En 1975 Pier Paolo Pasolini publicó un polémico artículo en el Corriere della Sera. Lo tituló El vacío de poder en Italia, aunque pasó a la historia como la scomparsa delle lucciole (La desaparición de las luciérnagas). Con esta metáfora no se refería a un vacío de poder legislativo o ejecutivo. Ni siquiera directivo y político. Era un vacío de poder en sí mismo. Porque el problema, decía el escritor, poeta y director, no era la ocupación del poder sino cómo ésta se llevaba a cabo haciendo caso omiso a determinadas responsabilidades. Hay algo de esta profecía en el rompecabezas político que vive hoy el belpaese.
Este domingo, el sondeo a pie de urna da la victoria a la coalición de derechas, con Giorgia Meloni a la cabeza. La líder de Hermanos de Italia pasaría de un 4% de votos que obtuvo en la anterior legislatura de 2018 a entre un 22% y un 26%. Más allá de la retórica en torno a ella, de los clichés y juicios vertidos -en algunos casos gratuitamente- hacia su figura, su hipotético éxito es hijo de algo mucho más complejo que tiene que ver con la antropología y sociología del italiano, del país. Porque, quizás, para comprender que Giorgia Meloni haya llegado hasta aquí no hay que indagar en la política sino en el alma y la índole del ciudadano, siempre cosidos con aristas demasiado frágiles, por jóvenes, camaleónicas, ambiguas y contradictorias. Porque, quizás, la explicación a los numerosos cambios de Gobierno (67 en los últimos 76 años) e infinitos casos de transfuguismo no es materia política sino filosófica y psicológica. Menos de ministerio y más de diván.
"A principios de los años sesenta, el escritor Luigi Barzini Junior escribió en inglés The Italians para intentar comprender, encontrar la personalidad base del italiano. Era un periodo relativamente boyante, porque llevábamos veinte años fuera del fascismo, todo el mundo podía participar en la vida pública y la media de abstención en las votaciones no alcanzaba el 10% (hoy se habla del 40%)", explica Paolo De Nardis, decano de la Sociología italiana y profesor en la Universidad Sapienza de Roma. Un arqueólogo del alma, precisamente, capaz de analizar qué hay detrás de todo y por qué se llegó hasta aquí. Una vez más.
"Italia, hoy, está dividida en cuatro partes. La ya atávica Norte-Sur, pero además Este-Oeste. Hay un desencanto por la política, porque ya no se puede participar en la cosa pública como sucedía en el viejo sistema de partidos. Se han acentuado las desigualdades socio-económicas y hemos vuelto al sistema pre unitario, es decir antes del 1860. Ese caldo de cultivo es perfecto para políticos que hablan directamente a las vísceras", apunta mientras los Renzi, Salvini, Calenda, Di Maio, Berlusconi (siempre dijo que no era un político) o el cómico Grillo siguen usando con desenvoltura y superficialidad las redes sociales, amplificadas por televisiones, periódicos y radios. "El déficit es también intelectual, de consciencia, porque democracia no es sólo ir a votar".
Eso, quizás, aclara en cierta manera el jeroglífico, incomprensible e imprevisible, que presenta Italia cada vez que acude a las urnas, donde va de izquierda a derecha pasando por el centro o sin pasar, donde pacta sin pactar condicionada por la ley electoral Rosatellum y el bicameralismo perfecto, donde mezcla la velocidad con el tocino y vuelta a empezar. "Italia se busca a sí misma. La izquierda también", espeta mientras rescata esas elecciones de 2008, cuando el PD se presentó con un gazpacho de católicos democráticos, herederos de la alta burguesía, para ganar a Berlusconi. Ya entonces la izquierda como tal (la última fue el Ulivo de Prodi), había desaparecido del Parlamento. "Ni siquiera así, abandonando su herencia comunista y de izquierdas, lo consiguieron. Lo problemático es que se vistieron con un traje para ganar a un enemigo olvidándose de ellos mismos. De haber ganado, no habrían tenido estructura para gobernar", lamenta. No es de extrañar, pues, que en los barrios más ricos de Nápoles, Milán o Roma (Parioli), gane el Partido Democrático. Una Italia desnortada. El mundo al revés.
