Ya pasó. Y no es lo mismo.
Cuando Juan José Torrez abrazó a su madre, sintió que se le comenzaba a pasar el frío.
Ella, su madre, miraba por la ventanilla del micro que los llevaba de vuelta a La Paz, pensando aquello que había aprendido a pensar en situaciones como esta: “ya pasó…”.
Ciento un días era mucho tiempo.
Viéndolo a él, un hombre de 32 años, abrazado a su madre, tan pequeña, daba para imaginar que estaría repasando en su memoria los ciento un días. Nada más lejos de la realidad: el solo la abrazaba y sentía la mano tibia y áspera de ella acariciando la suya como al descuido, lo que tampoco era cierto, porque ella había mantenido las manos bajo su mantón para que no se le enfriaran mientras lo esperaba en el paso fronterizo de Pisiga, Oruro, a 3.695 metros sobre el nivel del mar, donde solo hay, en medio del páramo, unas oficinas, un pueblo remoto, un frio de agujas, y una reja blanca que marca el ingreso a Chile. Norah Gonzales había visto a las ocho de la mañana, pasar por ahí la camioneta de la policía de investigaciones de Chile, que devolvía a territorio boliviano a su hijo Juan José, junto con los otros ocho compañeros. Los habían tratado como delincuentes y ella lo sabía. Y sabía que era injusto. Volvió a pensar; “ya pasó…”.
El 19 de marzo, nueve camiones con contrabando ingresaban a Bolivia desde Chile. Nueve bolivianos (dos militares y 7 funcionarios de aduanas) paran los camiones y piden la documentación de la carga. La respuesta fue inmediata: de atrás de los camiones salieron carabineros chilenos apuntando a los bolivianos con sus armas. Los pusieron en el piso, dispararon las armas y se los llevaron detenidos con el pretendido cargo de contrabando, intento de robo y portación de armas prohibidas en Chile. Los camiones habían desaparecido.
Todo ocurrió en territorio boliviano, en el Salar de Coipasa, una extensa e incontrolable línea fronteriza que atraviesa la Cordillera de los Andes.
De allí los bolivianos fueron llevados a la cárcel de Alto Hospicio, y el gobierno boliviano, enterado de los hechos, habla de “secuestro”. Comienzan las consultas y los tramites. Ya pasó antes que algún chileno pasó los mojones y fue devuelto a Chile sin más trámite que la firma de algún documento y viceversa. Pero eso fue antes de que el gobierno de Evo Morales demandara con éxito a Chile ante la Haya por una salida al mar.
Fueron días de reclamos que llegaron incluso a una carta enviada al Papa para que interceda, especialmente después que el canciller chileno Heraldo Muñoz, impusiera la obligatoriedad de una visa especial para que las autoridades bolivianas ingresaran a Chile, y que dicha visa le fuera negada, entre otros, a Gabriela Montaño y a José Alberto Gonzales, presidentes de las cámaras de diputados y senadores, y al mismo Reymi Gonzales, Ministro de defensa de Bolivia, cuya única finalidad era averiguar el estado de los nueve bolivianos.
Cuentan los nueve, que la comida era escasa, el maltrato permanente, el frío, mucho y las mantas, ninguna. Ante eso los familiares viajaron a Chile, donde según relatan, fueron humillados, obligados a desvestirse y maltratados por los carabineros.
El diputado chileno del Partido Comunista, Hugo Gutierrez, fue taxativo: “nosotros aquí en Iquique, necesitamos la integración. Puede ser que Santiago (de Chile) no la necesite. Pero nosotros sí. Estamos a miles de kilómetros de Santiago, y a unos pocos kilómetros de Bolivia. ¿Dónde están los camiones? ¿Desaparecieron? Al meter presos a los que combaten el delito y dejar libres a los contrabandistas, solo ayudamos a que se sigan cometiendo delitos en la frontera”.
En el día 80 de su detención, la oposición boliviana comenzó a encontrar “argumentos” a favor de Chile con el fin de pegarle a Evo Morales. Pero esas miserias no tienen lugar en estas líneas.
El gobierno de Chile dirimió la cuestión con una condena que consiste en 50.000 dólares de multa, y expulsión de los 9 bolivianos en el paso de frontera más próximo. Como a delincuentes. Pero Nora Gonzales sabe que no es cierto. Y José Torrez se durmió un rato, abrazándola.
El micro que los trae desde Pisiga a La Paz, donde los espera Evo Morales, está por entrar a El Alto, y José abre los ojos y ahora sí recuerda. Tuvo miedo. Por él y por sus compañeros. Nunca le habían martillado un arma en la cara y menos entre tantos.
Recuerda los gritos cuando el carabinero lo tiró al suelo junto con los otros ocho, y sintió la tierra entrando en su boca y solo pensó “este carajo ahorita me mata”. Y sintió los dos disparos tan cerca que le quedó el silbido finito en el oído. Fue un segundo antes de que le estrellaran la culata contra la cabeza. No se quejó. Solo cerró los ojos y encogió los hombros por el dolor. Pero no se quejó. Y recuerda que de esa nada geográfica tan parecida a una foto que había visto de la luna, se los llevaron presos por intentar frenar el contrabando.
De la cárcel de Alto Hospicio, otro lugar en medio del desierto chileno, los llevaron encadenados de pies y manos a declarar. Y los condenaron por todos los delitos que intentaban impedir.
El gobierno boliviano pagó la multa y los fue a buscar a Pisiga.
Ya están en Bolivia, y muy probablemente José esté pensando, aliviado y en su cama, la frase de Norah, “ya pasó…”. Y no es lo mismo que piensa Evo Morales.