Desde San Sebastián
La Habana, Casa de la Unión de los Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), 27 de abril de 1971, nueve de la noche. Medio centenar de poetas y novelistas asiste a una declaración pública de su colega y amigo Heberto Padilla, que en los inicios de la Revolución había sido uno de sus niños mimados, como corresponsal extranjero de la Agencia Latina y representante diplomático de Cuba en Europa, gracias a su perfecto dominio de varios idiomas. Recién liberado de una detención de más de un mes en los cuarteles de la Seguridad del Estado, Padilla hará un encendido, angustiante discurso de autocrítica en el que -durante casi tres horas- no sólo se acusa a sí mismo de “contrarrevolucionario”. También señala a muchos de los presentes, incluida su propia esposa, de complicidad en el cargo que lo llevó a prisión: “atentar contra los poderes del Estado”.
La filmación de lo ocurrido en esa reunión -determinante en el debate político e intelectual latinoamericano de ese momento- había permanecido oculta por más de 50 años. Hasta ahora. El apasionante documental El caso Padilla, del cubano Pavel Giroud, que acaba de tener estreno europeo en el Festival de San Sebastián, recupera gran parte de ese testimonio y viene a echar luz sobre un período particularmente complejo del proceso revolucionario cubano, que fue puesto en crisis cuando la detención de Padilla movilizó a la vanguardia intelectual del mundo entero. Desde Gabriel García Márquez hasta Mario Vargas Llosa, pasando por Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Italo Calvino, Juan Rulfo y Jean-Paul Sartre, entre otros nombres célebres, habían dirigido una carta a Fidel Castro exigiendo la libertad del poeta, cuyo pecado había sido el de disentir a través de su obra literaria.
La filmación de esa noche en blanco y negro que recupera Giroud funciona como la columna vertebral de su película y es tremendamente elocuente: en un dramático gesto de sobreactuación, Padilla empieza rompiendo delante de todos el papel que iba a utilizar de ayuda memoria y se lanza a improvisar una feroz diatriba contra su obra y contra sí mismo. De la primera afirma que instigaba al desánimo y el desencanto, particularmente el poemario Fuera del juego, que la Uneac había premiado y publicado en 1968, pero con un prólogo en el que la comisión directiva de la Unión disentía con el jurado que había galardonado a Padilla (integrado entre otros por José Lezama Lima). Ese prólogo acusaba al autor de “atacar a la Revolución cubana” y el Padilla de 1971 no sólo le da la razón a esas palabras. También se acusa a sí mismo de injurias al proceso revolucionario y de “haber defendido, en nombre de valores artísticos, a un agente de la CIA”, su colega Guillermo Cabrera Infante, que unos años antes ya había tomado el camino del exilio.
En el transcurso de su exposición, una pieza oratoria digna del barroco caribeño, Padilla comienza a transpirar a mares, empapa su camisa y el pañuelo con el que se enjuga la frente e intenta limpiar sus anteojos, empañados por el calor de esa noche de furia. No hay agua en la mesa que pueda calmar la sed que le provocan sus propias palabras. “Yo inauguré el resentimiento, la amargura, el pesimismo”, sostiene Padilla, que a su vez se declara agradecido a la Seguridad del Estado, porque durante sus días en prisión le permitió no sólo reflexionar sobre el camino equivocado que había tomado su obra sino también que “me hayan sacado a tomar el sol”.
Eventualmente, el film de Giroud se permite salir de esa filmación histórica y acercar –de un modo quizás televisivo- otros testimonios de la época, que ayudan a dar cuenta del contexto en el que se da este tremendo mea culpa de Padilla, al que no es difícil asociar con los famosos juicios de Moscú de fines de los años ’30, en el que los acusados se condenaban a sí mismos. Algunos de esos materiales de archivo son algo obvios –las imágenes del Mayo francés del ’68 o la invasión de los tanques rusos en Checoslovaquia- pero otros son más pertinentes al tema central del film, como los testimonios (ya sean audios o imágenes) de García Márquez y Vargas Llosa, quienes a partir de ese momento rompieron lanzas entre sí y se declararon una guerra que no terminó ni siquiera con la muerte de Gabo.
