En julio fui a Bariloche con mis dos nietas mayores y le mando a una española amiga de Madrid una foto de las tres, en el cerro Catedral, todo nevado; una foto tomada en un momento en que el sol salió por un ratito, dándonos un changüí, porque hacía un frío de cacarearse. No sentía las manos, aunque estaban enguantadas, y la punta de mi nariz, juro que era un cubito rosa. Le mando la foto y me contesta lo que menos esperaba, porque cuando vos mandas una foto por Whatsapp, a quien quiera que sea, lo que das por sentado como respuesta es un “Qué lindas!", “Qué paisaje!”, “Me encanta, pásenlo lindo”, cosas como esas; pero no, Ángeles, así se llama mi amiga española, me escribe: “Y yo que estaba preocupada por la situación económica de Argentina”. Y entonces siento instantáneamente la culpa. Sí, esa sensación de estar en falta, de haberla cagado, de estar haciendo algo que no debería estar haciendo. La culpa impuesta por nuestra cultura judeo cristiana que no te deja disfrutar, la culpa que, cuando estás pasándola bomba, se te instala para hacerte sentir como el culo. Hay gente que no come y yo estoy deslizándome por esta ladera nevada con un equipo que alquilé por la guita con la que comería una familia tipo durante un mes: los esquíes, las botas, los guantes, el pantalón que me queda enorme (porque no voy a reconocer que me van los de talles de niños y me alquilo uno de adulto), la campera inflada que me hace ver como el muñeco de Michelin, en colorinches que contrastan con el fondo blanco, con mis hermosas nietas, las tres apoyadas en nuestros bastones después de asegurarnos que no patinaremos hacia el pibe que aceptó sacarnos la foto que, armado de paciencia, esperó que lográramos tenernos en pie –tan contentas nosotras- y leo en la pantallita lo que me escribe Ángeles: “Y yo que estaba preocupada por la situación económica de Argentina”. 

En ese momento me invade esa culpa por el solo hecho de estar disfrutando. Y la culpa me caga el disfrute. Entonces dejo de sentir la libertad de deslizarme: dejo de sentir y empiezo a pensar. Pero los pensamientos no vienen de a uno: en mi mente los pensamientos no hacen fila para aparecer uno después del otro, no, se amontonan todos y empujan por hacerse sentir, se dan codazos para entrar primero, en eso son bien argentinos, no respetan una puta cola. Pienso: no puedo gastar esa plata cuando hay gente que vive en la calle con este frío, padres que tienen que mandar a sus chicos a merenderos porque no pueden darles de comer. El país se está incendiando, y yo acá, divirtiéndome. Pero enseguida pienso: igual, yo ya tengo el cuero duro, a lo sumo me chamuscaré un poco, pero qué difícil es para mis hijos, bueno, al menos tienen su casa, aunque estén ajustados. ¿Y los nietos? ¿Qué futuro les espera? Tendrán que irse del país, y aun no saben inglés, y entonces no los voy a ver… ¡Como si yo fuera a vivir 100 años! Entonces me alecciono: yo no puedo resolver el problema de la pobreza, trabajé y ahorré 45 años para poder estar en este momento sobre este mullido colchón de nieve, en este cerro, y me merezco estas vacaciones, me gané el derecho de reírme con Sofi y Ema cada vez que alguna se cae y se hunde en la nieve blanda, estoy habilitada para disfrutar viendo el placer con que comen el agua que amasan con esos guantes inmensos. Después de cientos de estos pensamientos, me libero finalmente de ellos y dejo de sentir culpa. Pero mi cabeza, mi mente, que no es ninguna perdedora fácil, como no pudo enterrarme la culpa, arremete con otra arma letal: el miedo. ¿Y si Emilia se cae con el esquí puesto y se quiebra una pierna? Y si se enfrían y se resfrían, o les da una bronquitis, una pulmonía… Y enseguida me vienen las palabras de mi hijo, el padre de las nenas, antes de que entráramos al aeropuerto: “Te las entrego sanas y enteras, y las quiero de vuelta sanas y enteras”. Entonces transpiro y me corre el sudor por la espalda a pesar de que la temperatura es de -2 grados. Lucho contra mis pensamientos mientras le grito a Sofi que la espere a su hermana para tirarse con los esquíes. Pero el miedo está ahí, instalado en lo que podría pasarles a mis nietas. No soy una persona miedosa, vivo en una zona de casa quintas y no tengo miedo de volver a la medianoche, por una calle de tierra, desierta y bajarme del auto, abrir el portón que es apenas una tranquera alta hacia el parque, volver al auto, entrarlo, después cerrar el portón, ir a la casa. No pienso que alguien puede haberse escondido antes y va a asaltarme allí mismo, como me dicen varias de mis amigas, esas que sí son miedosas. No tengo miedo a quebrarme, ando con plataformas de 15 centímetros, me subo a banquitos para llegar al piso alto de la alacena y aprovecho cualquier oportunidad que se presente para hacer cosas que esas amigas descartan de plano: tirolesa, rafting, vuelo en planeador, esquí y patín sobre hielo. No me tiré en paracaídas ni en ala delta, y eso es un pendiente que no creo que haga… Aunque nunca se sabe. Tampoco tengo miedo a enfermarme: salgo en invierno, con la cabeza mojada, ando desabrigada porque siempre tengo calor, como yogurt y otros alimentos vencidos, dejé de usar el barbijo hace meses.

