¿Cómo conciliar el irrefrenable impulso que siente un jugador compulsivo de salir a tentar a la suerte en una ruleta, con la tediosa tarea de filmar durante horas y horas –cámara fija sobre el trípode– los juicios de lesa humanidad? ¿Cómo pensar en un número salvador cuando la tarea consiste en ver y escuchar los cientos de testimonios de sobrevivientes de la dictadura mientras la lente no puede dejar nunca de hacer foco sobre la cara de los genocidas sentados en el banquillo de los acusados?
Las dimensiones del conflicto entre el infierno particular de un adicto al juego y el infierno general de una sociedad sometida por el terror se despliegan, en esta breve e intensa novela de Javier Ponce, sobre un gran mapa del dolor humano.
“La mirada del genocida me sigue. Qué mirás Etchecolatz, viejo de mierda, asesino, qué mirás. Me sigue como la gata cuando le muestro la pluma con la que le encanta jugar. Los ojos le rebotan como pelotitas de Arkanoid. La piel de la cara que como cuero de chancho al asador se pega a los huesos, alrededor de los dientes, los ojos, la frente. Piel sellada al vacío sobre un cráneo. Luego va a sonreír irónico al escuchar los testimonios. Igual nadie lo advierte. Solo yo, que lo tengo de frente durante horas a una distancia de tres metros mientras declaran sus víctimas, una tras otra, así, cientos, los que vivieron para contarla”. Eso dice el protagonista en el momento que calibra con su cámara el rostro del torturador, y mientras por su cabeza no dejan de caer fichas, colores, plenos, decenas, filas y cartones de bingo, es decir, las posibilidades de pegar una racha positiva que le permita poner en orden algunas cuestiones de su vida tales como saldar las expensas, el monotributo y hasta recomponer aunque sea por una noche las relaciones con su pareja.
Ante semejante y original planteo, lo realmente notable de la novela de Ponce es que la elección de la voz narrativa, su tono, su decir, la tesitura de esa voz que narra se aleja de todo atisbo de corrección política y de las buenas intenciones. Saludablemente Echar el resto es una novela incómoda y Ponce no lo disimula.
Así, de la misma manera a como el protagonista ubica su cámara en la esquina más apartada del salón del tribunal, sus pensamientos se ubican en los rincones del descreimiento, de la rabia y de la desesperanza. Pensamientos que murmuran sin filtros la cruda realidad de unos y de otros.
Dice el narrador: “Los juicios duran tanto tiempo que al final terminan saludándose todos con todos: los abogados de los milicos con los abogados de los Derechos Humanos, los empleados del tribunal con los del equipo técnico que cubrimos la filmación de las audiencias. Todo ficticio, no es para menos, la obra se desarrolla en el escenario de un teatro alquilado. Por momentos los actores se dejan llevar por el papel, se los come, sobreactúan, los buenos demasiados buenos, los malos muy malos”. Y más tarde masculla: “Siento que estoy en El día de la marmota, la película de Bill Murray, tengo que escuchar día tras día el mismo relato. Cuando un testimonio habla de lugares como La Cacha o la Unidad 9 de la Plata es lo mismo escuchar tanto a cinco como a veinte sobrevivientes, van nombrar los mismos apodos de guardias, las mismas características del espacio de cautiverio. Cuando escuchás lo mismo durante meses, podés anticipar lo que va a decir la víctima”.
El protagonista (que arranca con la cara hinchada y un diente roto tras haber recibido una piña traicionera en un robo) parece no hacerle casos a las advertencias del tipo “vas a terminar como tu viejo” (también jugador) y va por todo, arriesga todo, apunta al centro de las cosas, dispara sobre ellas, toca la llaga, y avanza con la impunidad de cierta adolescencia tardía que recuerda, por qué no, la voz del Caulfield de Salinger.
La rutina durante los juicios abre la puerta a cierta cotidianidad entre quienes asisten diariamente a los tribunales. De tanto observarlo el narrador de Echar el resto cree conocer al asesino, sabe cómo se comporta, qué lo fastidia, cuándo actúa y cuándo busca cómplices, cómo es su relación con los abogados y con el resto de los militares detenidos.
Algunos de los diálogos silenciosos entre el camarógrafo y el genocida son descriptos así: “No me saca la mirada de encima, así que agarro otro caramelo y se lo muestro, lo tengo en una mano, le hago el típico gesto de convite con las cejas en alto mientras deletreo con la boca: ¡E-s-t-a querés! Bien despacio para que me entienda apoyando la otra mano en mi bragueta y agitándola. Nadie se da cuenta. Me río en silencio mientras el corazón se me sale del pecho”.
Lo que de alguna manera desnuda Ponce, sin ser su propósito, es el otro relato que cruza por debajo de las líneas principales que sostienen a Echar el resto: la manera con que las distintas generaciones viven, analizan, sienten y describen los escenarios históricos.
Pero Ponce no se queda sólo haciendo foco en la relación entre camarógrafo y asesino, sino que se dedica a subrayar en el gran mapa del gran dolor humano pequeños círculos de infiernos más actuales que integran por su peso, la cruenta historia de la supervivencia en la Argentina.
Una vez que el protagonista decide jugársela por completo, y siendo consciente que después de esa decisión sólo queda la caída, nunca duda en llegar al fin, está decidido a ver porque ya no lo quiere observar a través de una lente. Así, el último tramo de la novela de Ponce encuentra el ritmo de un thriller donde desfilan las múltiples violencias urbanas: el empleado de un bingo extorsionador, el usurero que alquila vagones de tren, el que pide, el que vende y consume drogas vencidas, el que botonaea, el que a cualquier precio hace lo que sea por sobrevivir.
Informa la solapa del libro que esta es la primera novela de Javier Ponce y que el autor trabaja desde 2004 en la Comisión Provincial por la Memoria, donde registra presencialmente los juicios de lesa humanidad, y que sus datos están incluidos en el Sistema Informático del Registro de Autoexclusión (SIRA) del programa de Autoexclusión de la Lotería de la Ciudad de Buenos Aires. De todas maneras, aclara que el contenido de la novela “es fruto de su imaginación” y no está “basado en hechos protagonizados por él o su familia, y mucho menos por su entorno laboral”. La aclaración resulta pertinente, la novela de Ponce es, ante todo, literatura, y de la buena.