El atentado contra la vida de Cristina Fernández de Kirchner pone en cuestión los modos en que hemos transitado los acuerdos sociales más elementales y obliga a rediscutir los límites de la práctica política en democracia, en el mismo momento en que el país se prepara para conmemorar los 40 años del final de la última dictadura cívico militar. Qué hacer, cuando es la propia democracia la que se ve amenazada, es la pregunta que se repite en las múltiples conversaciones de las últimas semanas. Desde nuestros lugares en el sistema universitario y en el campo de la comunicación vemos la necesidad -también la urgencia- de realizar algunos aportes para repensar cómo nuestra sociedad recompone el debate público como espacio privilegiado para dirimir las diferencias y la conflictividad políticas, así como la responsabilidad -y el consecuente escrutinio social- que le compete a cada actor en ese proceso.
Toda discusión social se produce dentro de un marco determinado. En este contexto, y aún a riesgo de parecer ingenuos, resulta imperioso enfatizar que ese marco no puede ser otro que el de la coexistencia democrática. Es decir, si los debates se plantean desde la negación de las posiciones del otro o la otra, si apuntan a su supresión o incitan a la violencia en su contra, no disputan sentidos y proyectos de país, sino que desdibujan los propios límites de la democracia. Y eso es riesgoso para todas las fuerzas políticas, como para el conjunto de la sociedad civil. Quien crea que se mantiene al margen se equivoca. Mirar para otro lado o especular con la idea de que hay opción posible en la exclusión del otro abona a una escalada de violencia cuyo techo desconocemos, pero cuyas consecuencias para el pueblo son posibles de vislumbrar a la luz de la historia.
En principio, la diferencia, el conflicto de intereses y la adversidad son inherentes y constitutivos de lo social. Por lo tanto, más que un problema, son la condición ineludible de la democracia. De ahí que la capacidad de diálogo, el entendimiento y el acuerdo sean herramientas propias -no las únicas, desde ya- de la convivencia democrática. La política, y el conjunto de la sociedad, deben poder manejar ambos registros -confrontación y diálogo- trazando con claridad el límite del uso de la violencia y la exclusión como un recurso. Es por ello, que creemos más productivo el concepto de violencia política que el de discursos de odio para analizar el contexto que atravesamos.
En los últimos días asistimos a un intenso debate alrededor de los discursos de odio como el caldo de cultivo para la violencia social que expresó el intento de magnicidio. Creemos relevante, entonces, compartir algunas precisiones.
No quedan dudas ante el diagnóstico: asistimos a una discursividad social y política crecientemente violenta. Lo que es posible que sea dicho, y por tanto pensado, se corrió hasta límites inimaginables tiempo atrás. Hace poco más de diez años celebramos el Bicentenario de la Revolución de Mayo bajo la consigna “La Patria es el Otro”. Hoy asistimos a una discursividad que no tiene pudor en enunciar el deseo de exterminio del otro. Nada de esto es meramente casual y ni espontáneo. Por el contrario, poco a poco se fue instalando como la configuración discursiva que pretendió legitimar la regresividad de derechos desde fin de 2015 en adelante. Y que encuentra, en un momento de enormes dificultades socioeconómicas, un campo fértil para el crecimiento de expresiones de extrema derecha en sectores sociales que no sienten ser escuchados o representados por nadie.
Los discursos de odio tienen una definición muy precisa en los instrumentos internacionales de derechos humanos y así lo aplican los órganos de Naciones Unidas o del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Para no limitar indebidamente el debate democrático, exigen una serie de requisitos a cumplir que nos hablan de una acción que sea de apología de la guerra o de incitación a la comisión de actos de violencia, direccionada a grupos vulnerables, donde debe observarse especialmente al contexto de enunciación, el poder del orador, la intención de incitar a la violencia, el contenido y la forma, la extensión o alcance del discurso y la inminencia del ejercicio de la violencia. Estos requisitos permiten evitar usos abusivos de la figura de discursos de odio por parte de los poderes judiciales, como por ejemplo la criminalización de las expresiones populares en el marco de sus luchas.
En función del estatuto constitucional de los pactos internacionales, la legislación argentina ya cuenta con herramientas legales o jurídicas para la regulación de los discursos de odio. Podrían diseñarse otras complementarias que no apunten a la penalización de palabra pública.
