En su primer discurso público luego del atentado, Cristina Fernández de Kirchner hizo una referencia a la economía, mencionando que era un ámbito donde se insultaba para no discutir. Y es cierto que en los últimos años se han visto cómo ciertos personajes que recorrieron pantallas de televisión tuvieron libertad de decir cualquier cosa e incluso increpar a sus colegas cuando éstos planteaban argumentos irrebatibles.

Los exabruptos económicos son parte de una cultura reaccionaria que se manifiesta frente al progresismo, con discursos que caracterizan al Estado como "enemigo de la humanidad" y a los políticos como unos "chorros que instalaron el socialismo en Argentina". La solución a todos los problemas es simple y siempre la misma: reducir el peso del Estado en la economía, habitual ajuste que es sinónimo de hambre y de represión.

Si bien esa economía del odio tiene ramificaciones con el neoliberalismo más clásico, su función es distinta de la que se escuchaba en los años noventa. En ese tiempo no se podía pensar distinto, era imposible que un economista no hablara de ajuste. Sin pretender realizar una sociología de esos espacios audiovisuales, desde los monólogos de Bernardo Neustadt o Mariano Grondona, que coronaban sus programas de debate entre políticos con la opinión "objetiva" del economista a fines de los años ochenta, hasta esta parte donde el "minuto a minuto" obliga a las producciones a buscar el enfrentamiento golpe por golpe y la dinámica del show implica cerrar un argumento en oraciones de 10 segundos, un rasgo de continuidad es el papel predominante de los economistas, cuya sobreexposición los lleva a ser vedettes, potenciando su autoridad como voz especializada.

Discurso dominante

Ahí aparece tal vez una de las claves del asunto: la repetición de conceptos por parte de todos los economistas de la televisión (como por ejemplo, "la emisión trae inflación") a partir del cual se crea un consenso en la audiencia, que se mimetiza y repite lo que los especialistas dicen, sin tener en cuenta que ese discurso va en contra de sus intereses como trabajadores o empresarios. 

En función de lo anterior, se podría diferenciar lo subjetivo y lo objetivo, lo que pensamos que nos pasa con lo que efectivamente nos pasa. Para esto se debería poder diferenciar entre "economía cultural" y "economía material", siendo la primera la que responde a la pregunta “¿Cómo piensa que le va en lo económico?" y la segunda, relacionada a "¿cómo le va realmente en lo económico?".

La "economía cultural", construida en los set de televisión, con autonomía de lo que ocurre en la academia, genera un consenso alrededor de un programa reaccionario y también fomenta un analfabetismo económico, que no es más que la expresión de la distancia entre discurso y realidad, de la contradicción entre el discurso económico que repite el ciudadano y sus propios intereses.

Ese expandido analfabetismo económico en parte de la población, que afirma que "de economía no tiene ni idea", es algo paradójico en un sistema social en el cual es central el cálculo de costo y beneficio, de ingreso y de egreso, para cualquier emprendimiento o la economía de todo hogar. Esta cuestión solo puede dejar en claro el carácter ideológico de la teoría económica ortodoxa, su falsedad e inutilidad para ser aplicado a la realidad, pero además el papel cultural que tiene en la sociedad. 

Este papel consiste en presentarse como única teoría y se sustenta sobre un esquema de poder académico que le permite multiplicar cuadros técnicos en las universidades a través de planes de estudios neoclásicos. Los estudiantes de economía se convencen de que el Estado es nocivo, un pensamiento muy expandido en las mismas universidades públicas donde pueden estudiar los más desfavorecidos.

Intereses

Pero a la vez, este analfabetismo económico es también el síntoma de que algo no está funcionando en el circuito hegemónico, es el emergente de la contradicción entre los intereses de los actores de la economía y la mimetización con un discurso económico que solo favorece a unos pocos

La fusión entre la heterodoxia y el kirchnerismo supo ocupar ese lugar vacante, explicando lo que parecía inexplicable y dando respuestas políticas a los problemas de los ciudadanos, en un marco de un mejor entendimiento de la economía, de democratización de los conceptos y de elevación del nivel de discusión económica. No es raro que un economista se encuentre sorprendido con el nivel de conocimiento en la materia que tienen periodistas y políticos. También se han multiplicado los puentes entre la profesión y el periodismo.

La particularidad del caso argentino en los últimos años del gobierno de Cristina Kirchner fue la autonomía que tomó la "economía cultural" respecto de la "economía material", una autonomía que volvieron las discusiones económicas en los medios audiovisuales totalmente absurdas. 

Fueron tomando de a poco valor mediático algunos datos con escaso rigor metodológico proveídos por consultoras que no tenían equipo para generarlos. En ese ambiente, el papel del periodista y de la producción se tornó esencial, dando por sentados datos discutibles sobre los cuales sustentaban sus preguntas, permitiéndole guardar en apariencia su "independencia" de criterio. Pero más allá del rating, la economía cultural se mantiene porque tiene efectos reales en la política.

"Economía cultural"

Así es como en 2015 se creó una "crisis" económica sobre la cual se instaló la idea de "herencia", la primera crisis de la historia con un crecimiento anual de 2,4 por ciento. La literatura del PRO la tuvo que caratular como "crisis asintomática", porque no tuvo efectos nocivos sobre los actores de la economía. La victoria en la batalla cultural y particularmente en la discusión económica le permitió al gobierno de Mauricio Macri justificar la tercera ola neoliberal, que solo podía instituirse con una gran crisis económica, como las fueron las del rodrigazo o la hiperinflación.

No obstante, esa distancia entre la economía cultural y la economía material fue evolucionando muy rápidamente en contra del gobierno. De los oídos sordos de la población al "hay que dejarles tiempo" en abril 2016, hasta el "son todos lo mismo" del 2019. Las principales voces críticas que se escucharon entonces en la televisión fueron los libertarios, que empezaron a correr al macrismo por derecha e insultando a cualquiera que no se acople a sus lemas. 

La creación televisiva de estas nuevas estrellas económicas les dio un lugar que nunca hubiesen soñado, como lo demuestran los resultados electorales del 2021. Y como la tele convence a los profanos, varios de esos consultores empezaron a hacer negocios dudosos, como fomentar inversiones en esquemas piramidales de estilo Ponzi, estafas que se generalizan aprovechando la moda de las criptomonedas.

Esa economía del odio, hoy hermanada con el neoliberalismo clásico en su crítica al gobierno actual, tiene un sentido que va más allá de la propia discusión económica y política: es el abandono de las reglas democráticas de discusión en función de las necesidades televisivas, creando un caldo de cultivo de consecuencias imprevisibles. 

La economía cultural agresiva como la que observa en los últimos tiempos, desenfrenada y sin límites, sigue teniendo efectos sobre la realidad que superan a los resultados electorales. En ese sentido, la deformación que genera la televisión no es solo con los conceptos económicos, sino que también se da en el ámbito jurídico, en el cual las condenas pueden estar influenciadas por el tratamiento informativo que tiene el caso.

Como decía el recién fallecido cineasta Jean-Luc Godard, la televisión es el lugar donde la imagen es más importante que la palabra. Por ello, a la palabra conviene buscarla en otro lado: en la prensa escrita o la radio. Esos ámbitos son los lugares donde se deben articular las palabras para darle forma a las ideas y desarrollar los debates necesarios en la situación actual del país. 

*Coordinador del departamento de economía política del CCC