación de los límites, su búsqueda entusiasta que desde raíces comunes se amplía hacia horizontes nuevos.

En definitiva, se trata de seguir apostando por la pasión y el arte. Y también, por el trabajo en equipo. Así se arman las grandes bandas. Así se construyen los grandes sueños.

* Hoy  a las 20.30 se presenta el libro Las cosas tienen movimiento/40 años de la Trova Rosarina (Santa Fe Ediciones) en la Feria del Libro de Rosario. Participan Jorge Llonch (autor del prólogo que se reproduce en esta página), el compilador del libro, Horacio Vargas,  los periodistas Pedro Squillaci y Edgardo Pérez Castillo, y el músico Pichi de Benedictis.