Desde el momento en que ingresamos a la escuela en tanto institución, queda claro que desarrollar la habilidad de la escritura es promesa y objetivo a alcanzar. Persiguiendo tal propósito, transitamos más de una década de entrenamiento educativo intentando “aprender a escribir”. Escribir bien es, en ese momento, formar palabras con letras, identificar verbos y contar las oraciones en un párrafo. Así, esa habilidad extremadamente potente que podríamos haber concebido como la más eficaz de las herramientas retóricas para enfrentar el mundo, se torna en el mejor de los casos en ejercicio de combinación mecánica sin vuelo, competencia subejecutada. Terminamos nuestra educación secundaria escribiendo sin saber escribir.

El panorama en los trayectos de grado y posgrado no es mejor, aunque sí más complejo. A la necesidad de una buena escritura, es decir una escritura eficaz, se le suma (o se le resta) la ausencia de espacios en los que aprender a escribir. En exámenes parciales y finales, así como en papers para acreditar seminarios y cursos, se escribe para responder consignas referidas a los campos disciplinares de estudio, evaluadas en términos de cantidad de contenidos o de información pero nunca desde la lograda o fallida traducción de un pensamiento al texto, su adecuación situacional o sus condicionantes pragmáticos. Inclusive para estudiantes que hemos realizado carreras relacionadas con las lenguas, las situaciones de instrucción pedagógica sobre la escritura devienen insuficientes y, si consideramos disciplinas cuyos objetos de estudio se apartan de los saberes sobre lo textual, esa insuficiencia se transforma en inexistencia. Comentario aparte merecen las instancias de escritura de tesis, momentos en que se exige un texto de alta tipificación y fuerza retórica ante el que un gran número de tesistas sucumbe, engrosando las estadísticas de estudiantes con carreras truncas.

Y entonces, si hemos identificado la cuenta pendiente, ¿cómo hacemos en el ámbito universitario para achicar y eventualmente saldar la deuda? Podríamos comenzar con una capacitación docente para que los exámenes incluyan un criterio evaluativo relacionado con la forma y adecuación textual, más allá del generalísimo “sabe o no sabe del tema”. También, sería muy beneficiosa la creación de espacios de formación en escritura que en cada facultad ofrezca entrenamiento orientado al campo disciplinar de interés. Haría falta enseñar a escribir como técnica, práctica social y habilidad general, además de ejercitar para la escritura en situación: un texto apropiado para solicitar una beca, para presentar el informe de investigación, para transformar lecturas en ponencia, etc. Finalmente, proponemos instancias de escritura compartida. No en la etapa de la creación del texto, que en sí ya tiene su dificultad como para sumar a otro/a en el proceso, sino en relación con el momento de la recepción de lo escrito. Que alguien nos lea aporta la mirada ajena y extrañada de eso que deseamos comunicar, suman la percepción general de idea transmitida con efectividad o no y el señalamiento específico de los elementos que obstaculizan o guían erróneamente la comprensión, muchas veces invisibles a quien se debate en lucha con un texto.

Achiquemos la cuenta, debamos menos. Desarrollemos el potencial de una habilidad necesaria para pensar y decir. Apuntemos a una escritura con la exquisitez, el brillo y el poder de un instrumento preciso y valioso. En resumidas cuentas, admitamos que lo prometido todavía es deuda.


*Traductor público y profesor de Inglés. Licenciado en Español. Magister en Literaturas y culturas comparadas. Docente en la Universidad Provincial de Córdoba (UPC) e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).