Cuando estaba preparando su libro “El fútbol a sol y sombra”, Eduardo Galeano le preguntó a Osvaldo Soriano quién era el máximo goleador de la historia del fútbol argentino. Este, sin dudarlo, le dijo: “José Sanfilippo”. La respuesta correcta era (y aún sigue siendo) el paraguayo Arsenio Erico. Soriano lo sabía, solo que eligió al máximo goleador de San Lorenzo, club del que era hincha, y luego se rió cuando vio a su amigo persuadido de la falsa información. Por eso la dejó seguir sin aclarar. Cada vez que a Galeano le preguntaban en plan de gaste quién lo había convencido de que Sanfilippo era el máximo goleador del fútbol argentino, respondía entre risas: “El hijo de puta del gordo Soriano”.
Lo que ni Soriano ni Galeano imaginaron es que otro artificio futbolero de Osvaldo sería tomado como cierto por agencias de noticias internacionales.
Aunque la FIFA había ordenado suspender los mundiales de fútbol durante la Segunda Guerra, alemanes e italianos propusieron jugar el de 1942 en Argentina. La negociación se cerró una noche en un cabaret de Zapala, uno de los pocos pueblos entonces habitados en la provincia de Neuquén, y la sede elegida fue Barda del Medio, un pueblo 200 kilómetros al este, inmediatamente después del límite con Río Negro.
No había mejor lugar para jugar un mundial que ese rincón de la Patagonia expoliada a los indígenas: había allí hombres de todo el planeta. Desde obreros piamonteses que construían una represa hasta ingleses que emplazaban el ferrocarril, pasando por húngaros escapados de la guerra o árabes perdidos en su eterno peregrinaje.
El fútbol se instaló en la zona gracias a los alemanes, unos electrotécnicos que habían traído la primera pelota del mundo a válvula. Con ella se lucían ante quienes los desafiaban en las duras canchas patagónicas. Primero fueron mineros argentinos, luego almaceneros españoles e intelectuales francés, más tarde guaraníes y curas polacos. Los alemanes se imponían por goleada. Y eso desafió a los italianos, en su mayoría obreros anarquistas y antifascistas.
La propuesta del mundial tuvo gran adhesión en la zona: se inscribieron ocho equipos. Se impusieron tres reglas fundamentales: ganaba el que más goles hacía, estaba prohibido tocar la pelota con la mano y no se podía golpear en la cabeza a los jugadores caídos. No obstante esto, la competencia se tornó muy violenta y los árbitros tuvieron que dirigir con revólver.
Entre ellos estaba el hijo del fugitivo cowboy Butch Cassidy, fundamental en la victoria de Alemania ante Italia en semifinales, ya que durante el partido le disparó a varios de los posteriores vencidos.
Los alemanes llegaron a la final con las reglas y los árbitros a su favor. Aunque no contaban con la astucia de sus últimos rivales, los auténticos anfitriones de ese Mundial: el equipo mapuche --compuesto por argentinos y chilenos que no reconocían ni a uno ni a otro país-- invocó un fuerte diluvio con sus conocimientos sobre rituales para neutralizar al hasta entonces invencible poderío germano. El partido se prolongó por horas, caída la noche los arcos se volvieron indistinguibles entre la oscuridad y encima desapareció la única pelota disponible. Recién entrada la madrugada uno de los mapuches logró hacer el gol consagratorio que le dio a su equipo la copa del Mundial del ‘42
No existía el VAR, ni siquiera la televisión, apenas algunas radios AM de Buenos Aires que pocos lograban sintonizar y ni siquiera llegaba el telégrafo, última forma de comunicación con el resto de la civilización. Para colmo, de todo aquello no quedó registro material alguno porque la zona carecía de periódicos interesados en el evento y probablemente no había una sola una cámara de fotos, objeto de poca circulación.
Según Osvaldo Soriano, su fuente era su tío Casimiro, “que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos”.
Así fue narrado en “El hijo de Butch Cassidy”, un relato de Osvaldo que no fue otra cosa que el producto de su imaginación. Incluido en “Cuentos de los años felices” (su único libro de textos cortos ciento por ciento ficcionales), es uno de los tantos escritos ambientados en la Patagonia que habitó cuando era pibito y la familia Soriano tenía que trashumar por todo el país a causa del itinerante trabajo de José Vicente, su papá, empleado de Obras Sanitarias de la Nación.
A mediados de 2012 ya habían pasado quince años de la muerte de Osvaldo Soriano y dos cineastas italianos estrenan “El mundial olvidado”, una película que recupera la historia del campeonato del ’42 con el formato de falso documental. Por allí se suceden Víctor Hugo Morales, Roberto Baggio, Gary Lineker y hasta el ex presidente de la FIFA Joao Havelange. Todos miran a cámara y hablan sobre el torneo de Barda del Medio con tanta seriedad que, finalmente, logran lo impensado: agencias de noticias europeas toman a esta historia como cierta y difunden cables a medios de todo el mundo hablando del “Mundial que la FIFA nunca validó”. Un nuevo final de cuento que ni el propio Soriano hubiese imaginado.