Desde San Sebastián
Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada se titula ese libro olvidado que aparece en una biblioteca popular de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires y que contiene un secreto que va más allá de sus páginas. Escondidos entre los pliegues del libro de la escritora rusa Alexandra Kolontai (nacida en el seno de una familia aristócrata, pero que fue parte activa en los movimientos revolucionarios que desembocaron en la revolución de Octubre) una bióloga porteña de hoy encuentra el primero de una serie de mensajes eróticos que una maestra de esa recatada ciudad rural se intercambiaba con su amante, varias décadas atrás. Ese hallazgo es el primer motor de Trenque Lauquen, cuarto largometraje como directora de la argentina Laura Citarella (Ostende, La mujer de los perros, Las poetas visitan a Juana Bignozzi), que se interna en varias aventuras y misterios simultáneos, muy a la manera de esos jardines con senderos que se bifurcan que identifican a las producciones de El Pampero Cine.
Estrenada primero en la Mostra de Venecia y ahora en la sección competitiva Zabaltegi del Festival de San Sebastián, Trenque Lauquen dura cuatro horas divididas en dos partes que conforman un único viaje alrededor de unos pocos kilómetros a la redonda (los campos y localidades alrededor de la ciudad que le da el título al film), pero que avanza y retrocede en el tiempo con la bella, serena fluidez de un arroyo rural. La bióloga se llama Laura (extraordinaria Laura Paredes) y se entusiasma tanto con ese hallazgo que la consume hasta hacerla desaparecer en medio de ese horizonte llano, donde todo parecería estar a la vista. La buscan juntos los dos hombres que la aman: su novio (Rafael Spregelburd), un desconcertado académico porteño con el que estaba por formar una pareja, y un amante tácito, pudoroso (Ezequiel Pierri), empleado de la municipalidad local, que se entusiasmó tanto con la investigación de Laura que terminó enamorándose de ella.
Un poco como ya sucedía en Historias extraordinarias (2008), de Mariano Llinás, una historia lleva a la otra y cada nueva carta que Laura y Ezequiel van encontrando abre un abanico casi infinito de posibilidades, una suerte de laberinto epistolar que recuerda a esos grabados de Escher en los que las escaleras suben, bajan y se cruzan siempre en el mismo lugar: un espacio paradójico que puede contener varias dimensiones simultáneas, a cuál más hipnótica.
En el comienzo de Godland –otra película que enriquece la competencia de Zabaltegi- también hay un hallazgo, en este caso del director islandés Hlynur Pálmason, que tropezó con siete daguerrotipos considerados las primeras fotografías hechas en su país, a fines del siglo XIX, por un pastor danés luterano. A partir de esas placas, Pálmason imagina toda la historia de su magnífica película: el viaje de ese joven sacerdote danés, que es enviado por las autoridades de su iglesia a predicar la fe en una tierra indómita y casi desierta; la hostilidad de sus interlocutores locales, que no sólo no hablan su idioma sino que tampoco quieren aprenderlo (Islandia era por entonces una colonia danesa); la aventura en sí misma que significaba atravesar esa isla plena de montañas inaccesibles, abismos insondable y volcanes en erupción, una tierra que pareciera todavía no ha terminado de formarse.
Es notable el modo en el que Pálmason –contra la tarjeta postal al uso- utiliza el paisaje en función dramática, aprovechando todas las fuerzas de la naturaleza, que no sólo van deslumbrando y a la vez oponiéndose a la misión del sacerdote sino también haciéndole modificar el motivo original de su viaje, sin que él mismo siquiera pueda darse cuenta, como si hubiera perdido algo más que su compás moral, sino también la razón, un poco a la manera en que le sucedía al protagonista de Aguirre, la ira de Dios (1972), el famoso film de Werner Herzog. Hay una grandeza en Godland que no es solamente la de sus locaciones o la de su personaje (cuyas obsesiones es dable imaginar que podrían ser también del interés de Martin Scorsese). Es la magnificencia de un film de esos cada vez más infrecuentes, que todavía hablan el lenguaje del cine pensado para la pantalla grande, la sala oscura, y no para el brillo fatuo de un televisor.
Más prosaica y convencional, La montagne, la película del realizador francés Thomas Salvador, es sin embargo otro valioso aporte de Zabaltegi –que en vasco o euskera quiere decir “zona libre- a la idea de aventura, de adentrarse en lo desconocido, de ir más allá de los propios límites. Un ingeniero parisino (interpretado por el propio realizador), dedicado a la promoción de productos robóticos, llega a una ciudad de la región alpina y recibe una suerte de “llamado” de la montaña. Primero se distrae de su labor específica cuando ve el imponente “Diente del gigante” del macizo alpino, luego le dice a sus colegas que se va a quedar un día más para conocer el lugar, más tarde miente una enfermedad que no tiene y antes de que él mismo tome consciencia ya está caminando por las paredes del glaciar y escalando una montaña que lo atrae con la fuerza de un imán.
El silencio, la soledad, la inmensidad del paisaje van produciendo en el protagonista cambios que lo llevan no sólo a aventurarse en regiones cada vez más inaccesibles. También comienza a percibir unas extrañas luces en lo más recóndito de la montaña y que comenzará a perseguir como un poseso, hasta que él mismo –en un giro fantástico que no conviene revelar- se funde con esa fuerza mineral, que parece contener en sí misma los cuatro elementos de la naturaleza: agua, aire, tierra y fuego. La ayuda de una mujer de la región, que deriva en un improbable interés romántico, distrae de lo esencial del film, que sin embargo tiene la elocuencia suficiente como para hacerle sentir al espectador también es parte de ese viaje a lo desconocido.