Son particularmente relevantes también otros documentos de archivo que corresponden a dos escritores latinoamericanos que se vieron involucrados muy de cerca en el caso Padilla: el chileno Jorge Edwards y nuestro Julio Cortázar. Nombrado por Salvador Allende, el autor de Persona non grata –un libro que le valió más de un conflicto político con sus pares- estaba en Cuba en 1971 como encargado de negocios de la embajada de Chile y en un testimonio televisivo posterior a ese momento reconoce que el Caso Padilla se desenvolvió en una circunstancia política muy particular en la isla, porque Cuba estaba “sitiada” y Fidel Castro, permanentemente amenazado de muerte por agentes extranjeros, “sobreactuó” la seguridad del Estado y sacrificó la libertad de expresión.
A su vez, Cortázar ya había publicado en 1969, en la influyente revista francesa Le Nouvel Observateur, un artículo en defensa de Padilla titulado “Ni mártir ni traidor”, en el que cuestionaba ese prólogo infame de la Uneac al libro Fuera de juego: “Con esa advertencia, la lectura de los poemas dejaba de ser espontánea y promovía la búsqueda de intenciones ocultas en los textos”. Y el propio Padilla en su exhortación de 1971 señala: “Cortázar en cierto modo trató de impedir que la campaña contra Cuba se desarrollara. Y reconocía también que mis poesías tenían el pesimismo y la amargura de un hombre montado entre dos épocas”. Cortázar iría más lejos, sin embargo, cuando se declara (en una entrevista en TV que reproduce El caso Padilla) más que comprometido con la Revolución cubana, “casado” con ella. Razones no le faltaban para tomar partido. En un documento desclasificado de la CIA que el film de Giroud rescata, se lee el entusiasmo de la agencia estadounidense: “¿Es Padilla el Solzhenitsyn de Cuba?”
En ese clima asfixiante, la deposición de Padilla del 27 de abril de 1971 se vuelve cada vez más irrespirable, cuando el escritor declara que “si no ha habido más detenciones es por la generosidad de la Revolución”. Y él mismo comienza desde el micrófono a dar los nombres y apellidos de muchos de los allí presentes, que no tardan en desfilar por el estrado para auto-inculparse. La excepción es el poeta Norberto Fuentes, que se declara vehementemente revolucionario, pero no por ello piensa resignar su pensamiento crítico. Es en ese momento de tensión extrema cuando un hombretón gigantesco –que una placa del film identifica como Armando Quesada, teniente de las Fuerzas Armadas- le arrebata a Fuentes el micrófono para desmentirlo y se presenta: “Para quienes no me conozcan, yo soy el actual director de El caimán barbudo”. No deja de ser significativo que el responsable de la que había sido la revista insignia de la intelectualidad cubana fuera un militar desconocido para los escritores allí reunidos.
Entre las muchas invocaciones literarias que dispara el film de Pavel Giroud, se pueden citar tres. Una es la de Reynaldo Arenas, que estuvo en esa reunión y de quien el film cita un pasaje de su autobiografía, Antes que anochezca. Otra es Iván, el frustrado escritor cubano que imagina Leonardo Padura en su novela El hombre que amaba a los perros y que parece una consecuencia de esa noche terrible. Y el tercero es el inmenso escritor ruso Victor Serge (1890-1947), cuya obra giró obsesivamente alrededor del problema de la integridad del revolucionario y de las razones individuales que la razón de Estado desconoce. No por nada en El caso Padilla la voz de Fidel se escucha por sobre todos los techos de La Habana, mientras la cámara de Pavel Giroud los sobrevuela.
