El tono general que sobrevuela los 166 minutos de Rubia se instala con fuerza durante los primeros 15 o 20. Durante ese prólogo a todo color, Norma Jeane, una niña californiana de unos diez años, recorre en automóvil junto a su madre unas cuadras llenas de caos y fuego. Un incendio de envergadura ilumina el cartel de Hollywoodland allá arriba (son los años 30, el “land” caería en desuso más tarde), pero el auto va en la dirección menos pensada: hacia la boca del lobo. La policía detiene el coche y lo hace dar media vuelta, pero la locura ya está instalada. De vuelta en casa, la hija no logra (no puede ni debería) comprender el comportamiento de su madre, cuyos impulsos de amor-odio llegan al punto de la asfixia. Literal, por ahogamiento. Faltan todavía algunos años para que la nena cambie su nombre por el más rimbombante nom de plume Marilyn Monroe, pero el realizador Andrew Dominik define en esas primeras escenas uno de los puntos centrales de su particularísima versión de la vida de la célebre estrella del cine, una de las más explosivas de los años 50: el vínculo de la protagonista con su madre, por un lado, y con un padre taxativamente ausente por el otro. La polémica se instaló varios meses antes del estreno mundial del largometraje en el Festival de Venecia, una de las escasas presentaciones en salas de cine antes de su lanzamiento en Netflix, este miércoles 28. A esa polémica necia basada en supuestos y prejuicios (ninguna de esas voces enojadas había visto el film) se le suman ahora miradas contrapuestas sobre diversos aspectos del personaje y la manera en la cual se cuenta la historia. Una cuestión de enorme relevancia debe dejarse en claro desde el vamos, sin rodeos: Rubia no es una biopic en el sentido usual de la palabra. Además de estar basada en la novela de Joyce Carol Oates del mismo título –que a todas luces inventaba una Marilyn de ficción, aunque basada en la persona real–, el punto de vista es tan subjetivo y alucinado como el del protagonista de 8 ½, entrelazando vivencias, deseos y sueños (aunque sería más correcto llamarlos pesadillas), atados a pequeñas anclas echadas en el mar de la realidad histórica o anecdótica. En ese sentido, no se trata tanto de una posible versión sobre “la vida de Marilyn Monroe” como de una construcción narrativa que intenta, para bien y para mal (hay de ambas cosas, sin solución de continuidad), contraponer la persona de carne y hueso con la figura, la actriz con el objeto de interés público, la fragilidad emocional con el símbolo sexual de toda una generación. Eterna, al infinito y más allá.
Rubia navega los dolores y algunos pocos placeres de Norma Jeane/Marilyn golpeando al espectador de forma constante con imágenes potentes. Pero la mayor de las armas creativas, más allá de la reacción que el espectador pueda tener del resultado final, se llama Ana. Ana de Armas. La actriz cubana radicada en los Estados Unidos se entrega de cuerpo y alma al papel, uno de esos trabajos que obligan a mezclar lo expansivo con lo sutil, lo histriónico con el detalle microscópico. Es realmente brutal lo de de Armas, y en más de una escena es posible ver la transpiración actoral brotando a borbotones en la pantalla. Por momentos, Ana ES Marilyn, no tanto por la mímesis de los rasgos y la voz (aunque de eso también hay bastante) sino por una mágica transformación alquímica de actriz en personaje, reconocible como uno de los íconos más populares del siglo XX. No es casual que Dominik, el director de Chopper, retrato de un asesino y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, dedique varios minutos de metraje a la manufactura de la imagen más reproducida de la rubia platinada, imagen-símbolo homenajeada, parodiada y estudiada en partes iguales. La escena de La comezón del séptimo año en la cual el aire caliente de una alcantarilla del subterráneo levanta la pollera de La Chica, personaje innombrado, objeto pero también metáfora. El realizador australiano (nacido en Nueva Zelanda) logra en ese momento, sin comentarios ad hoc, reflexionar sobre el proceso de construcción de una imagen, sus efectos en quien observa y en quien es objeto de esa construcción. Algo similar, salvando las distancias, intenta hacer Dominik en cada una de las escenas/segmentos de Rubia. En la obsesión por el paso permanente del blanco y negro al color; de la pantalla académica casi cuadrada al formato ancho y otros intermedios; en la cuidada dirección de fotografía que a veces destaca los contrastes (en ciertos momentos imita la iluminación de un flash fotográfico, aunque en planos en movimiento) y en otras ocasiones recurre a las acuarelas pastel; en todas las elecciones caprichosas y las otras, las que se imponen con la fuerza de la pertinencia, la película edifica un monumento audiovisual con la silueta de Monroe como excusa. El resultado es, previsiblemente o no, magistral y ridículo en partes iguales. Singular a veces, banal otras tantas. Potente y abrumador.
