Cuando a finales de los años 60 descubrí Extracción de la Piedra de Locura dedicado por Alejandra Pizarnik con su número telefónico y la breve frase: "Para vos, desde un jardín maléfico" en letra de jeroglífico garabateado por un niño rebelde, la llamé desde un teléfono público. Atendió aquella voz misteriosa y crispada con esa especie de de falta de aliento como si fueran coros de una blusera medieval. Cuando dedujo que lo estaba haciendo sin intermediario alguno, sólo o nada menos que por la evidente fascinación ante su estremecedora poesía, pareció alegrarse con una sonrisa ronca y de inmediato concertamos nuestra cita. Soy un alma nocturna, comentó, antes de cortar abruptamente, como después comprobé, era su costumbre.
Ya he contado infinidad de veces lo imprevistamente hilarante de aquel primer encuentro en que luego de saludarnos le comenté que me recordaba a mi Rolling Stone favorito Brian Jones y ella, de inmediato, retrucó que yo me asemejaba a una prostituta alemana. El juego había comenzado. Alejandra, muy lejos de la imagen trágica que habitualmente se le adjudica, en realidad era todo lo contrario. Como un niño andrógino perdido en el bosque, jugaba sin cesar en medio de esa vida que había catalogado como "un transcurrir de fiesta delirante". Podíamos pasar dos o tres noches sin dormir, ella arremetiendo con diversos textos que a la vez escribía finalmente refugiada por completo en el lenguaje. Además de corregir obsesivamente títulos finales como El Infierno Musical, Los poseídos entre Lilas, la saga neobarroca y delirante de Hilda La Polígrafa editada después con el título La Bucanera de Pernambuco. Los originales del palimpsesto sobre un libro terrible y al mismo tiempo fascinante de Valentine Penrose editado con el mismo título La Condesa Sangrienta, además de sus diarios, correo interminable. Escribía como si respirara.
Alejandra es toda su poesía y dentro de ella vibra cada día mas viva, latiendo en dimensiones donde el olvido resultaría imposible e incluso la propia muerte como noción de tal, también ha muerto. Cincuenta años serían apenas el prólogo a su devenir tan presente que le concede el rango de poeta inmortal, renaciendo como un fénix, desde el cual nos continuará fascinando; esta vez sin otro punto final que no sean los ojos de quienes, en éxtasis, volvemos a releerla: “No importa si cuando llama el amor yo estoy muerta. Vendré. Siempre vendré si alguna vez llama el amor”.