El feminismo me cambió la vida. Hay quienes piensan que es una forma de vida que se ejerce cuando las relaciones que se tienen con los y las otras deben ser ocultadas, ya sea por disidencia o por discontinuidad, pero qué mejor que el feminismo como refugio a una desviación poco perdonada: estar sola. Esa fórmula que se usa para mencionar otra cosa, muy concreta, que es “estar sin pareja”, porque si hay algo que no estamos las feministas es solas. Y esa, la nuestra, es una herramienta tan potente como la cantimplora en el desierto, porque allí donde vayas te descubrís haciendo alianzas, complicidades, yunta de mujeres. Como el día que me mudé al edificio donde vivo con mi hijo de dos años y rápidamente divisé a las otras que, como yo, cargaban cochecitos, con perros enganchados a la manija del rodado mezclados con las bolsas del súper, y ellas apenas se conocían. Hoy somos una red donde una o dos por piso nos turnamos para cuidar a los chicxs, para alcanzarnos una taza de aceite en “la hora de las brujas” o cuidar a la mascota ajena mientras otra disfruta de sus vacaciones. No es poco: es hermandad, es red, es sostén. Y se vuelve militancia.
El feminismo salvó de mí aquellas partes que estaban buscando palabras para hacerse cuerpo. Y no el cuerpo extraño que esnifan por equivocación los bebés: un cuerpo que se reconoce como gozoso aun cuando el goce está permitido a medias para el conjunto diverso que somos las mujeres y las identidades feminizadas. Recuerdo la vergüenza que sentí a los 15 años cuando un grupo de rugbiers de mi misma edad me gritó “puta” después de haberme besado apasionadamente con uno de ellos en una fiesta. A mi sorpresa le faltaba narrativa: ¿Cómo podía ser yo una puta si los dos la pasamos bien? ¿Puta es un insulto? Faltaban cinco años para que apareciera Las12 y yo esperara ansiosa todos los viernes la biblia coleccionable pero también el manual de respuestas rápidas a machitos engrupidos. Con Las12 aprendí que seguir chapando por placer no es la máxima de una puta, queridos rugbiers del pasado: la puta quiere cobrar y a esta altura su organización gremial avanzó lo suficiente como para hacer visible el reclamo por la regularizacion de un servicio que, hace mil números, ya se esbozaba en palabras, en la primera tapa de este suplemento escrita por María Moreno. Ni putas ni santas y con feminismo en la mochila, de la oda al goce pasamos por la rabia y también por ese pliegue tan insulso como la incomodidad. O malestar, como definió Liliana Viola en una tapa sobre los spa para niñas (ver recuadro) esa sensación que desborda cuando aparecen los rollos, las estrías, los pozos, las marcas de la edad que no se curan con bisturíes ni sopapas de ultra cavitación.
Qué mejor aliado que el feminismo para sentirnos ricas en la diversidad de cuerpos y placeres. En estos mil números hablamos de la tiranía de la depilación y el mito de que la definitiva vino a hacernos justicia (también duele y no es definitiva como promete, compañeras), desplegamos el más variado abanico de dildos (consoladores nunca, para consuelo estará la iglesia) y sus adelantos tecnológicos, ponderamos las estrías como mapa de belleza insurrecta, teorizamos sobre el uso y abuso del photoshop y la necesidad del mercado de vernos lisitas, tanto que hasta nos borran la pochola o nos vuelan el ombligo; pusimos en juego la necesidad de recuperar el parto como experiencia celebratoria que nos pertenece y que la institución médica insiste con negarnos, para mí fundamental que en estos años fui madre y logré zafar de la dictadura de la episiotomía y el anestesista mirón a fuerza de discurso puro y duro.
Las12 le ha puesto rostro y lengua a las experiencias de goce y celebración del amor lesbiano, ha indagado en la bisexualidad como juego y no como rareza, ha hecho del cuerpo no hegemónico un valuarte y, sin demonizar la tira de cola porque algo me gustaba ese tironcito, el largo camino del activismo feminista me hizo más peluda y menos expuesta a los dolores innecesarios. Y si hay algo que puso de cabeza por completo todo lo que había pensado y escrito sobre el cuerpo fue el encuentro con la militancia gorda, ese movimiento que desde hace algunos años viene rompiendo el molde y dando voz a esa trinchera que es la diversidad corporal tirando por la borda todo el blablabla de la aceptación: no queremos que nos acepten, queremos que el neoliberalismo magro deje de patologizar y juzgar. El posporno me inflamó las pupilas hasta entender que hay tantos goces posibles como geografía de la carne.
Si han cambiado cosas en estos mil números es el tono de lo celebratorio pero no sin dolor, porque todas sabemos lo que es vivir en un mundo que nos precariza, nos vuelve envase descartable y nos hace objeto de la mirada y el placer de otros, con ese dedo inquisitivo que sabemos esquivar, esa pregunta enloquecedora sobre qué habremos hecho, sino como transformación, como empoderamiento, como capa nueva de sentido de la autodefensa y la alianza feminista. Porque hablamos de sororidad y la ejercemos a contrapelo de la ficción que sigue mandando rivalidad cuando estamos juntas. Y en esa apuesta de estar juntas y revueltas, porque nos gusta, porque disfrutamos de nuestros lazos de amistad aunque no sean perfectos, aunque sí haya competencia (¿por qué no?) hicimos temblar la tierra el 3 de junio de 2015 y desde entonces ya no hay vuelta atrás. Esa emoción, ese pacto con lo salvaje que nos tiene agitando el mundo en estos años, empezó a gestarse en estas páginas y eso no puede menos que emocionarme, llenarme de orgullo feminista y acelerarme el corazón para seguir caminando en tribu.