Los diamantes son para siempre
“Es sólo una película”. Andrew Dominik repitió varias veces la idea central del proyecto, cuyo primer guion fue escrito hace catorce años, en la conferencia de prensa brindada en el Festival de Venecia. “La película no es una biografía de Marilyn Monroe, sino sobre qué significa Marilyn Monroe. Qué significa ella, cómo nos sentimos y qué deberíamos sentir cuando pensamos en ella, qué cosas representa y por qué la entendemos como una suerte de diosa americana del amor del siglo XX. No la vemos a través de los ojos de los hombres que quieren tenerla, sino que vemos a esos hombres gracias a los ojos de Norma. No hay otro punto de vista en el film que no sea el de ella, sus traumas y deseos. Norma es su verdadero ser y Marilyn es la prisión en la cual ella habita”. Rubia es también una película sobre los varios hombres que comparten su vida, la alteran y movilizan. Los hijos de Charles Chaplin y Edward G. Robinson, de nombre idéntico a sus padres, separados de ellos apenas por un “junior” de distancia, a su vez hijos de padres ausentes, aunque “al menos los han visto", como afirma Norma luego de un encuentro sexual con algo de sesión terapéutica. Y también, desde luego, el beisbolista Joe DiMaggio, aquí rebautizado como “el exatleta” (Bobby Cannavale), el dramaturgo Arthur Miller (Adrien Brody) y el presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy. También es una película sobre los hijos que Norma nunca llegó a tener, abortos espontáneos o buscados o forzados mediante, representados por imágenes de fetos generados por CGI que han suscitado reacciones extremas en algunas reseñas. Una de ellas acusa al film de “secuestrar a Marilyn para construir una declaración anti derechos”, según las palabras de la periodista cultural Samantha Bergeson en IndieWire. En el sitio web de Roger Ebert, la crítica Christy Lemire afirmó que Rubia “abusa y explota a Marilyn Monroe otra vez, de manera similar a como tantos hombres lo hicieron a lo largo de su trágica y demasiado corta vida”. Las quejas se extienden a un par de planos “subjetivos” dentro de la vagina de la protagonista, mientras el espéculo dilata el orificio, y la secuencia en la cual Marilyn practica sexo oral en el miembro del presidente –secuencia más sugestiva que explícita, es necesario aclarar– como ejemplos de ejercicios gratuitos de explotación visual.
Hay algo en el espíritu de Dominik –al menos en este Dominik, el de Rubia– que puede emparentarse con el del Lars von Trier más extremo. La provocación, desde luego, aunque en el caso del australiano el impulso parece un poco más domado, acotado a momentos puntuales. Tal vez la influencia mayor en el tejido narrativo de la película sea la de David Lynch, con su lógica corrida de la nomenclatura de la película biográfica tradicional. Es cierto que hay momentos breves dedicados al rodaje de alguna de sus películas más famosas, como el de Una Eva y dos Adanes, pero incluso en esas situaciones la trama prefiere concentrarse en el tumultuoso interior de la estrella y no tanto en los pormenores de una filmación complicada. Más tarde, la premiere de un nuevo largometraje corre a la velocidad de un fast forward endemoniado, un simple trámite en una carrera y una vida personal aquejadas por consumos excesivos de sustancias que adormecen confortablemente, pero sólo durante un rato, que nunca es suficiente. Dominik dixit: “Es una película que tiene la forma de un sueño. Un sueño sobre todos los hijos no queridos del mundo. Una película extremadamente solitaria que es también una pesadilla”. Nick Cave y Warren Ellis, quienes ya habían colaborado con el realizador –a su vez director no de uno, sino de dos documentales sobre Cave, One More Time with Feeling y la reciente This Much I Know to Be True– aportan una banda de sonido vehemente pero nunca intrusiva, atenta a los pormenores de la historia aunque alejada de la literalidad.
La chica no puede evitarlo
“Mostrar eventos traumáticos es lo opuesto a la explotación. Mostrar una superficie glamorosa sin reconocer el trauma es la definición misma de la explotación”, declaró Dominik en Venecia. A su lado, Ana de Armas intentó resumir su punto de vista sobre el personaje y la película. “Hicimos un film sobre Norma Jean. De otra manera, hubiera seguido siendo invisible. Estamos hablando de lo opuesto de Marilyn Monroe. Hablamos de humanizar a una persona que no ha sido vista, que atravesó todo lo que atravesó sin tener a nadie que la ayudara. Mi esperanza es que la gente muestre más respeto por ella ahora que se conocen su lucha y todo aquello que tuvo que afrontar”. Sería un poco injusto e incluso cruel pensarlo todo a partir de unos daddy issues tamaño XXL, aunque Blonde habilita esa posibilidad y le da de comer a los lobos un alimento perfectamente balanceado. De hecho, Marilyn no se cansa de llamar a sus eventuales parejas daddy, “papito”. En el fondo, la película es una suerte de calvario personalizado en el cual Norma/Marilyn camina directo a la hoguera sin ser demasiado consciente de ese destino. Si la rubia apenas podía controlar su carrera, mucho menos podía dominar su vida, su cuerpo, su mente. Es un tránsito doloroso que Dominik utiliza como metáfora del antónimo del empoderamiento, término abusado por estos días y que pocas estrellas de cine del período clásico pudieron tomar y hacer suyo. Luego de las fotos de calendario, Rubia presenta a Marilyn cuando aún no era la celebridad en la que no tardaría en convertirse, presentándose en un casting para un papel central. Su performance es notable pero ninguno de los hombres allí presentes parece tomar consciencia de ello. Lo que sí les llama la atención, cuando la joven camina saliendo del set de filmación, es su culo. Que Marilyn conociera la obra de Dostoyevski y fuera capaz de construir en pantalla personajes muy complejos (el Actors Studio hizo lo suyo, al fin y al cabo) no iba en desmedro de la sublimación en el imaginario público como rubia ingenua y símbolo sexual de tonalidades sensacionales. La chica no podía evitarlo, aunque así lo quisiera, aunque así lo deseara.