Un doble programa, con títulos que representan formas de disrupción lírica características de aquel viejo siglo XX, se propone en la continuidad de la temporada de ópera del Teatro Colón. Desde el martes 27 a las 20, con repetición miércoles y viernes (también a las 20), y domingo a las 17, se pondrán en escena Los siete pecados capitales, con música de Kurt Weill y texto de Bertold Brecht, y El castillo de Barbazul, con música de Bela Bartok a partir de un libreto de Bela Balasz. El barítono Károly Szemerédy interpretará a Barbazul y la mezzosoprano Rinat Shaham será Judith en la obra de Bartok, mientras que Stephanie Wake-Edwards (mezzosoprano), Dominic Sedgwick (barítono), Adam Gilbert (tenor), Egor Zhuravski (tenor), Blaise Malaba (bajo) y la bailarina Hanna Rudd serán los protagonistas de la obra de Weill. La puesta en escena es de Sophie Hunter, la coreografía de Ann Yee, el diseño de luces de Jack Knowles y la dirección de videos de Nina Dunn. Jan Latham-Koenig, director musical del Colón en vías de asunción, estará al frente de la Orquesta Estable.
Los siete pecados capitales es la última colaboración entre Weill y Brecht. Financiada por el mecenas británico Edward James -poeta aficionado y magnate de los ferrocarriles-, se estrenó en París en 1933, mientras en Alemania escalaba el nazismo, con la dirección musical de Maurice Abravanel y la puesta en escena de George Balanchine. Se trata de una historia estadounidense: Anna viaja por siete ciudades, queriendo ganar el dinero necesario para construir la casa familiar, aunque sus sueños se van desvaneciendo a medida que avanza. Como si fuera el reflejo de una doble personalidad, el personaje de la protagonista se desdobla, representada en su lado más racional y reflexivo por una cantante, y por el otro, más osada y hasta ingenua, por una bailarina. En torno a ella, como un coro griego, los comentarios de su familia. La pieza se articula en un prólogo y siete secciones, una para cada pecado y su ciudad: la pereza corresponde a una ciudad no nombrada, la soberbia a Memphis, la ira a Los Ángeles, la gula a Filadelfia, la lujuria a Boston, la avaricia a Baltimore y la envidia a San Francisco, antes del epílogo.
Bartók terminó de componer El castillo de Barbazul en 1911, pero pudo verla en escena recién en 1918. El estreno, en la Ópera de Budapest con la dirección del italiano Egisto Tango, marcó un importante punto de inflexión para la fama del compositor, que a partir de ahí pudo promover su producción musical con mayor fluidez. La historia es la de Judith y Barbazul, los únicos personajes. Ella lo sigue hasta el sombrío castillo. Quiere conocer su pasado y para eso consigue las llaves de las siete puertas secretas que irá abriendo. La primera da a la cámara de torturas, la segunda a la armería, la tercera a los tesoros, la cuarta a los jardines, la quinta a los dominios de Barbazul. Los rayos de luz que salen de cada habitación muestran reflejos de sangre. Detrás de la sexta puerta se abre a un lago tornasolado, que recoge las lágrimas de Barbazul. Judith insiste en tener las llaves de la séptima, donde imagina estarán los cadáveres de las esposas de Barbazul asesinadas, manchados de sangre como las flores, las armas, las joyas de las otras habitaciones. Pero no.
Más allá del número siete -las ciudades con sus pecados en una y las puertas del castillo con sus llaves en la otra-, no habría muchas más correspondencias entre estas dos obras. Incluso habría más elementos para pensarlas como opuestos. Los siete pecados capitales, definida como “ballet cantado”, sucede en la Norteamérica deprimida y representa la directa expresión de convicciones ideológicas a partir de una crítica a las trampas del capitalismo. El castillo de Barbazul, por su parte, es la representación simbólica de un tiempo remoto, un universo medieval con referencias universales que se va desdibujando en las preguntas sin respuesta de personajes sinuosos. Mientras la orquesta de Weill recoge los moldes de la música mundana de los años ’20 del siglo pasado -el sonido emblemático de Berlín durante la República de Weimar-, Bartok rechaza las estructuras tradicionales de la ópera sin dejar de ser europeo, con un torrente musical que reinventa la orquesta a partir de apreciables preciosismos sonoros siempre interesados a los personajes y a la escena. Weill suena hacia afuera. Bartok hacia adentro.
Será esta la primera vez que Los siete pecados capitales llega al escenario del Teatro Colón, mientras que de El castillo de Barbazul, que desde 1953 tuvo cinco producciones, muchos recuerdan la última, de 2002, con Marcelo Lombardero como cantante junto a Alejandra Malvino, con la puesta en escena de Roberto Oswald.