Antiguamente la gente navegaba en Internet. La exploración en la red de redes tenía un aire de aventura porque no se sabía qué se podía hallar al final de la sesión. El usuario entraba rumbo a algún sitio, y ese sitio lo arrimaba a otro, que a su vez lo invitaba a cambiar la dirección. Así, la hipertextualidad lo llevaba de un país a otro, y el internauta podía hallar, asombrosamente, algo que ninguna corporación había previsto ni imaginado. Para esta Internet abierta Netscape, un pionero navegador, tenía un timón como logo; el Safari, una brújula; el navegador Explorer y el Mozilla eran representados por imágenes que estilizaban el globo terráqueo. Había algo de viajero descubridor en todo usuario y los hackers eran llamados “piratas” informáticos.
Pronto las frecuentes navegaciones empezaron a cambiar las vidas de las personas y se hizo necesario registrar esas vidas en bitácoras. Los blogs respondieron a la necesidad de anclar en textos las nuevas visiones de Internet, de la vida cotidiana o de un tema específico, con enlaces que enviaban hacia afuera, y compartirlos en comunidad. Pero también es cierto que desde más antiguo todavía, una estrategia de guerra consiste en penetrar a las poblaciones con caballos de Troya. Las corporaciones de Silicon Valley suelen enviarnos sus sorpresas en el caballo de Troya de la “democratización” de las comunicaciones. Por esto, entonces se decía que los blogs harían de cada usuario un escritor, un periodista, un investigador, un especialista; lamentablemente, una promesa cumplida.
Llegó la primera red social de uso masivo y se convirtió en el non plus ultra de la navegación. Facebook inició un proceso de clausura del espacio público, de cierre del mar abierto. A cambio puso a cada marino a postear imágenes de sí mismo, a veces haciendo trompita; o a postear algo suyo, secreto y favorito; o su esperado telegrama sobre el Bien y el Mal. Pero como este movimiento fue en favor de la democratización, llevó al ex marino a que sus fotos y textos fueran sometidos al escrutinio de los pulgares (los políticos se someten al voto cada dos años, nosotros todos los días). También, hay que ser justos con Facebook, su plataforma permite postear enlaces que envíen a sitios externos, pero es sabido que cliquear la nota y dirigirse afuera interrumpe el deslizamiento hipnótico entre imágenes y textos, interrumpe también la posibilidad de participar activamente en el continuado escrutinio. Salir de la red social es boicotear la democracia. Ya desde entonces, como ahora, el progresivo encierro fue la norma y navegar se convirtió en deslizarse bobamente en una pecera corporativa. Sería apocalíptico decir que Twitter es lo mismo, que es una pecera, siendo como es, una jaula llena de pájaros rabiosos que compiten agresivamente por unos pocos caracteres en el time line.
Instagram vino a proponernos un sueño: que la Historia, que antes se medía en siglos, durara quince segundos de bolsillo y nosotros fuéramos sus protagonistas. A cambio puso una gran cadena de corazones a las flotas de navegación abierta (en cada perfil es posible tener un solo enlace hacia afuera). La embestida de Silicon Valley contra la democracia y la vida pública no radica sólo en la facilidad que ofrecen sus redes para la viralización de noticias falsas, sino en formatear un tipo de experiencia comunicativa basada en la narcosis narcisista. En el encierro de la pecera, deslizándose hipnóticamente, cada usuario se encuentra siempre, al fin y al cabo, con lo previsto: su propio rostro más o menos megusteado.
El orden de los corazones digitales establece encierro y sujeción narcisista. El barco de navegación fue reemplazado por un tren quieto, atascado en un algún sitio oscuro, y en cuyo interior sólo circulan las ventanillas. En cada ventanilla, la selfie de uno de los pasajeros. Así es la vida pública, democrática y con el otro, en esta época de infernal agitación inmóvil.
* Docente UBA-UNQ