Abstención es el partido más votado
Las ideologías se perdieron en este gran laboratorio de Europa. Ya no existe una misión verdadera de transformación ni un deseo real de involucrar al pueblo, ya de por sí con serias dificultades para ponerse de acuerdo: Italia es un país joven, campanilista, el único en cambiar de bando en una Guerra Mundial y uno de los pocos en Europa en tener, abiertamente, novias y amantes. Y es que si en el pasado cedía sus cielos a aviones americanos y líbicos para que resolvieran sus problemas y sus intereses, hoy tiene dos barajas para Rusia y EEUU. Porque la nación transalpina siempre fue espía americana en Europa para neutralizar cualquier comunismo, pero -a la vez- necesitó el petróleo de Gaddafi y hasta hace bien poco el gas de Putin en demasía. Italia se encuentra en un momento de implosión, y ante las dificultades siempre optó por el catenaccio, por la derecha. En fútbol ganó Mundiales; en política, desde Alcide De Gasperi en el 45, no le fueron mal las cosas.
"Italia es un péndulo, pero nunca va hacia la izquierda sino hacia la coalición de izquierdas, que en este momento no existe", aclara Giampiero Mughini, uno de los periodistas más influyentes del país. "Meloni es inteligente. La conozco desde que tenía veinte años, pero no multiplicará panes y peces. Ya es un milagro si evita que nuestra tierra no colapse definitivamente, porque tenemos la deuda pública más grande de Occidente, una burocracia demasiado enrevesada y dos mitades que no se conocen ni tienen intención de hacerlo".
Se refiere al Veneto y Sicilia, dos maneras de ser italiano que inciden en los problemas de identidad como nación. "No nos podemos sorprender de que este país le haya dado en la anterior legislatura más de un 30% al Movimiento 5 Estrellas. Somos un electorado de masa que además usamos un lenguaje intelectual, moral y topográfico de hace cincuenta años. Esas particiones de izquierda y derecha que nacieron tras la Revolución Francesa ya no existen, pero seguimos llamándolas así", aclara Mughini, quien habla de una derecha fuerte con personajes potentes y de una izquierda sin gas que mezcla gente sin sentido para imitar los años setenta, cuando aún el Partido Comunista era uno de los más potentes de Europa, cuando aún Pasolini no había escrito ese acertado artículo alertando al país de un cáncer que terminó en metástasis. Fue con la caída del sistema en 1992, año que puso fin a la Primera República, mancillada por el escándalo Manos Limpias.
En el año 1975, Fellini ganó el Óscar con Amarcord y Cesare Pavese, el Nóbel. Pese a que entonces ya comenzaba una seria crisis industrial en medio de los años de plomo, el ciudadano se sentía partícipe en el territorio. Había comités en el barrio, círculos con carácter administrativo, el oratorio en las parroquias, y la RAI experimentaba una autogestión con administraciones sindicales. Había ganas de participar, el 68 estaba reciente y la caída del Muro de Berlín (que se llevó por delante la DC y el PCI) aún quedaba lejos.
Hoy todo eso es utópico y huele a rancio. El hecho de que Giorgia Meloni —presentada como mujer y madre durante su último mitin de campaña en Roma— haya gritado a los cuatro vientos la necesidad de sostener, proteger y cuidar a las familias italianas no es más que la consecuencia del nuevo orden, del nuevo mundo, cuya costura apela a la seguridad, la salud y la economía. Así tiene como rehén a un país que camina y camina sin llegar a ninguna parte. Inmerso en un capitalismo lacerante que pretende homologar todo.