¿Qué? No. No lo creo. Carla. Carlita (muchas veces Carlita), fueron las primeras palabras que se leyeron en las redes cuando anunciaron su muerte. Mientras el amor y el dolor se enredaban y era difícil sortear la ira empezaron a escribirse otras: Aplausos. Gracias. Me volaste la peluca. Eterna.
Con las gargantas más abiertas aparecieron las oraciones que recordaban los movimientos de sus manos en el aire, sus mezclas, su fuerza en las bandejas y le deseaban buen viaje: al espacio a llenarlo de beats! ¿Se ahonda la perspectiva como en un experimento panofskiano o es solo el deseo de quién se queda y despide? Demasiado pronto para hilvanar una respuesta y demasiado pronto para hacer la pregunta.
En el mientras tanto, la nostalgia por el cuerpo que baila se defiende de la ausencia y evoca el ritual de la pista en ofrenda inaugural. Carla, la dj pionera de la Argentina, la icónica revolucionaria del techno, el deep house, de las raves de Parque Sarmiento, murió en una madrugada de septiembre, el mes de la primavera. De modo inevitable y liberador alguien recordó el verso de Silvina Ocampo: “Afuera está la primavera inmunda” y fundó el duelo en perfecta armonía sin confundir precedencias ni circunstancias.
En una nota que hace unos años publicó la revista Almagro, Carla cuenta el recorrido de su pulso (tembló ahí y no tembló nunca más) a partir de una noche en Casa Suiza a comienzos de los años noventa cuando puso un corte de INXS después de Sweet Dreams, de Eurythmics. Fotos de libros -una biblioteca como respaldo- y vinilos -una extensión de sus brazos- sobre el sillón donde reina Gatinto ayudan a reconstruir la escena biográfica: sus años en El Salvador estudiando Comunicación Social y trabajando como productora en el “viejo canal 9” mientras escuchaba música, mucha música.
“Veníamos del new wave, del dark, y todo el dark había tenido ya una movida electrónica. Bandas como New Order o Primal Scream ya eran parte del rock en un punto. La new wave también tiene mucha parte electrónica (…) eran todos grandes sesionistas, grandes guitarristas, como Massive Attack, unos músicos de la concha de la lora todos. Había toda una fusión del rock, y del soul y del funk, volcado a la electrónica.” En la ruta despierta aparecen las noches en Ave Porco, Morocco, donde, como decía Carla: “las cosas se hacían por amor al arte. Punto.”
Y es con el recuerdo -nada melancólico- de aquellos escenarios con el que Carla explicaba la metamorfosis de la música electrónica: “vos podés decir que antes era mejor, era peor, pero siempre fue cambiando. Eso es ir para adelante y no sabemos dónde termina. ”El cuerpo baila, sigue bailando, es la memoria sin hilos e inalterable nacida en la música narrada por la mujer que abrió todos los caminos, el cuerpo baila mientras la recuerda (o descubre) tocando por primera vez en una fiesta de verano del noventa que organizó Vilas en Solanas con Aldo Haydar o viajando por todo el país “en épocas que sacaban las bandejas del sótano y las tenían llenas de polvo, porque era el auge del CD”.
El cuerpo baila, sigue bailando, gracias a la ola que ella que creó y que se vuelve piel en cuevas, al aire libre, en tierras subterráneas; comunión epitelial carliana que nos deja a merced de la marea pero nunca a la deriva: “cuando murió mi papá al otro día fui a tocar, le dediqué los discos y la música de esa noche y fue muchísimo mejor que quedarme en mi casa llorando.”