A mediados del siglo XX se suscitó una de las controversias más relevantes de la filosofía contemporánea. La protagonizaron dos de sus figuras más eminentes, Jean Paul Sartre y Martín Heidegger, a partir de la respectiva publicación de dos obras a esta altura célebres (“El existencialismo es un humanismo” y “Carta sobre el humanismo”).

El contrapunto es por cierto de una gran complejidad, pero bien podría resumirse de la siguiente manera. Para Sartre el hombre yace arrojado en el mundo (y en esto consiste sumariamente el denominado “existencialismo”), entendiendo por tal que no hay un Dios creador que nos otorgue un sentido trascendente ni una esencia humana que organice nuestras acciones. El sujeto está condenado entonces a elegirse, a sobreponerse a ese sinsentido, a ejercer plenamente su libertad sin destinos previamente fijados.

Va de suyo que el francés establece un debate con el psicoanálisis y el marxismo. El primero supone que la autonomía de la conciencia está interferida por un aparato pulsional y el segundo que una historia teleológica motorizada por el desarrollo de las fuerzas productivas introduce el principio de la determinación material de las conductas. Para Sartre, siempre actuamos movidos por una carencia y esa carencia solo se manifiesta a partir de una opción libre. A modo de ejemplo, luchamos contra las desigualdades luego de que, primeramente, proyectamos el deseo de un mundo sin desigualdades.

Martín Heidegger, al que se lo asoció erróneamente con el existencialismo, toma drástica distancia de toda esa perspectiva, muy influenciado por circunstancias que son imposibles de soslayar. Su texto es de 1947 en la inmediata posguerra, donde el avance de las tecnologías aplicadas al combate permitió la aparición de la bomba atómica. Esto es, lo que la modernidad había presentado como una de sus panaceas, (la solvencia de la racionalidad científica para favorecer el progreso de los pueblos) había desencadenado el efecto exactamente contrario. La emergencia de una sofisticada barbarie que había colocado al género humando al borde de su autodestrucción.

Para Heidegger eso no era resultado de una mera desviación de mentes alocadas, sino la consecuencia ontológica de un sujeto que al considerarse centro ordenador que pone la naturaleza a su servicio había terminado desatando las peores tempestades.

Según el pensador alemán, la posición de Sartre oscila entre la temeridad y la impostura. Pues por un lado, el sujeto creyéndose sin ataduras crea aquello que llega para aniquilarlo, y por el otro (importante detenerse en esto) el hombre no está arrojado en el mundo sino atrapado en él. Y ese aprisionamiento no viene del inconsciente o del territorio de la economía sino del lenguaje. Nacemos en un mundo ya simbólicamente estructurado. No hablamos, somos hablados. Por lo cual, todo impulso prometeico, todo reinado de la conciencia omnímoda es vano y engañoso.

Pues bien, visto en perspectiva, en esa polémica crucial Jean Paul Sartre llevó las de perder. El término “humanismo” ha caído en descrédito pues quedó asociado a la ensoñación o el torpe utopismo. Esa deriva no deja de ser un serio problema, pues como es dable advertir si en la existencia rige el absurdo de lo increado y además se niega la voluntad autónoma del sujeto, cuesta imaginar el camino para revertir nuestros graves pesares.

Pero no nos apresuremos. Las repercusiones del debate que comentamos son innumerables pero interesa detenernos en una de ellas. Y se vincula con la pregunta en torno a en qué medida un discurso que cabría llamar dominante condiciona la construcción de una opinión colectiva. Heidegger denomina “habladurías” a esas palabras de origen entre anónimo e impersonal que sin embargo arrastran a la sociedad a una ceguera que en un punto la lastima. Y Louis Althusser desde una perspectiva marxista describe como los “aparatos ideológicos del estado” obnubilan la lucidez revolucionaria de una clase obrera que por culpa de ellos no alcanza a percibir su condición objetiva de explotada.

Ambos son especialmente drásticos, pues ese extravío no es fugaz sino arraigado y requiere la inasible intervención salvífica de algún protagonista incontaminado que dinamite ese estado de cosas. Rige una relación de insalvable opacidad entre una verdad profunda que requiere ser revelada y un cuadro de confusión colectiva que obstruye acceder a ella.

Traigamos esos conceptos a un tiempo más cercano. Las tecnologías de la comunicación y el crecimiento de la oferta mediática concentrada agudiza estos criterios, cuya variante maximalista es ahora conocida como “fake news”. Esto es la imposición reiterada en la conciencia incauta del consumidor de información de un cúmulo de datos tendenciosos y manipulados.

Pero el asunto no termina allí sino que parece agravarse con la explosión de la revolución digital. En su reciente libro “Infocracia” Byung Chul Han nos describe un horizonte distópico en el cual un entramado funesto de pantallas y algoritmos direccionan la conducta inerme de un ciudadano escindido del espacio público. Es una obra cargada de decadentismo civilizatorio y pesimismo antropológico, donde por otra parte esas telarañas simbólicas no solo desinflan todo ahínco emancipatorio sino además son caldo de cultivo para la apatía y el individualismo autoritario. Si para Heidegger no hablamos sino que somos hablados, para el coreano en la democracia actual no elegimos sino que un Gran Otro ya eligió por nosotros.

