Armar una voz siempre es complicado. Y la afirmación va más allá de las circunstancias naturales, que ya de por sí obligan a la modificación, casi al desconocimiento de nosotros mismos: cualquiera que haya atravesado los siempre tumultuosos caminos de la adolescencia sabe de qué se trata esta cuestión. Pero, ya en el terreno del artificio, la construcción de una voz se complica más. La poesía es el arte de armar, de imponerle al mundo una voz nueva, que contenga la naturaleza al mismo tiempo que muestre sus límites. Lo cual puede leerse como una prolongación de la naturaleza en la voz poética en tanto aquello que sigue su misma lógica (anárquica, exuberante, descuidada, bella) o, muy por el contrario, se puede interpretar como la distinción con toda la fuerza de un artefacto, de una máquina, entre algo inventado y lo natural. De ahí las constantes disputas entre diferentes escuelas poéticas: siempre, el movimiento anterior resulta más artificial y menos pegado a las posibilidades naturales del discurso poético, posibilidades que la nueva y joven escuela restituye. Eso mismo puede rastrearse, para dar un ejemplo local, en la disputa armada a finales de los 80 entre los poetas neobarrocos y los objetivistas. Los primeros, defensores del artificio, aunque difusos, experimentales, desproporcionados, lo cual se comprueba leyendo cualquier poema de Osvaldo Lamborghini o de Néstor Perlongher. Los segundos, promulgadores de una estética de lo conciso, de lo no dicho como aquello que le da fuerza a las palabras que leemos, de lo implícito: de ahí la poesía que va de Daniel García Helder a Fabián Casas, pasando por todos los autores de la revista 18 Whiskys. Quizás, habría que rastrear en esta contienda el por qué de la aparición de la poesía del peruano Luis Hernández (1941-1977) en nuestro ámbito local, armando un arco que va de la publicación de algunos poemas por parte de García Helder en el número 18 de Diario de poesía a la aparición de una deslumbrante edición por parte del sello Nebliplateada, con dirección de María Gómez, de Vox horrísona, libro que reúne el material publicado en vida y gran parte de los famosos cuadernos que constituyen el grueso más vital que espectral de su obra.

Luis Hernández es uno de esos escritores cuya vida le compite a lo escrito, rasgo que los poetas de más peso (y erróneamente llamados “malditos”) parecen cargar en sus espaldas, de Arthur Rimbaud a Alejandra Pizarnik, de Ezra Pound a Vicente Luy. Nacido en Lima en 1941, se formó como médico sin dejar nunca de interesarse a fondo por la música y los idiomas. Podía hablar francés, inglés, alemán, algo que se nota en muchos de sus trabajos, donde la música o un músico parecen ser protagonistas y en donde, también, las diferentes lenguas pueden hacerse presentes rapsódicamente, esto es, combinándose según el gusto expresivo de la voz de Hernández. Pertenece, por una cuestión epocal, aunque también de estilo, a la llamada “Generación del 60” peruana, que tiene figuras de tanta importancia como Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza. Autores que, como Hernández, buscaron una poesía un tanto más concreta y cercana, llena de referencias literarias, pero también de humor y hasta de distancia irónica o sarcástica con sus temas. Se puede poner en serie un poema de asunto político y estilo bufonesco como “Karl Marx. Died 1883. Aged 65” de Cisneros con “Los huesos de mi padre” de Hinostroza (produciendo esa risa que hiela el espíritu cuando se piensa en lo que el texto está diciendo) y uno de Hernández que marca historia, política y estética en cuatro versos: “Napoleón se enorgullecía / de dormir solo cuatro horas. / Quizás por ello fuera / tan imbécil”. Esa misma Generación del 60, contemporánea al Boom, fue la que fijó su mirada casi de manera orgánica en Cuba, en lo que la revolución en Latinoamérica implicaba, continuando a su modo el llamado que deposita en la poesía del país andino los versos finales de “España, aparte de mí este cáliz” de César Vallejo, donde el nombre del territorio ibérico sintetiza la búsqueda de una utopía hecha realidad: “si España cae –digo, es un decir– / salid niños del mundo; id a buscarla”. Política y literatura son las herramientas para encontrar ese paraíso perdido parecen señalar, con sus diferencias, los tres.

Entre tantas, una de las características más relevantes de gran parte de la poesía reunida en Vox horrísona consiste en las fuentes de las cuales se extrajo esta colección. Hernández publicó en vida tres libros, Orilla (1961), Charlie Melnik (1962) y Las constelaciones (1965). Luego, el resto de su trabajo se encuentra repartido en cuadernos que el poeta fue escribiendo, dibujando, decorando y regalando a amigos y a conocidos (o desconocidos) que se iba encontrando en su camino. De allí que el armado del libro haya tenido tantas complicaciones. Nicolás Yerovi, responsable de la primera edición del libro en 1978, amigo de Hernández, tuvo que encargarse de sacar la obra con el título pensado por el propio poeta sin el poeta: en 1977, Hernández moriría en un extraño incidente en las vías de la estación de Santos Lugares del tren San Martín, en el partido de Tres de Febrero, Buenos Aires. Estación que no queda lejos de la casa de Ernesto Sábato, y en donde casi 20 años después se suicidaría el periodista Fabián “Polo” Polosecki: sin dudas, un punto geográfico signado por la tensión entre la pena existencial y la realidad (o el realismo periodístico) de la calle. Pero, más allá de las casualidades, Hernández estaba en nuestro país tratándose por esos años de una enfermedad mental producida por el consumo de ansiolíticos, por lo que su muerte ha sido discutida como fruto de un suicidio, de un accidente o hasta de un acto llevado adelante por fuerzas vinculadas a la última dictadura. Las hipótesis son varias y lo único cierto es que el poeta no vería la salida del libro que organizaba toda su obra desperdigada en cuadernos y que bautizó estando vivo con el título de Vox horrísona. Al momento de su deceso tenía 35 años.