No obstante, esto no resuelve el problema de la construcción de acuerdos sostenidos socialmente que permitan restituir los límites dentro de los cuales se dirime la diferencia y la conflictividad social. La idea de violencia política, con todas sus reverberaciones históricas que la enlazan con una larga secuencia de represión de las conquistas o luchas populares, nos resulta una idea más productiva. Esto es, una puerta de entrada más propicia para explicar el contexto en el cual se van corriendo los límites discursivos de lo enunciable, generando un nuevo sustrato simbólico que habilita, a su vez, nuevas acciones antes reprimidas. Que se haya naturalizado un ambiente discursivo violento como el marco en el que se discuten los proyectos de país en pugna, nos lleva a preguntarnos si esa es la forma que nuestra sociedad elige para saldar la disputa. Por allí podría empezar a surgir un debate superador.
Para ello, también es necesario comprender que gran parte de la sociedad aporta a ese clima, pero que no todos los actores tienen la misma responsabilidad, en tanto no todos tienen la misma presencia y peso en el debate público, ni el mismo lugar de enunciación, ni la capacidad de generar corrientes de opinión o de instalar agendas. Trazar esa distinción es fundamental para exigir mayor responsabilidad en la construcción de la vida democrática a quienes deben tenerla. Un dirigente político hablando en una mesa familiar no enuncia desde el mismo lugar que si lo hace en una red social o una institución del Estado. Los políticos, los comunicadores y toda persona con un rol institucional deben alejarse de la práctica tan extendida de pronunciarse como si fueran un ciudadano o una ciudadana de a pie. Recuperar la responsabilidad de la palabra como constructora de la realidad posible, asumir las responsabilidades diferenciales de cada lugar de enunciación, son condiciones sine qua non para revertir el estado de descomposición de la esfera pública.
Para reparar el pacto democrático dañado todas las actoras y los actores sociales tenemos un desafío. Será necesario abandonar simplificaciones que no acercan posiciones ni son pertinentes, tales como “los políticos”, “los medios”, “la Justicia”, todos espacios signados también por la diferencia y la conflictividad, para nombrar con precisión a cada actor y la responsabilidad que le compete.
Desde la comunicación mediática, será también imperioso alejarse de la falsa idea del periodismo y los medios como mero “reflejo de la realidad” y que lleva, por ende, a que no sean considerados actores políticos con responsabilidades. Buena parte de las y los editorialistas de las empresas periodísticas actúan políticamente, en general alineados con la empresa para la cual trabajan, y deben asumir la responsabilidad que les cabe en la construcción (o deterioro) del debate público. En otras palabras, se reclama una actitud más responsable en la relación con la información y con las audiencias. Un gran desafío, en este sentido, es discutir el abordaje de los discursos que circulan en el ecosistema digital y el eco mediático que se les otorga, frente a la evidente falta de responsabilidad total que impera en esos lugares de enunciación signados por el anonimato y cruzados por el modelo de negocios que desarrollan.
Volver a discutir la concentración mediática y de la palabra, y la necesidad de mayores niveles de pluralismo para robustecer el debate democrático, es otro imperativo urgente que debe volver a unir a la academia, sectores de la sociedad civil, de la política, de los sindicatos, las organizaciones y los movimientos. Existen múltiples aristas para abordar nuevamente esta deuda social, así como iniciativas concretas a las que el Estado puede dar cauce para avanzar en saldarla.
“Matar a Cristina” dejó ser una frase para ser una acción posible. De ahí en más, cualquier cosa parece habilitada. El límite traspasado es muy claro, aunque no sea ilógico en la escalada a la que asistimos. Nada puede permanecer indemne.
La vicepresidenta, en su reaparición pública, puso el foco en lo central. La discusión democrática que necesitamos recuperar no pasa estrictamente por lo regulatorio, sino por el enorme desafío cultural de reparar nuestro acuerdo social, con la democracia como marco incuestionable y la violencia como límite inaceptable. La pregunta sin duda es: ¿es posible con fuerzas políticas que no repudiaron el atentado, que sostienen que dialogarían con cualquiera menos con el kirchnerismo, que tuitean “ellos o nosotros”, que jugaron y juegan a la persecución judicial como mecanismo de disputa política? No lo sabemos. No obstante, tal vez la pregunta es otra: ¿hay alternativa?
No se nos escapan las referencias críticas a nuevas Moncloas, ni un sinfín de planteos que reniegan de moderaciones que siempre afincan del mismo lado. Sin embargo, lo que está en debate es el marco que sostiene la democracia en el final de su cuarta década. Generaciones enteras que no vivieron la violencia política como contexto ineludible hoy se ven atravesadas por la confusión y los nuevos riesgos que el atentado puso en escena, particularmente a las militancias. La ciudadanía en su conjunto, pero particularmente las clases populares, precisan enormes gestos de responsabilidad de todas y todos los actores en el rol que nos cabe. Es demasiado lo que está en juego.
* Diego de Charras es vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA; Larisa Kejval es directora de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA.