El gran negocio del momento es el odio, el otro es el miedo. Es difícil discernir cual es la causa y cual el efecto. Si el odio genera miedo o el miedo genera odio. Lo único que sabemos es que la violencia se alimenta de ambos. No podemos ignorar que nuestra vida funciona sumida en diferentes banalizaciones de la violencia. Esa zona gris en la que se extingue todo residuo de piedad hacia el otro, y donde la figura humana deja de conmover.
Toda “normalidad” se puede convertir en una máquina inquietante de banalizar la violencia. Toda vez que transigimos con la violencia la banalizamos, y nos sumergimos en una realidad de crueldad vulgarizada. “Al día siguiente pusieron un feriado. Una vez más nos hicieron entender que no les importa la vida de la gente, de esa gente que le cuesta llegar a fin de mes”, expresaba Mauricio Macri después del atentado a la vicepresidenta. Cabría pensar que cuanto más banal es un individuo más banaliza la violencia. El combate contra la violencia, que en teoría podría explicar la defensa de la libertad, consiste en evitar el sufrimiento de los demás, no alimentarlo; en desmontar su pulsión, no elevarla a sospecha; en denostarla, no en subliminarla. Como vemos, no es necesario irse hasta Francisco Franco para observar una cierta institucionalización de la violencia. Ese individuo banal, irremediablemente normal, que firmaba torturas y penas de muerte mientras tomaba el café de sobremesa con su señora y sus ministros. Cosas de loquitos.
El siniestro vodevil de los últimos minutos del partido entre Platense y Racing es un ejemplo de ello. Cuando más rico y profundo es el conocimiento parece que se vuelve más contumaz la ignorancia, y mayor el efecto reactivo del oscurantismo. Resulta curioso observar como el arquero, Gabriel Arias, decidió dirigirse al término del partido, a una parte de los hinchas de Platense. Escenificó un gesto obsceno, explicativo de la cultura del macho desmesurado. No se decidió por un corte de mangas, ni por un insulto descalificador. No. Transformó su dedo índice en un falo “gigante” decidido a desgarrar el trasero de toda la tribuna del calamar. Intentaba herir el orgullo de sus congéneres, normalizando un gesto violento, de carácter sexual, en un universo como el fútbol donde la condición identitaria todavía no ha traspasado los límites del Neolítico. Ese dedo inquisitivo resultó ser el símbolo del macho inadaptado, que degrada.
El esperpento llegó a su clímax de parodia cuando los jugadores de Platense intentaron agredir al guardameta en un intento por recuperar el “honor” de una hombría humillada y puesta en entredicho. Fue entonces cuando se multiplicaron los machos al cuadrado. Da la impresión que tanta testosterona suelta nubló el sentido común; el menos común de los sentidos. El disparate tomó tintes de película porno, pero sin que nadie saliera del armario.
De gestos como este se han alimentado las sociedades violentas, excluyentes y patriarcales. Toda una “performance” sostenida en una hombría de “pene largo”, de machos alfas, de una violencia desaforada y banal.
Gabriel Arias deberá esperar la sanción deportiva que le aplicará el Tribunal de Disciplina de la AFA. Reconoció que perdió la compostura ante los insistentes insultos homófobos. Resulta curiosa su exculpación, ya que su dedo ilustre se comportó en una puesta en escena de descarada homofobia militante. Al final reconoció que se había equivocado: “nunca la violencia es la solución frente a la violencia”, declaró. Algo que Macri, debería saber.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979.