Esta nota fue escrita cuando parecía que se iban a poner de moda los spa para festejar cumpleaños de niñas. Presentaba un ejemplo extremo y delirante de la intervención del mercado en la construcción de lo femenino. Pero además, de los fantasmas de los adultos en la construcción de una niñez ya anciana, fóbica al paso del tiempo. El spa para niñas se aprovecha del deseo de crecer mientras naturaliza el lugar de consumidoritas horrorizadas por el deterioro. Desde que los adultos descubrieron la infancia como un sitio sagrado donde se imprime el futuro en forma de traumas y mandatos sociales, se lanzaron a protegerla, interpretarla, educarla y entretenerla. De eso se trataba esta nota.
Hoy la reescribiría aclarando que la idea no es plantear una relación causa y efecto entre una oferta cultural y un destino de mujeres barbies. Preguntaría con más énfasis qué se supone que es lo femenino y lo masculino en estos episodios de infancia y agregaría dos ejemplos menos espectaculares que el spa pero mucho más corrientes y reiterados.
Uno de esos ejemplos aparece en la primera página de The Descent of man (El origen del hombre) el último libro de Grayson Perry, artista, escandalizador y crítico cultural británico que hace aquí una irónica reflexión sobre la “evolución” de la masculinidad: “Voy en mi bicicleta por un largo camino de montaña cuando de pronto veo un niño de unos 9 años pedaleando con enorme dificultad. No es fácil hacer este trayecto con una bicicleta no profesional, hay que tener fuerza y entrenamiento. El niño avanza como puede, las lágrimas le corren por la mejilla. Llego a la cima y allí está su padre, doscientos metros adelante, las manos en la cintura mirando al chico que llora y se pone colorado haciendo fuerza en vano. He visto esa misma cara en los padres presenciando partidos de fútbol de sus hijos. Es la cara que grita: vamos metele, no seas maricón, tenés que seguir, tenés que llegar, tenés que ganar, no llores”.
El segundo ejemplo apareció los otros días en un bar de Buenos Aires. Otro papá, 30 años, separado, ha sacado a pasear a su hija de 8 años. La nena se aburre. El padre le enumera todo lo interesante que han hecho hasta este momento. La chica se aburre más y le pide el celular. El padre no tiene jueguitos en el teléfono. La madre sí tiene. Mal hecho, dice el padre y le explica las bondades del aire libre. La chica insiste. Suena el teléfono. El padre habla casi media hora mientras la chica patea las sillas, pone caras, cruza los brazos, llora. “Pareces un varón”, dice el padre cuando corta. “Esa cara de enojada no es cara de nena. ¿Y qué cara querés que ponga cuando me enojo? Una nena debe estar siempre sonriente, si no la cara se te arruga toda y se te pone fea, como un varón.”
Es probable que estos dos padres jóvenes y bien intencionados se escandalicen ante la idea de un spa para niñas así como estarán en contra de la colimba para sus hijos varones. Seguramente estarían dispuestos a admitir que se está viviendo una crisis de masculinidad. La crisis de masculinidad aparece últimamente como uno de los posibles factores de la violencia de género. Es extraño. A nadie se le ocurriría hablar de una crisis del nazismo, crisis de homofobia, una crisis de racismo. Qué es la masculinidad por fuera de esa nostalgia del hombre fuerte, con cara de malo, que se aguanta todo, que sufre de niño pero de grande podrá hacer lo que quiera. Qué es la masculinidad sin su complementario que se esfuerza por estar joven y sexy, enojada pero linda.
Un spa es un espacio donde los adultos se ilusionan con detener el tiempo, recuperar el cuerpo perdido en el stress y en la vida. Le agregaría a esta nota la necesidad de un spa a todos estos relatos cotidianos, a las certezas que van construyendo un horizonte de violencia sobre las mujeres y un reparto de tormentos entre unos y otras.