Analía consiguió el número de teléfono en la granja. Una hoja de papel mal recortada, pegada con cinta scotch, al lado de la balanza. Escrito a mano, con fibra azul gruesa y letra imprenta: Se arreglan heladeras – lavarropas – microondas. Horacio. 3415 – 005455.

Analía le preguntó a Mabel que, mientras pesaba el pan, le dijo que era de confianza.

—¿No emparchará como todos? —preguntó Analía.

—No creo. Es un muchacho educado.

—¿Y decís que es de confianza?

—Un poco hablador, quizás.

Es lunes a la tarde. Analía todavía tiene el uniforme del trabajo. Mira la mano de Horacio sobre la puerta de la heladera, y piensa. Piensa en ofrecerle limonada. O un café. O mejor un mate. Lo mejor es un mate, piensa.

Horacio se mueve. Arrastra la mano por la puerta de la heladera y se mete entre el motor y la pared. Entonces Analía no ve más la mano. Esos dedos grandes y con la piel arrugada sobre los nudillos. Arrugas finitas, hondas. Hondas como zanjas sin agua y sin pasto. Tampoco puede seguir viendo las uñas apenas largas. Con grasa acumulada debajo y alrededor de la cutícula. Líneas muchísimo más oscuras que la marca que dejaron los dedos al arrastrarse sobre la puerta. Ahora que la mano no está, Analía ve solo líneas. Cuatro líneas negras sobre la puerta de la heladera. Cuatro surcos. Huellas. Analía sabe que solo a fuerza de detergente van a desaparecer.

—¿Necesita algo? —dice Analía.

—Ya termino —dice Horacio y se arrastra hasta casi desaparecer detrás de la heladera como un caracol asustado.

Analía mira por la ventana. Ve los cables de luz que pasan cerca, muy cerca. Uno es fino. El otro, el que pasa casi pegado a la ventana es grueso. Los dos son negros, opacos, retorcidos. No están tirantes, apenas arqueados. Un pájaro marrón y grande se para sobre uno de los cables. No el que está casi pegado a la ventana. El otro. El fino. El pájaro pasa el pico una, dos, tres veces por el borde del cable como afilándolo. Mira a un lado y al otro. Da un salto y pasa al otro cable. Abre el pico. Emite una nota. Es un sonido seco y metálico.

—Ya está —dice Horacio.

Analía mira la heladera. Ve la mano de Horacio que está otra vez sobre la puerta. Está quieta. Analía la cree expectante. La imagina ansiosa. La adivina suave.

El pájaro vuelve a hacer el mismo sonido pero un poco más fuerte. Horacio, con un salto ágil, sale de atrás de la heladera y se acerca a la ventana.

—Un hornero.

—¿Cómo? —dice Analía.

—El pájaro. Es un hornero —dice Horacio y agarra un trapo rejilla que está en el borde de la pileta de lavar los platos. Se limpia las manos, despacio. Dedo por dedo. Los dos miran por la ventana al hornero. Analía traga saliva. La sabe fría pero le quema. Siente un sabor agridulce en la garganta. Como la mermelada. Como el membrillo.

El pájaro está quieto.

—Está eligiendo el lugar —dice Horacio.

—¿Acá? —dice Analía.

—No anida en cualquier lado —dice Horacio y deja el trapo rejilla hecho un bollo sobre la mesada.

—Creí que preferían los árboles. O los alambrados. O los postes de luz.

—Buscan. Buscan el mejor lugar —dice Horacio.

Analía mira el borde del alero vacío. Recuerda cuando apenas se mudó haber puesto ahí una maceta de plástico con una planta. Una suculenta. Cuando se secó dejó un tiempo la maceta vacía. La tierra dura. El plástico desteñido por el sol y la lluvia. No más plantas, dijo una mañana de primavera y tiró todo en el volquete de la esquina

—¿Ya terminó?

—Todavía no empezó. Recién está eligiendo.

—La heladera. Si ya terminó con la heladera, digo.

—Va a andar.

—¿Quedó bien?

—Le reparé el termostato. Quedó como nuevo.

—¿Cómo nuevo?

—Si en dos o tres días no tenés problemas vas a tener heladera para rato.

—¿Cuánto le debo? —dice Analía.

Cuando Horacio agarra los billetes y los cuenta, ella le mira los dedos. Se mueven tan rápido que ahora Analía no puede ver las líneas de grasa. Horacio guarda el dinero en el bolsillo. Caminan en silencio hasta la puerta. Ella adelante. Él atrás.

—Los horneros traen buena suerte —dice Horacio antes de que Analía cierre la puerta.

El martes, como siempre al volver del trabajo y después de sacarse el uniforme, Analía arma el mate. Mientras hace tostadas saca de la heladera el frasco de mermelada. Rosa mosqueta. Si hablamos de mermeladas, para Analía la mermelada tiene que ser rosa mosqueta. Después, pone un disco y se sienta.

Mientras alterna una tostada y un mate mira por la ventana. Entre canciones de Omara Portuondo y Chavela Vargas ve al hornero ir y venir. Deja ramas en la cornisa y amasa barro con el pico.

A la noche el nido ya tiene toda la redondez necesaria. Analía mira el cielo. La luna brilla rosada y en el fondo el cielo está negro. Pasan nubes. Grises. Sin forma. Las empuja el viento del este. Corren apuradas. Parecen escapar de algo. Recién a la madrugada empiezan los truenos. Los relámpagos iluminan todo. El viento fuerte hamaca los cables. Las primeras gotas de agua son gordas. Espesas. Decididas. Revientan contra el vidrio. Una tras otra. Analía abre la ventana. No le importa mojarse mientras cubre el nido con un una toalla y cartones. Cuando la tormenta amaina Analía pasa las manos por la redondez del nido. Mete los dedos y alisa las paredes internas. Son movimientos suaves como caricias. Cuando ve una grieta, la emparcha. Pone una tira de papel y después la tapa con más barro. Antes de acostarse se lava con agua. Sin jabón. Durante dos o tres refucilos Analía se mira la línea negra que le quedó en las cutículas. Se duerme con la lluvia fina golpeando en la ventana y el olor a tierra en los dedos.

 

El miércoles, como siempre al volver del trabajo y después de sacarse el uniforme, Analía arma el mate. Hace tostadas y saca de la heladera el frasco de mermelada. Después pone un disco y se sienta. El sol tibio después de la tormenta del día anterior pega sobre el nido. El barro, en los lugares que Analía reparó, brilla. Sobre el mantel, las migas parecen haber sido acomodadas para enmarcar los dibujos de las flores bordadas en la tela. Por el parlante Omara Portuondo junto a María Bhetania cantan «Tal vez».

Cuando el disco se detiene y el agua se termina Analía no se levanta. Se queda sentada. Mirando por la ventana hasta que se hace de noche. Espera. Hasta bien entrada la noche, espera. El hornero no viene.

Tampoco el jueves.

 

El viernes, al llegar del trabajo, Analía no pone la pava al fuego ni hace tostadas. Tampoco pone un disco. Se queda mirando por la ventana hasta que el sol no ilumina más. El reloj marca las nueve cuando va a la heladera y abre la puerta. El jarro de cerámica sobre la heladera se hamaca pero no se cae cuando cierra la puerta. Después la desenchufa, la abraza, la sacude con fuerzas. Una, dos, tres veces. Hasta que el jarro de cerámica cae. Después, la separa de la pared. Estrangula un caño fino de bronce y arranca un cable enrulado.

Son casi las diez cuando va hasta el baño y agarra una escoba. Se acerca a la ventana. La abre y apoya la punta del palo sobre el nido. Después, lo empuja.