Desde San Sebastián
Si hay un director que invita a habitar sus films como si se habitara una casa, ese es el coreano Hong Sang-soo. Autor de una obra tan prolífica como singular, de un minimalismo cada vez más extremo, Hong tiene la rara virtud de presentar a sus personajes y sus ámbitos de pertenencia (un librería, un bar, un hotel, un restaurante) de forma tal que quien quiera internarse en esas vidas puede hacerlo de la manera más simple: dejándose llevar por el ritmo pausado de la conversación, prestando atención a los detalles de su entorno, internándose poco a poco en esos prolongados planos-secuencia sin movimientos de cámara que consiguen que el espectador paciente (aquel que no espera del cine solamente sobresaltos) se sumerja en esa realidad que va haciendo también suya. Esa característica de Hong se hace más patente que nunca en Walk Up, su película más reciente, en competencia oficial en el Festival de San Sebastián.
Ambientada única y exclusivamente en una casa estrecha pero de cuatro plantas sin ascensor (“walk up” es la expresión angloparlante para una vivienda de altos que sólo tiene escaleras), la nueva película de Hong invita a mudarse allí por una hora y media y compartir unos vinos y unas charlas con unos personajes que –aunque tengan nombres distintos- el espectador consecuente de su cine no tardará en reconocer, por su similitud con los de sus films previos. A esta casa, propiedad de una diseñadora de interiores, que alquila algunos de sus cuartos, llega un director de cine de mediana edad (Kwon Haehyo, alter ego frecuente de Hong) con su hija. La idea del director, que conoce a la dueña de casa de otros tiempos, es familiarizar a su hija con la carrera que ella piensa seguir. Pero en los cuatro actos en que se divide la película, signados por elipsis tan marcadas como orgánicas al relato, ese propósito inicial se diluye y el director termina conviviendo con una inquilina de esa casa tan peculiar.
Esa es apenas la anécdota dramática, pero lo que hace de Walk Up una película especial es el modo en el que la puesta en escena aprovecha la verticalidad de esa casa, para que cada momento en la vida de sus personajes tenga su propio espacio en esa estructura. Y su propio tono, que pasa de ser moderadamente festivo –cuando el vino afloja las primeras tensiones y pudores- a profundamente melancólico, cuando el exceso de alcohol tiñe de gris a esta nueva película en blanco y negro de Hong, luego de The Novelist’s Film, que en febrero pasado ganó el Gran Premio del Jurado en la última Berlinale.
El coreano Hong no es la única presencia asiática en la competencia oficial de San Sebastián. También concursa la película de la República Popular China Una mujer, dirigida por Wang Chao, un cineasta que se inició como asistente de Chen Kaige en Adiós mi concubina (1993) y por lo tanto es considerado un integrante de la llamada “sexta generación”, tal como las cuentan en su país. El salto internacional de Chao como director fue en Cannes 2001 con El huérfano de Anyang y desde entonces no ha dejado de frecuentar los principales festivales internacionales.
Fiel a su propia obra, muy arraigada en una tradición del cine chino que se remonta al clásico Spring In A Small Town (1948), Una mujer es un típico melodrama familiar, narrado de manera deliberadamente clásica, pero que -al modo de del cine que impuso el gran Jia Zhangke- va dando cuenta de los profundos cambios en la sociedad china en el transcurso del tiempo.
A diferencia de Esa mujer (2018), de Jia, o de Hasta siempre, hijo mío (2019), de Wang Xiaoshuai, por citar dos títulos recientes que el cinéfilo argentino seguramente recuerda, la nueva película de Wang Chao no se centra en los cambios de los últimos veinte años sino que se remonta al período de la llamada Revolución Cultural, hacia 1967, cuando Mao decidió cerrar las universidades y enviar a profesores y estudiantes a trabajar al campo. Ese será el punto de partida de su protagonista absoluta, una joven obrera industrial, hija de un trabajador ferroviario, que a los 19 años se ve obligada por su familia a casarse con un muchacho de su pueblo que soñaba con convertirse en ingeniero agrónomo y debe conformarse con trabajar la pequeña parcela de tierra familiar.
La frustración y el resentimiento de ese primer esposo –y también del segundo- no impedirán que esa mujer china lleve adelante a crianza de sus tres hijos. Y que vaya construyendo lenta, secretamente unas pequeñas novelas escritas en cuadernos escolares que recién empezará a ver publicadas a fines de los años ’80, cuando se flexibiliza en parte la libertad de expresión y comienza también a llegar el estímulo de la literatura y la música occidental. Clásico film-río, pleno de afluentes que van enriqueciendo el relato y dando cuenta de las transformaciones políticas que afectan la sufrida vida privada de la protagonista, Una mujer es un melodrama proletario de principio a fin, sin mayores sorpresas pero de una solidez incuestionable.
¿Los premios? Se entregan este sábado, pero todos los pronósticos están abiertos. Con cuatro películas españolas en concurso no sería raro que alguna (¿Girasoles silvestres, de Jaime Rosales?) se lleve un galardón importante. El cine argentino también tiene posibilidades con sus dos títulos en competencia, El suplente, de Diego Lerman, y Pornomelancolía, de Manuel Abramovich. Pero si hay un premio cantado es el del público para Argentina, 1985, de Santiago Mitre, protagonizada por Ricardo Darín, que hasta ahora –en la sección no competitiva Perlak- va primera lejos en la votación de la que da cuenta diariamente el periódico del festival. Falta poco para conocer los resultados.