“¿Está el pasado tan muerto como parece?”, se preguntaba el anticuario Ezra Winston desde las páginas de Mort Cinder –la historieta épica de Breccia y Oesterheld– y no sin razón. Por las manos de Ezra pasaban los restos de la Historia, que, como sabemos, tiene la manía de condensarse en objetos. Cachivaches castigados por el tiempo, a los que el viejo Winston hacía hablar más que Mister Chasman al muñeco Chirolita, logrando que un espejo, una punta de flecha o un pedazo de ladrillo nos contaran otra de Mort, el inmortal que no paraba de morirse.
El anticuario inglés tenía una cara idéntica a la de Alberto Breccia, gótica como sus dibujos; la de Carlos Nine tendía en cambio al formato apaisado y el románico. Sin embargo, el amor por los objetos era el mismo; como eran parecidas ciertas circunstancias, similares a las de todo dibujante, que no sabe de qué vivirá mañana y si no llegó la hora de buscarse un laburo en serio.
Nine lo debe haber pensado especialmente en 1993, cuando el gran kiosko de las tapas de Humor, que venía produciendo desde hacía diez años, se acabó de golpe. Muerta y enterrada estaba la revista Fierro, el gran laboratorio de la historieta argentina, y el resto del panorama no parecía mucho más alentador. Para todos aquellos que quisieran seguir viviendo del lápiz, como Nine, convenía empezar a estudiar nuevos horizontes y rápido.
Francia ya había conocido su Meurtres et chatiments, publicado en Fierro unos años antes con el nombre de Crimen y castigo. El libro fue saludado por los críticos como una extravagancia genial, comprado por los dibujantes (que no son tantos) y generado cierta expectativa sobre ese artista surgido de la nada, de quien ahora se esperaba una obra “seria”. Nine decidió apuntar los cañones en esa dirección y probar suerte. No era para menos; tenía que alimentarme a mí y a otros tres por el estilo. Pero, por más que ensayara caras en el espejo, no pasaba nada. ¿Qué coños era una obra “seria”?
Entre los tantos artistas argentinos que, como Nine, reorientaban por entonces sus cañones, estaba el increíble Carlos Baratto, todoterreno talentoso que producía desde animación hasta páginas de Condorito. Baratto se iba a Canadá, pero antes trajo a casa algunos efectos que abandonaba a nuestras manos: una calavera, un casco de guerra, un sombrero bombín; en fin, lo usual. Las cosas de Baratto quedaron ahí, emanando el aura prestigiosa que les otorgaba su carencia de significado preciso y ser el recuerdo de un amigo que partía.
Y por entre las cosas, empezó a circular la gata. Este felino ya había generado toda una literatura de factura casera en la que le hacíamos protagonizar historietas, cuentos y sucedidos. Parte de su fascinación provenía de cierto carácter dual: la criatura adorable que adoptaba posturas lánguidas en el sofá podía convertirse en un predador despiadado en cuanto alguno de los pichones que practicaban sus primeros vuelos en el roble del fondo aterrizara en el suelo. Era como si una estrella de Hollywood (Lana Turner, pongamos por caso) se convirtiera de golpe en una feroz asesina.
Como sea que fuese, esta bestia de naturaleza dual empezó a merodear el bombín. Era obvio que existía algún tipo de relación entre el animal y el objeto, un “rapport” que no por impreciso era menos sugerente. Carlos Nine tomó nota de todo esto. Pero la idea se completó cuando sumó a la ecuación un viejo descorchador que erraba por la casa sin domicilio fijo. Y así surgió Fantagas.
Puede parecer sorprendente que dos elementos tan divergentes, sumados a un personaje sin mayor relación con ninguno de ellos, contuvieran el germen de una historia. Sin embargo, es la famosa fórmula de Lautreamont sobre el encuentro del paraguas y la máquina de coser puesta en funcionamiento: la historia es precisamente la búsqueda de la relación oculta entre todos ellos, el recobrar el equilibrio perdido en un grupo tan heterogéneo.