Como informa El caso Padilla, el escritor murió en el año 2000, a los 68 años, en Auburn, estado de Alabama, expulsado de Miami, donde los exiliados no le perdonaron su participación en un encuentro literario junto a escritores afines al gobierno cubano. Unos años antes, en el programa de televisión francés Apostrophes, dedicado a la actualidad literaria, le había dicho al entrevistador Bernard Pivot: “Es verdad que la derecha habló bien de mí” (y ahí está para probarlo un registro de archivo en el que Ronald Reagan celebra públicamente la defección de Padilla y su ingreso como refugiado político a los Estados Unidos). “Hasta que descubrieron que yo no estaba a la derecha. Y la izquierda a su vez vino a descubrir que yo tenía una actitud que no estaba a la izquierda. Siempre están las iglesias de la derecha y las iglesias de la izquierda. Y a mí no me gustan las iglesias”.
La palabra del director
por Pavel Giroud
La manera en que la filmación de la autocrítica de Heberto Padilla llegó a mis manos puede que merezca una película, pero esa no es esta.
Recuerdo que la primera vez que lo vi, en una vieja máquina de video que pedí prestada, tras un arranque lleno de suspense que me aferró a la butaca, me fui agotando. Apenas visualicé una hora de las más de tres de metraje. Aquel hombre histriónico al extremo, repitiendo una y otra vez las mismas frases que lo rebajaban como persona a lo mínimo, no me resultó demasiado atractivo. Con el tiempo entendí que el hecho de no haber leído ninguno de los poemas ni los otros textos escritos por Heberto Padilla previamente, jugaba en contra de mi percepción y capacidad para extraer de aquel discurso agobiante, lo verdaderamente importante. Esa ha sido mi misión: lograr que ese material, lleno de sutilezas y revelaciones ocultas entre un excesivo manantial de palabras perfectamente hilvanadas, fuera legible para todo el que no tenga referencia directa del caso. Ha sido duro.
El momento llegó aparejado a la pandemia del Covid. Muchos de mis proyectos profesionales se empantanaron y finalmente, después de muchos años, tenía tiempo, tiempo para hacer lo que me diera la gana. Tiempo que también ha coincidido con una nueva ola represora en mi país en contra de periodistas, escritores y artistas. Estos sucesos me empujaron a crear nexos entre aquel año 71, que fue el preámbulo del periodo de más represión cultural en mi país y estos tiempos, que ahora desde la distancia que me genera el hecho de vivir en Madrid, yo miro con el mismo dolor, pero desde otra perspectiva. Y entregué todas mis energías al Caso Padilla. Tenía que hacerlo.
Desde el inicio tuve claro una cosa y era “contar” la historia; no “reinventarla”. Por eso decidí trabajar únicamente con material de archivo. Tomé la determinación de no entrevistar a nadie hoy día, aunque sobraran testigos esparcidos por el mundo prestos a ello. La distancia en el tiempo hace que miremos atrás con una visión más sabia y procesada. Vemos muchos documentales en los que la gente sonríe cuando rememora casos que les infringieron dolor o viceversa. Hasta el propio Heberto Padilla escribió y comentó más de una vez, su propia versión del evento, probablemente sincera desde su punto de vista, pero que también se pudiera desvanecer o al menos ser cuestionada cuando uno ve aquel lamentable performance con sus propios ojos.
Han sido horas, horas y horas de desvelo rastreando materiales desde casa, pues estaba preso en ella a causa del virus por entonces mortal. Gracias a ello logré navegar hasta sitios en los que jamás me había colado como cibernauta, como la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, los archivos fílmicos de la URSS, o leer y escuchar agotadores discursos de Fidel Castro. Lo he escuchado más en dos años de trabajo, que en las cuatro décadas que conviví con su persistente presencia.
Estamos ante una película sostenida por un documento histórico que ha permanecido resguardado durante medio siglo en las arcas más inaccesibles de los archivos cubanos. Una revelación, que hará replantearse a más de uno su visión sobre la llamada Revolución cubana.