Pues bien, si aceptásemos con resignación estos diagnósticos la democracia sucumbe. Cómo edificar una política liberadora (o una política sin más) si se concediera que somos todos piezas dominadas que nos imaginamos sin embargo libres? Si el sujeto fuese un mero efecto de una serie de invariantes estructurales, como desafiar aquello mismo que perseverantemente nos somete.

Sin embargo, las filosofías de la determinación han sido erosionadas por dos tipos de refutaciones. Una conceptual y otra histórico-práctica. La primera se define así. Si estuviésemos insalvablemente determinados, como es que emergen las conciencias clarividentes que pueden denunciar esa determinación? El advertir una situación de encadenamiento es el primer paso para huir de ella. Y la segunda nos indica lo siguiente. Una serie (extensa) de acontecimientos en donde los pueblos se rebelan frente a lo que el poder (simbólico o material) procurar controlar. Tomemos solo dos ejemplos argentinos recientes. Cristina Fernández fue reelecta en 2011 y Alberto Fernández fue ungido Presidente en 2019 cuando una ostensible presión mediática y empresarial aspiraban a algo bien distinto.

Los dispositivos de dominación son agobiantes pero no infalibles, las estructuras de fijación de la personalidad son rígidas pero no estáticas, siempre hay una falla, un resquicio latente por el cual se filtra la opción libre de los sujetos. Sin un margen para la autoconstrucción de la opinión, la política, lisa y llanamente muere.

Ahora bien, esta afirmación conlleva una buena pero también una incómoda noticia. La buena, ya fue dicho, es que hay un arsenal ético de resistencias listo para ser activado cuando el poder reaccionario se vuelve opresivo. La incómoda, es que esa opinión que se construye libremente puede ser perfectamente antagónica respecto de lo que hubiésemos preferido. Dicho de otra manera, implica estar dispuestos a aceptar que en ocasiones un pueblo puede inclinar sus votos hacia el neoliberalismo y las derechas.

Como ocurrió en 2015 con Mauricio Macri, episodio histórico que no puede entenderse solamente por sus mentiras de campaña o su sólida alianza con el grupo Clarín. Por supuesto que en cualquier caso opera una trama de condicionamientos, pero el resultado político de ellos no es unidireccional ni está prestablecido, depende del talento y la efectividad de las militancias.

En la Argentina las fronteras ideológicas son robustas pero a su vez permeables, porosas. La conciencia popular se integra siempre de matices, y lo que a su turno se cataloga como “derecha” no es una convicción doctrinaria sino una simpatía legítima pero fugaz por aquello que puede asomar como eficaz para resolver un drama en concreto.

Lo que venimos describiendo, por tanto, jerarquiza pero a la vez exige a la política. La jerarquiza porque la construcción de mayorías es siempre posible en la medida que los malestares sociales pueden revertirse al calor de discursos apropiados, gestiones gubernamentales satisfactorias y comportamientos dirigenciales ejemplares. Pero la exige porque elimina el fácil recurso de ligar el fracaso nacional-popular con las “fake news” o “la colonización capitalista de las subjetividades”.

La Argentina acaba de atravesar un hecho gravísimo. Se atentó contra la vida de la Vicepresidenta de la Nación. La justicia deberá aclarar a fondo lo que ha sucedido y los análisis que pueden elaborarse son incontables, Pero se suman voces que responsabilizan de lo sucedido a los “discursos de odio”. Veamos.

Todas las filosofías políticas de la modernidad (incluimos allí al liberalismo, al marxismo y también al peronismo) parten del supuesto de una utopía final donde prevalece la racionalidad colectiva y la consumación definitiva de un orden virtuoso. La república y el mercado autoregulado, el comunismo científico o la Comunidad Organizada implican una sociedad reconciliada donde rige el unanimismo de la justa verdad alcanzada.

Como va quedando claro, ese supuesto se demostró equivocado. Los sujetos son imperfectos, sus pasiones nunca se apaciguan, hay siempre interpretaciones polémicas del mundo y el conflicto es inescindible de la democracia. Por lo tanto, el encono absoluto (se lo llama también odio) existió siempre y seguirá existiendo; y no se puede explicar por los mensajes seguramente nocivos de un elenco de periodistas. Solo basta recordar que el Viva El Cáncer contra Eva Perón ocurrió cuando el aparato comunicacional del país lo controlaba el gobierno peronista.

 

Por lo tanto, no es que circula un discurso mediático que mecánicamente genera odio, sino que las violencias preexisten a ese discurso y esperan ser representadas por sus referencias más patológicas. La solución es más compleja que una ley que regule contenidos periodísticos o la convocatoria algo cándida al diálogo. Implica aislar políticamente esos pensamientos radicalizados, sabiendo que no toda identidad refractaria al peronismo es necesaria a insalvablemente gorila y reaccionaria.