Desde San Sebastián
Hace cuatro meses, Mi país imaginario, la nueva película del gran documentalista chileno Patricio Guzmán tenía su estreno mundial en el Festival de Cannes, en un contexto muy especial. El presidente Gabriel Boric, de 36 años, el gobernante más joven del mundo en ejercicio, todavía disfrutaba de su luna de miel electoral, luego de haberse consagrado como el Presidente más votado en la historia de Chile, con cuatro millones y medio de votos. La Convención Constitucional todavía estaba redactando un nuevo proyecto de constitución que se proponía reemplazar el texto vigente desde la dictadura militar de Augusto Pinochet y todo parecía augurar aquello que se preguntaba el autor de La batalla de Chile en el comienzo de su nuevo film: “¿Cómo es posible que esté delante de una segunda revolución chilena?”
Apenas 120 días después, en la apertura de la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián, Mi país imaginario ya no es la misma película. No por la película en sí, sino por el contexto, que cambió bruscamente, como si los vientos de la historia hubieran girado de dirección con la sorpresa de un violento remolino. Todo aquello de lo que daba cuenta el film de Guzmán –el comienzo de las protestas populares por el aumento de las tarifas del metro en octubre de 2019, la masiva salida a las calles de la población para expresar su hartazgo con la política tradicional, el reclamo de cambios de fondo que forzaron al gobierno de Sebastián Piñera a habilitar el proceso de la Convención Constitucional- sigue estando allí y sigue teniendo una potencia conmovedora, especialmente por la fuerza de la juventud y de las mujeres chilenas, a quienes la película les da una voz protagónica. Pero la realidad ya no es la misma y ese país que imaginaba Guzmán tendrá que esperar, una vez más. El 4 de septiembre pasado, apenas dos semanas atrás, la nueva propuesta constitucional fue rechazada por el 61.86 % de los votos válidamente emitidos. Y en Chile sigue vigente la constitución de la dictadura militar.
Quizás nunca antes una película envejeció tan rápido. Lo que seguramente Guzmán pensó –y siempre piensa mucho y bien, como lo atestiguan Nostalgia de la luz y El botón de nácar- es que Mi país imaginario podía dar cuenta del nacimiento de un nuevo Chile. Un nuevo país que no iba a depender solo de un nuevo gobierno sino esencialmente de un nuevo cuerpo constitucional redactado por una asamblea popular integrada por infinidad de diversidades, incluidas las de los pueblos originarios, históricamente postergados en Chile.
La inconfundible voz serena y pausada de Guzmán lo dice al comienzo del film, cuando cita a su mentor, el extraordinario cineasta francés Chris Marker: “Cuando se filma un incendio hay que estar allí donde se produce la primera llama”. Radicado en París desde 1973, cuando tuvo que seguir el camino del exilio, Guzmán no estuvo en Santiago en la primera chispa –las revueltas espontáneas, sin liderazgo político, contra el aumento de tarifas- pero se propuso filmar la primera llama de una nueva revolución democrática, como ya lo había hecho en 1972 con El primer año, sobre los doce meses iniciales del gobierno de Salvador Allende, la película que justamente le valió la confianza de Marker. La primera llama debía ser ese proceso que va desde la ciudadanía en la calles hasta su llegada al Congreso (el mismo que Guzmán había filmado en 1973 en La batalla de Chile y luego había clausurado Pinochet), donde se redactaba la que iba a ser la nueva constitución.
“Las flores me representan, yo siento que con la revuelta he florecido”, dice una madre joven de su colorida máscara con la que salía diariamente a enfrentar a los carabineros, que tiraban a cegar (hubo más de 600 chilenos que perdieron sus ojos) o directamente a matar. Una rescatista, una fotógrafa (que casi queda tuerta), una periodista, una politóloga, una líder social, las creadoras del himno feminista “El violador eres tú”, son algunas de las mujeres que dan cuenta de ese momento de efervescencia, cuando hasta hace apenas dos semanas un futuro distinto parecía posible. Todas hablan de esa llama, de ese fuego que las alimenta, de esa esperanza con las que dicen reivindicar a sus madres y a sus abuelas.
La única, sin embargo, que en ese momento, cuando todo era alegría y se tocaba el cielo con las manos, que se permite dudar es una ajedrecista, una muchacha muy joven, que describe muy bien lo que sucede arriba de un tablero (“una contienda”, dice), que sabe de tácticas y estrategias y que es consciente de que el adversario, la reacción conservadora, también tiene una, muy poderosa, y que en ese momento nadie –ni siquiera Guzmán- parecía considerar, embriagados todos con esa revolución en ciernes.
Si bien Mi país imaginario no es hoy quizás la película que el director imaginó, no por ello deja de ser menos valiosa como registro del vértigo de una época marcada por la incertidumbre. En todo caso, cada palabra, cada imagen, precisan ser leídas ahora bajo una nueva luz, que permitan intentar descubrir qué fracasó en esos días de belleza y de furia.