Una hermosa frase de Mauro Cabral en su prólogo para el libro Cuerpos sin patrones, viene muy a cuento porque condensa una afectividad inaugural sorprendente para la historia de estos mil números: “(...) la necesidad de que esas palabras que van a leerse hayan sido, antes que nada y a pesar de todo, puestas por fin en el mundo y puestas por escrito”.
Cada una de las tapas que acompañan esta página intentan representar el espíritu de las que salieron a gritar, de las que acallaron y de las miles que reclamaron por ellas y convirtieron sus nombres en banderas que siguen altas. Dejaron de ser en algún momento esos pájaros que oímos cantar y nunca vemos, como dice la canción del Indio. Contra el filo de esos padecimientos Las12 hizo de cada uno de sus textos una ceremonia de iniciación que selló con palabras ese pacto entre las que escuchábamos y las que traían en las tripas o sobre el lomo amasijos de dolor. Había mucho dolor viejo, cargado desde una infancia indecible, y tanto sufrimiento nuevo que las mantenía cautivas de disciplinamientos y castigos. Aunque debió pasar mucho tiempo, para ellas y para algunas de quienes escuchábamos y reproducíamos sus relatos de supervivencia, hasta comprender el verdadero germen de una violencia argumentada sobre la destrucción de autoestimas, para empobrecernos y reducir nuestras vidas a una bolita de pelos, moretones, carne quemada y corazones rotos en mil pedazos. La parábola del número es también una cábala feminista y ancestral. Mil números de papel hilvanado en acción y palabras no pueden juntar la sangre ni las lágrimas derramadas en un puente de casi dos décadas, pero sí estar presentes siempre a sol y a sombra, bajo la lluvia que cala huesos, en las salas de espera de hospitales desmantelados, en juzgados hostiles o pasillos villeros que expulsan cada vez que entre todas y como una sola se reclamó por la vida y la libertad de las mujeres y sus crías. Las niñas, niños y adolescentes también enseñan la posibilidad de volver a concebirnos más amorosas en los abrazos, en el sostén mutuo y en los cuidados en redes ampliadas. Esas manos pequeñas que apretujan las polleras de madres, tías, abuelas, vecinas ayudan a reparar lo que el mundo adulto se encarga de pulverizarles y anidan un futuro que destierra opresiones. Las voluntades, las decisiones, las aspiraciones y los sueños son materias pendientes que aún deben ganarles a la razón patriarcal.
En estos años se profundizó esa instancia de la propia escritura saltando de las páginas como miles de organismos vivos revolucionados por las voces de las que no eran escuchadas ni siquiera por sus pares. Encuadrarse desde la información, la denuncia y el acompañamiento fue un aprendizaje que se sigue derramando sobre las recién venidas y sobre las que gastaron sus zapatos en los surcos de lucha. Nada nos es ajeno porque todo nos convoca en un compromiso existencial de transformación. La condena y absolución a Reyna Maraz, migrante, pobre, criminalizada por la sociedad y por una Justicia sexista y racista, las fortaleció a ella y a su hija Abigail, aunque siguen siendo desbeneficiadas por un Estado ausente, que no repara daños ni provee herramientas de sustento a las mujeres y sus hijxs. Celina Benítez, otra migrante presa injustamente por la muerte de su niña a manos de su ex marido, nos implicó en la lucha por su liberación, haciéndonos sentir por unos segundos que podíamos ser prensa libre activando junto a un movimiento de mujeres inmenso, en debate permanente. “Porque si tocan a una respondemos todas”, advertía entonces la Colectiva Feminista Antirrepresiva. Susana Trimarco y su nieta buscan a Marita Verón viva. “No se puede ser complaciente cuando la decepción merodea como un perro hambriento”, nos decía casi en un regaño, axioma común a todas las madres que buscan a sus hijxs. No estamos en este mundo para conformarnos ni para ser condescendientes, por eso en cada una de estas notas se parte sin excepciones de que