Es que Fantagas es una historieta protagonizada por objetos. Su protagonista, el Inspector Pernot, es apenas un bombín con patas, que deambula por una ciudad alcoholizada, constituida por restos de muebles, teteras desvencijadas o utensilios de cocina, y en donde un gigantesco descorchador oficia de Torre Eiffel. Porque, así como Crimen y castigo era una parodia del policial norteamericano, Fantagas lo es del género deductivo, aquí ostensiblemente ambientado en un París hecho con restos de basura. Vamos, el concepto debe haber parecido irresistible para un lector francés. En esto se evidencia el genio típico del autor, que luego propondría al diario La Nación una sátira sobre la oligarquía ganadera, o remitiría su proyecto del Pato Saubón (ave marxista que seduce amas de casa como parte de la lucha de clases) al Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, dependiente del Partido Comunista. Es que a Carlos Nine, como habrán adivinado, le gustaban los problemas.
La cosa es que el Inspector Pernot va tras los pasos de Fantagas, el diabólico criminal que asola la ciudad, pero en su camino se interpondrá Siboney, la gata asesina. Sigue el esperable corolario de vandalismo, decapitaciones varias y burgueses aterrorizados que languidecen en el interior de sus mansiones de reloj cucú; y Fantomas y Agatha Christie van pasando de la mano, reducidos al mínimo común múltiplo de un poco de chatarra, preferiblemente bañada en sangre. Se trata, después de todo, de la lectura argentina de las cosas; aquella que proponía Borges en su ensayo sobre el escritor argentino y la tradición. El francotirador cultural, siempre dispuesto a romper las pelotas.
Por una carambola de la vida (un festival de historieta que decidió pagar un par de pasajes) pude ver al francotirador cultural en acción. Una “importante galería de Paris” exponía los originales de Siboney, la continuación de Fantagas aparecida en 2008. Enfrente del tumulto que puede causar un público compuesto casi exclusivamente por dibujantes, el Sena, cargado de oscuros prestigios, ponía las luces de la ciudad patas arriba. Carlos Nine, rodeado por la muchedumbre, se paseaba a trancos cortos pero estudiados por esta pasarela lustrosa. Quería ver sobre todo si alguien se percataba de su secreto. En efecto, había algo raro a la altura de los zapatos: el dedo chico del maestro se escapaba por uno de los destruidos mocasines que llevaba puestos para la ocasión. El apéndice había sido camuflado con algo de pomada, de manera que el detalle resultara apenas perceptible, pero ahí estaba, pegando alaridos sobre la alfombra roja. Si tan sólo se tratase de los zapatos rotos, Nine sería apenas un croto más. Si atendíamos a la provocación de exponer a orillas del estereotípico Sena, podíamos confundirlo con un tilingo. Sin embargo, el artista mantenía un precario equilibrio entre estos dos polos; y mientras el prestigioso río y los zapatos demolidos se estudiaban con recelo mutuo, se las arreglaba para crear un espacio propio: el del “crotingo”, que reconfiguraba a golpes de pomada Cobra la ciudad de París, permutando la presuntuosa urbe de piedra amarilla en el esperpento que el dibujante había puesto sobre el papel. Cincuenta años antes, su papá había corrido los zapatos de la vidriera del negocio familiar para que todo el barrio de Haedo pudiera ver los trabajos del nene y ahora el nene cerraba el círculo. Vagamente, no sé cómo, los zapatos estaban relacionados con todo el asunto. Seguramente Freud podría sacarle más partido a este asunto, pero para mí los zapatos son ante todo objetos, chirimbolos como los que componen la ciudad perversa de Fantagas. Es que las cosas nos miran cuando les damos la espalda, y, de alguna manera, deciden por nosotros. Qué le vamos a hacer.
Fantagas y Siboney estuvieron lejos de ser un éxito masivo de ventas, pero fueron leídos –y mucho– por los tipos correctos, que los estudiaron con sumo cuidado. Si se me permitiera la comparación, citaría el caso de cierta banda de rock a cuyo concierto concurrieron apenas unas setenta personas; cada una de ellas luego fundó a su vez otra banda. Esto acaso explique por qué hoy Carlos Nine (al igual que Alberto Breccia o José Muñoz) es una referencia insoslayable para los dibujantes franceses a la hora de hablar de estilo.
Hoy, unos 28 años después de la publicación de la obra original y a 14 de su continuación, me acabo de enterar que la editorial argentina Hotel de las Ideas editará finalmente una versión integral de Fantagas; es decir, Fantagas y Siboney reunidos en un solo volumen.
Yo creo que habría que ir a semejante concierto, ¿no? “Fundacional”, era la palabra.