Está bueno que Santiago Mitre le haya puesto a su película “Argentina, 1985”. Quiere decir que en su cabeza de director/coguionista y en la cabeza de Mariano Llinás, el otro coguionista, hubo sitio para un país y un año. Eso se llama Historia. Pero resulta que la peli no es un documental, o sea que habrá que prepararse para el debate de siempre. Van a estar quienes saldrán del cine o cerrarán la app discutiendo la obra y quienes discutirán, o se emocionarán, o asociarán vivencias, o todas esas cosas que despierta el arte, y que son infinitas, a partir de lo que les habrá despertado “Argentina, 1985”.
Que conste en actas, Su Señoría: el autor de esta nota no vio “Argentina, 1985”. Pero todo indica que Mitre y Llinás construyeron un héroe carismático y un héroe sistemático. El carismático se llama Julio Strassera, el fiscal principal que encarna Ricardo Darín. Porteñazo, sin ínfulas académicas, bien de Tribunales, tanguero, fumador. La Historia cuenta que su capacidad innata de comunicación funcionaba como una didáctica de estaño. Era eficaz, intuitiva y concreta. Strassera tenía una ventaja: como sus dotes eran naturales, no se la creía. Y otra ventaja más: no debió oficiar de peón de una estrategia muy ensayada sino que, como esa estrategia era inédita, él mismo podía sorprenderse paso a paso y transmitir esa sorpresa sin actuarla.
El héroe sistemático sería Luis Moreno Ocampo, o Peter Lanzani. Apenas había pasado los 30 y ya funcionaba como un tipo de cabeza organizada. Fue capaz de juntar y conseguir que trabajaran como un equipo de amigos de toda la vida pibas y pibes de veintipocos. Tenían mística, entusiasmo y hambre. ¿Hambre de justicia? Naturalmente. Pero sobre todo hambre de resultados. Debían pasar en limpio los 8961 casos investigados por la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, creada por Raúl Alfonsín el 15 de diciembre de 1983, a solo cinco días de asumir la Presidencia.
Los datos de la CONADEP fueron bien nutridos por la información de sobrevivientes y testigos y fueron procesados gracias a la sabiduría acumulada de los organismos de derechos humanos y sus abogadas y abogados. Los fiscales aprovecharon también esa sabiduría y decidieron concentrarse en los casos que tenían más chance de ser probados. La Justicia busca hacer justicia. Los fiscales buscan condenas. Dentro de la ley y con todo el respeto debido por el derecho a defensa de los reos. Pero condenas al fin.
Palabra de narrador de los hechos, porque un tal Martín Granovsky integró el team de cobertura del Juicio a las Juntas del diario La Razón, dirigido entonces por Jacobo Timerman, escribiendo junto con Sergio Ciancaglini y Rubén Felice y con la cuidadosa edición de Néstor Straimel y Luis Bruschtein: desde esos recuerdos de narrador da la impresión de que Julio se fue convirtiendo de a poco en el fiscal Strassera.
Al principio, más que las amenazas le preocupaban los comentarios de sus viejos colegas de Tribunales. “Me dijeron que ahora estoy con los subversivos”, meneaba la cabeza mientras prendía un cigarrillo con otro. “Muchos me retiraron la palabra”, se sorprendía. Tal vez (esas transformaciones son insondables) un día se dio cuenta de que, aunque quisiera, ya no podría volver nunca para atrás. Aclaración: no hay registro de que quisiera volver atrás. El punto clave es que la realidad fue convirtiendo a Julio Strassera en el fiscal Strassera, y la dinámica del juicio era tan envolvente que esa conversión se produjo de manera tan progresiva como natural.
Timerman tenía una noción perfecta de la novedad y al mismo tiempo de algunos antecedentes a considerar.
--En la Argentina no hay nada que te sirva para la cobertura —decía—. Leé todo lo que puedas sobre el juicio de Nüremberg y no te olvides de Hannah Arendt.
Claro, acá no había nada como antecedente propio. Y de afuera, más inspiración que copia. En Nüremberg los aliados victoriosos juzgaron a las cabezas del nazismo derrotado. En Grecia los coroneles asesinos habían sido procesados por la justicia militar. La Argentina pudo haber tenido algo de Grecia, porque la decisión de Alfonsín fue darles a los militares la oportunidad de que se autojuzgaran. Pero no sucedió: el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, máxima instancia de un oxímoron como la Justicia Militar, se pasó más de un año jugando en vez de juzgando. Así fue que, tal como estaba programado como Plan B por el Presidente, en 1985 fue el turno de la Justicia civil.
“La banalidad del mal”, el libro de Hannah Arendt sobre el juicio al genocida Adolf Eichmann, todavía no estaba traducido. Solo se conseguía, con esfuerzo, o más bien con mangazo, la versión en inglés. Por ahí anda, en la biblioteca, “Eichman in Jerusalem : A Report on the Banality of Evil”, publicado en 1963 y prestado por (o sea robado a) Pablo Giussani, buen compañero de trabajo y siempre dispuesto a discusiones intensas.
Antes de ver “Argentina, 1985” por favor reparen en la cronología. El juicio a Eichmann fue en 1961. En 1985 habían pasado 24 años. En cambio, de 1985 hasta hoy pasaron 37 años, casi los 39 que separan el Juicio a las Juntas del final de Nüremberg. Caben varias generaciones. En este 2022 aquel 1985 suena aritméticamente lejos, muy lejos. Acaso sea útil, por eso, situar ese año con ayuda de cierta perspectiva.
Por lo pronto, el 22 de abril de 1985, día de la primera audiencia pública, la democracia tenía menos de 500 días de vida. Los comandantes, como Jorge Videla y Emilio Massera, eran cincuentones recientes. Alfredo Astiz tenía 33. Los represores no precisaban una red clandestina de asistencia y financiamiento, como los nazis después de la Segunda Guerra. Tenían a su disposición la estructura del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, con sus fondos secretos, sus servicios de inteligencia y sus abogados. Los integrantes de los grupos de tareas estaban en actividad. En teoría, al menos, tenían capacidad de daño. De paso: es un dato interesante, y a explorar, que no pudieran desplegar esa capacidad hasta 1987, con la rebelión de Semana Santa.
El Juicio a las Juntas, más allá del héroe carismático y el héroe sistemático, puede ser interpretado como el capítulo central de una serie de hechos hilvanados por la desmilitarización nacional y regional. En 1984, consulta popular mediante, con un 82 por ciento a favor de un acuerdo de límites con Chile y solo con un 17 en contra, y con el apoyo del incipiente peronismo renovador de Antonio Cafiero, Carlos Menem, Julio Bárbaro, Felipe Solá, Hernán Patiño Mayer y Guido Di Tella, Alfonsín desarmó una hipótesis de conflicto. Era una forma de quitar excusas a las Fuerzas Armadas para conservar un poder que, de todos modos, habían usado siempre contra el propio pueblo, concebido como enemigo interno.
Ese 1985 arrancó con el conflicto entre Chile y la Argentina resuelto y con la novedad de la recuperación democrática en Brasil, en marzo. Otra hipótesis/coartada/excusa militarista al tacho de basura. Y ese mismo 1985 remataría en un acuerdo de integración con Brasil, en noviembre, y la sentencia del Juicio a las Juntas el 9 de diciembre.
El “Nunca Más” de la Conadep y del Juicio es más que una gran frase: fue una construcción colectiva que evidentemente, por la expectativa que despierta la película de Mitre y Llinás, tiene todo el aspecto de ser el mandamiento número 11 de la Argentina.