lo personal es político. Las que escribimos en este suplemento aprendimos a dejar de mirarnos el ombligo para volver a interpretarnos en y desde nuestros cuerpos y a poner en crisis los valores establecidos. Asumimos con humildad una revolución de las agendas que construya algo diferente e imprescindible para desnaturalizar tolerancias y complicidades y acompañar insistentes a las hermanas desposeídas, las enfermas, las indignadas, las derrotadas. “Ustedes no saben lo que es vivir en el conurbano. No saben que las mujeres somos violadas, asaltadas todo el tiempo, y que tenés que ir mirando para todos lados a ver si no te agarra un tipo y te viola y te mata, o tal vez por un celular de miércoles te lastima”, decía Elena, la madre de Ailén y Marina Jara, presas por defenderse de un violento que las persiguió durante mucho tiempo. El hilván de sus anécdotas sirvió para revelar que los encierros forzosos inoculan veneno en el cuerpo de las mujeres. “Los barrotes de las rejas siempre quedan acá”, advierten todas tocándose la frente. No confundamos estos relatos con “insinuaciones autobiográficas”, al decir de María Moreno, o con espasmos de quejosas que lavan culpas, ni tampoco caigamos en el lugar común de mujeres reinterpretando a mujeres en desatada transgresión. La cosa es más sutil, no menos brutal o guarra. No podemos permitirnos desmemorias con Araceli Fulles, Melina Romero, Luna Ortiz, Lucía Pérez, Candela Sol Rodríguez, Micaela García. El 80 por ciento de los tejidos quemados de Wanda Taddei fue una cartografía de la vulnerabilidad y un salto al vacío para las 42 mujeres quemadas por sus parejas desde aquel febrero de 2010, cuando Eduardo Vázquez le roció alcohol y la prendió fuego con un encendedor. Desde entonces Beatriz Regal y Jorge Taddei, los padres de Wanda, “sacan fuerzas” por todas esas familias que no tienen justicia. De otro modo, susurra Beatriz, “sé que me voy a quebrar.” Marchamos juntas para que eso no suceda. Contra cualquier artilugio del poder de turno, escribimos sobre aquéllas que nos entreabren puertas, nos sacudimos prejuicios que se nos prenden como garrapatas –así está el mundo–, pero nos salva el compromiso identitario de reconocernos entre nos. “Entonces, es necesario mucho más que un compromiso teórico o político ´formal´, con este ámbito de la revolucionarización de lo existente”, nos suma Raquel Gutiérrez Aguilar. “Se necesita asumir la identidad propia, el ser mujer de manera integral, que no es fácil, pues es una identidad tan insistentemente negada, pero a la vez tan esencial e íntima, que muchas veces nos produce miedo.”
Mil números. Mil veces negada la verdad de Romina Tejerina, condenada a prisión en 2005, en nombre de una moral jujeña que sigue ocultando la cifra escalofriante de abortos realizados en la clandestinidad. Tuvo que llegar a la Corte Suprema de Justicia el reclamo de su inocencia y la denuncia nunca escuchada de que había sido violada. Trece años después su abogada, Mariana Vargas, describía en este diario el esbozo de una evolución conceptual de la Justicia. “Es evidente que hay un cambio en la valoración sobre las mujeres en este tipo de situaciones límite. Antes, cuando se conocía un caso de infanticidio no había lugar para la reflexión más que esa madre era una asesina sádica y desnaturalizada.”
Las mujeres que pueblan esta página son esas banderas con nombre propio que nos reafirman, nos exigen más espaldas para reproducir el sentido esencial de sus vidas en relación a los demás. Relatarlas nos permite traducirlas en sus gestos más ricos, en prácticas de vida que desmitifican roles de abnegación. Ninguna aceptó ser ponderada si eso significaba sumisión e invisibilidad. No quisieron ellas, no estamos dispuestas, a poner el cuerpo para que otros lo tomen. Escribir en tiempos de retrocesos y pérdidas de derechos tensa resistencias, pero a un mismo tiempo genera horizontes para seguir retratando en palabra y acción las vidas de todas. Entre todas.