“Con sus dos publicaciones iniciales y, sobre todo, con su poemario Las constelaciones, esta escritura se vuelve identificable en el concierto de esa generación por su plena inscripción en el registro denominado ‘británico modo’ (Eliot, Pound fundamentalmente) a través del cual incorpora elementos de corte coloquial y conversacional de la jerga limeña, incorporaciones que se volverían moneda corriente a partir de la década posterior”, señala el poeta y especialista Paolo de Lima acerca de Hernández. “La actualidad de su poesía tiene mucho que ver con su formalismo lúdico para encarar los temas universales de la literatura: el amor, la soledad, la muerte, la vida en general. Desde Orilla y Charlie Melnik, Hernández ya había dado sobradas muestras del eximio dominio en el manejo del verso y la musicalidad en el tratamiento del lenguaje literario. A esto hay que sumar su poesía diseminada en cuadernos de escritura privada, caligráfica, con lápices y plumones de colores brillantes y luminosos, regada cual happenings de generosidad a múltiples manos amigas, y que hoy circulan facsimilarmente a través de la web en una colección especial de la Pontificia Universidad Católica de Lima. En ese sentido, la poesía de Luis Hernández cumple con acercarse al lector de manera directa y personal desde un formato tierno y lúcido. Su lenguaje, por lo demás (que inserta expresiones del latín, griego, inglés), dialoga intertextualmente con elementos de la cultura clásica y popular (música, literatura, cine, etc.), lo que lo sitúa en una sensibilidad posmoderna, desde una espacialidad que, si bien se encuadra en los barrios, parques, jardines y playas tradicionales de Lima, resulta universal en su honda, nerviosa e intransferible expresividad”.

Foto: Luisina García Cattáneo

Pero, ¿qué temas encontramos en estas “iluminaciones profanas”? Hay algo en los poemas del libro que implican un movimiento musical, nietzscheano: más allá de las referencias al filósofo, la idea de un “eterno retorno de lo mismo” se dejan ver en las figuras que funcionan como seudónimos de Hernández (Billy the Kid, por ejemplo) o en los títulos que se repiten de cuaderno a cuaderno (“Chanson d’amour” es el título de varios poemas). O también en los versos: por ejemplo, el constante reclamo a pensar en la primavera ida, en las flores que regresan como símbolo de la plenitud y de la posibilidad de una belleza pura, lo cual se compara con la música como arte máximo. En ese sentido, Hernández es un tardorromántico, como Wagner o Schopenhauer, esto es, alguien que está buscando en la música una obra de arte total que pueda reunir tantas inquietudes. Por eso, el juego con los cuadernos y, también, la fuerte presencia de músicos que hasta son protagonistas de novelas inventadas, novelas que no son novelas, estrictamente: cuadernos manuscritos que llevan como título “La novela de la isla” o “Una impecable soledad (roman kitsch)”, en un ejercicio de autoconsciencia y distancia irónica con respecto a las posibilidades de la forma. ¿Cómo armar una “novela” (“roman”) que sea kitsch? Contando la historia de un músico con nombre de poeta romántico en un texto que va de la prosa poética al verso libre, pero que no es prosa en un sentido tradicional, recuperando ejecuciones fantasmales que sólo llevan al poema a pensar en los límites del arte. Y todo eso en un cuaderno que alguna vez le regaló a alguien porque sí.

 

 

 

 Vox horrísona, con prólogo de Fabián Casas y basándose en la edición peruana del texto, es una obra fundamental para entender la trascendencia de los poemas de Luis Hernández: no sólo es el resultado de toda una vida de escritura, sino que también es un punto de partida para rastrear ese algo más de su obra que no está en las páginas. Que tampoco está en los cuadernos, que al día de hoy siguen siendo un conjunto abierto que no se sabe cuándo se cerrará (siempre existe la posibilidad de que algún desconocido se haya quedado con uno que no aparece en el libro). Sino que reside en esa idea acerca de la poesía como algo que sirve para curar el dolor del mundo, de la existencia, algo que dice o está implícito en cada trabajo, por más risueño o celebratorio que sea. En esa idea de la poesía como una forma artificial de volver a recuperar el canto humano, que es canto natural. La voz discordante de esa belleza que sigue cantando en las personas, aún ensimismadas en lo cotidiano, aún presas de la vagancia reflexiva hacia la que empuja la costumbre. Una voz que todavía está encontrándose, construyéndose, más allá de cualquiera de los nombres de la muerte.