Día 36: Anoche tardé en dormirme, preocupada porque lo noté deshidratado. Pude comprender el sentido de su maullido. Expresaba sin palabras lo mismo que yo sentía, un profundo “¡te extraño!” Soñé que visitaba un mural al fresco, de un estilo entre el gótico y el Quattrocento, donde un caballero de armadura rescataba a un pequeño dragón. Pequeñito en la armadura se leía el logo de Superman. Hoy fui a un pueblo a 5 km de Atopia, donde me esperaba la amiga que lo soñó. En ese hogar donde todo aguarda la primavera, la hija nos contó un cuento. El marido de mi amiga me informa que la flor de lis del frente de la casa de la irlandesa es un símbolo masón, y que la propiedad privada es un invento reciente. Ella me regala ruda para proteger nuestra casa, flores para nuestro jardín, cañas y un tubo de cartón para reconstruir el árbol del Colo, y me presta una hamaca paraguaya con que subir a abrazarlo. Me pide que no la lave con lavandina. Cada palabra lo acuna, cada pronombre lo aguarda. Su hija nos dedica a mí y al Colo un dibujo hermoso que hizo mientras esperaba la comida: seis corazones de colores, uno sobre otro, formando una torre muy alta. Y un cuento:

Había una vez un gato que estaba arriba de un techo muy alto, en la cima del edificio. El gatito no podía salir. Su dueña no lo podía rescatar, ni trepar, ni entrar a la casa que no le pertenecía. Y el gato tenía mucho miedo a las alturas. El gato pensaba que el edificio era una casa y saltó desde la punta del edificio. Saltó hasta el suelo y se lastimó las dos patitas de atrás. La dueña del gatito lo llevó al hospital de perros y lo operaron. Y la dueña compró una cura para gatos y envolvió las dos patitas con esa cura. Le puso una cremita, lo envolvió, no le ardía. Y le armó una camita para que se sienta mejor y repose. Un perrito se quería comer al gato. Otro obstáculo más era el perro. La dueña tomó una decisión: agarró al perro y al gato y se fueron amigando.

Primeros intentos de dar existencia concreta a Joey Ramón, la rama postiza para que el Colo pueda bajar por el árbol: me gusta el diseño de posible tope por el Pontífice. De noche, la conducta de Cabecita fue distinta. Se dejó tocar, perdió el miedo que me tenía. Joey Ramón nunca llegó a materializarse. Los dones verdaderamente heroicos que recibí fueron: 1) un cuento de una niña donde se me pedía amigar el gato con el perro y se adivinaban, en clave de retrocognición, detalles incógnitos de un accidente anterior del Colo; 2) una hamaca paraguaya; 3) un dibujo de esa misma niña donde una pila de corazones llega al sol; 4) la ayuda para redactar una carta a la jodida Ida, también conocida como “la viuda del fletero” (aunque el fletero vive, sólo abandonó su galpón), y 5) la BENDICIÓN del Procurador, mediador y exorcista. Antes había recibido de una amiga de Ailén un envío de “reiki a distancia” para “sanar mi relación” con Ida.

Día 37 (jueves 23 de agosto):

El compañero se abre paso con los dientes a través del cascarón. Acudir trae ventura.

Descansé, y acudí. Crucé la calle. Toqué timbre en el pasillo. Hablé con la dueña del cocker que le ladra al Colo desde su terraza, interpretando que el perro del cuento me daba una clave. No importa qué se dijo en esa conversación, sí que el Colo oyó mi voz de cerca. Volví a llamarlo. Esa noche, salí al supermercado pero nunca llegué.

“Acrofobia”, dijo el ciruja junto al contenedor. Me señalaba al Colo en lo alto del muro con un dedo como si señalara la luna. El Colo maullaba y brillaba. El ciruja pensaba que no bajaba por miedo a las alturas. La cara de este hombre era pura bondad y empatía. Un Buda sin dientes. “Está sufriendo mucho. Se está muriendo de tristeza. Una lástima, tan lindo gato. Es un bebé. La carita me hace acordar a mi hijo. Se está muriendo de tristeza, mire. Rescátelo”.

Miré para arriba y le dije al Colo una frase que aprendí hace poco: “Estoy acá. Me quedo acá, con vos”. Me oía y se iba calmando. Me quedé dos horas.

En ese lapso conseguí, ente las vecinas solidarias que pasaban, relevos de mi guardia en la vereda, que aproveché para traer cosas de casa: una estera, una botella de agua, campera, bufanda, su bolso de transporte, comida, una escalera y la carta para Ida. Y la hamaca paraguaya. Toqué los dos timbres del pasillo y logré que la misma vecina solidaria que abrió cuando entramos con el Maestro me dejara apoyar la escalera de Mitinto Shumuva contra el muro. El Colo miraba. Envolví la escalera en la hamaca paraguaya para dar la imagen de que él bajaría por ahí. Me senté en la estera y lo miraba. Cada tanto charlábamos: Miau. Colo. Miau. Colo. Tres vecinos y vecinas me tuvieron la escalera y subí cuatro metros, casi cinco, pero él retrocedió. Lo productivo, además de las dos horas de comunicación entre dos corazones desesperados, fue que pude interceptar a Ida antes de entrar a su casa. “A su gato ya no se lo oye más”, dijo con un tono de triunfalismo asesino que preferí no oír en ese momento. Le dije que hasta recién había estado ahí. Le señalé el muro, le puse la carta en las manos pero ni la leyó. Las manos eran blandas, como las del asesino que me lo mataba en una de mis pesadillas. Le pedí por favor que me dejara entrar a su techo para rescatar a mi gato, que se estaba muriendo de tristeza. 

* Anticipo de la novela que Mansalva presenta hoy a las 19 en la Sala Beatriz Guido de la Feria del Libro de Rosario, con la autora y Betina González.