Recuerdo exactamente cuándo empecé a sentir miedo: esta horrible sensación de angustia ante la presencia de un peligro, la mayoría de las veces, imaginado. Fue cuando tuve a mi primer hijo, Pachu, el padre de las nenas. No temía sufrir en el parto, ni pensaba que el bebé pudiese no ser sano. Fue cuando lo llevé a casa y lo acosté en el moisés (en esa época era un canasto de mimbre lo que se usaba). En el sanatorio me habían dicho que tenía que dormir boca abajo, para que no se ahogara. Unos treinta años después, mis nietos debían dormir boca arriba para no comprimir su corazoncito y sufrir una muerte súbita. Hoy creo que los ponen de costado. Con el tiempo los han dado vuelta como en un spiedo. Yo le daba la teta y esperaba el provechito, después lo acostaba, pero mi sueño era a medias, permanecía alerta ante cualquier ruido que delatara que Pablo tosía o no respiraba bien, temía que se ahogara. Y creció, y empezó con la papilla, y después cuando debía comer algo más sólido el pibe no quiso probar bocado. Solo comía polenta chirle, sí, estaba la Polenta Mágica, una instantánea que se preparaba con agua caliente, directamente en el plato. 

Un verano fuimos a Brasil y yo llevaba en el bolso, además de mis cosas, los pañales, el algodón, el óleo calcáreo y la Polenta Mágica. Íbamos a comer a algún sitio y yo sacaba el frasco, pedía agua caliente y le preparaba la polenta. Por un lado, era práctico, pero el pibe con menos de dos años se negaba a comer cualquier otra cosa, eso sí, al chocolate se prendía siempre. Claro que era maña. Pablo comía solo en formato papilla pero con los chocolates no tenía drama. Dicen que la madre puede trasmitirle al hijo sus miedos y posiblemente haya sido así. Yo tenía miedo que se ahogara. La primera vez que come un caramelo, empieza a boquear, como un pescado: se está ahogando. Lo agarro cabeza abajo y le empiezo a golpear la espalda, yo ni sabía entonces de la maniobra de Heimlich o de otros procedimientos, así que lo golpeo hasta que suelta el caramelo que sale y rebota en la pared. En otra oportunidad, viajando de Santa Fe a Rosario a visitar a mis padres que vivían allí, le doy un caramelo porque chillaba y no se quedaba quieto. En esos años los chicos iban sueltos en el auto; sí, como un libro o un paquete de masitas, ni siquiera los adultos usábamos cinturones de seguridad. Lo tengo upa y veo que empieza a boquear: yo ya sabía lo que era. Yendo a más de cien, le grito al padre que pare. Paramos, lo saco y le empiezo a golpear la espalda, hasta que suelta el caramelo que se pierde entre los pastos. Ese fue el primer miedo que experimenté, el que Pachu se ahogara. Lo de la papilla le duró poco, de adolescente se comía todo, si les dejaba a los dos hermanos cerca, capaz que también se los comía. Eran cuatro hombres en mi casa y comían como… hombres. Harta de cocinar, pero más harta de pensar qué cocinar, un día le pregunto a Pachu: “¿Qué querés comer hoy?”, esperando que me oriente sobre qué hacer: milanesas, pimientos rellenos, bife, algo. Pero no me dice tortilla o huevos fritos. No, me responde: “Cualquier cosa, mami, pero mucho.” No le volví a preguntar.

El siguiente miedo con mis hijos fue que me los robaran. Se decía en los 80 que robaban chicos para traficar órganos. Hoy sabemos que no es sólo para eso. Se hablaba que andaban unas furgonetas blancas, que se bajaban unos tipos de la furgoneta, agarraban al pibe, lo subían y nunca más lo veías. Y cuando mis hijos estaban afuera, que era casi toda la tarde, jugando a la pelota en la calle con otros chicos del barrio, mi miedo era que pasase una furgoneta blanca.

Hoy ese miedo se multiplica por los cinco nietos que tengo. Pero también aparecen nuevos, horribles miedos que no estaban cuando mis hijos eran chicos: tengo terror que los asalten, los lastimen, los violen. Eso no se compara con un hueso roto, por eso, con Ema y Sofi, esquiamos y patinamos sobre hielo.

[email protected]