Papá me esperaba en el camino, con las manos al volante y la mirada perdida en el acantilado. Mamá me alisó el pelo, me dio un beso y se metió rápido en la casa para no tener que hablar con él. Trataban de verse lo menos posible. Historias del pasado en las que yo no me metía. Los domingos papá y yo pasábamos la tarde juntos. Los demás días él me llamaba por teléfono y me preguntaba cosas sobre mamá. Yo le contestaba lo que me parecía que él quería oír. Los domingos, si el día estaba lindo, íbamos a pescar al arroyo, pero esa vez me bastó ver cómo papá chupaba el cigarrillo para saber que tenía otros planes. Pensé que no me había oído subir al auto porque seguía absorto en el acantilado, pero después de dos o tres pitadas se sacó el cigarrillo de la boca y, sin apartar la mirada del vacío, con una voz que nunca antes le había oído, me preguntó si estaba preparado. Le dije que sí, aunque ni siquiera entonces me quiso decir a dónde íbamos. El auto levantó una nube de polvo y nos pusimos en marcha. Hacía dos meses que no llovía y los caminos estaban secos. Tomamos la dirección de siempre, pero al pasar junto al pueblo papá siguió de largo sin decir una palabra. Advertí lo pequeña que era mi vida cuando, mucho antes de lo que esperaba o de lo que me hubiera gustado, el paisaje se me volvió desconocido. Era la primera vez que nos alejábamos tanto de casa. Entramos en un pueblo muy viejo. Papá dejó el auto en marcha y desapareció tras la cortina de tiras de plástico de lo que me pareció un almacén o un bar. A los pocos minutos volvió con una bolsa de papel que dejó en el asiento trasero y enseguida estábamos otra vez en la ruta. Después de manejar un largo trecho en silencio frenó en la banquina y me miró a los ojos y entonces yo me di cuenta de que él también estaba asustado. Me dijo que yo tenía trece años y que a esa edad ya se me podía considerar un hombre, y agregó que todo iba a salir bien y que era muy importante que confiara en él y que no me preocupara por nada. No sé por qué, pero en cuanto volvimos a arrancar se me ocurrió mirar el tablero del auto y noté que por primera vez en mucho tiempo el tanque estaba lleno. Papá puso un disco de folclore que escuchaban con mamá cuando aún estaban juntos. Después me preguntó qué música me gustaba y buscó algo parecido en la radio. Se notaba que quería congraciarse conmigo. Vi pasar varios pueblos más antes de quedarme dormido. Creo que tuve un sueño, aunque al despertar no recordaba nada. En la radio seguía la misma canción o habían vuelto a ponerla. Tenía hambre. Paramos en el bar de una estación de servicio. Yo pedí una coca y un alfajor. Papá sólo pidió el periódico. Mientras yo comía trató de sonreír e hizo un comentario sobre el cuerpo de la moza, una chica atractiva y simpática que iba de aquí para allá entre las mesas vacías. Aunque ya lo había hecho otras veces, esta vez fue distinto porque lo dijo mirándome a mí, como esperando una respuesta, o al menos un gesto de complicidad, pero yo sólo pude bajar la vista y le pregunté si mamá sabía que estábamos ahí. Me di cuenta de que él hubiera preferido que no mencionara a mamá en ese momento. Sopló con la nariz, prendió un cigarrillo y salió al playón a revisar la presión de los neumáticos. En el salón sólo quedamos la moza y yo. Le pedí que le avisara a papá que yo estaba en el baño y ella cuando miraba para otro lado me escabullí, salí por la puerta trasera y me puse a caminar en dirección a casa. Al volver la vista alcancé a ver el auto bajo el sol de la tarde. Tenía el capó abierto y papá miraba el motor desde arriba mientras se rascaba la cabeza. Era el único auto en todo el estacionamiento. Poco después una curva de la ruta lo ocultó. Yo ya estaba lejos cuando oí a papá gritar mi nombre. Sentí lástima por él. Después de todo era mi padre y sólo quería lo mejor para mí. Al cabo de un rato se puso el sol, y la ruta y los campos empezaron a darme miedo. Aunque tenía muchas preguntas, la mayoría de ellas se podían resumir en dos, que eran dónde estaba y si alguna vez volvería a ver a papá. A lo lejos aparecieron las luces de un pueblo y pensé que si no me pasaba nada antes de llegar no me costaría conseguir un teléfono para llamar a casa. En el caminó escuché sirenas de policía y se me ocurrió que tal vez me estaban buscando. El pueblo era pequeño y muy triste. Enfrente de la plaza había un bar. Cuatro parroquianos en camiseta jugaban a las cartas y reían en una mesa en la vereda. Antes de entrar y pedir un teléfono me senté en la plaza un rato a verlos jugar. Unos chicos un poco más grandes que yo me dieron un cigarrillo. Di las primeras caladas tratando de no toser mientras oía sus voces alejarse, hasta que sólo quedaron las risas de los hombres y el ruido del viento entre los árboles. En eso uno de los hombres se levantó de golpe y sacó un revólver. Acusaba a otro de haber hecho trampa. Su silla quedó un momento haciendo equilibrio en dos patas antes de caer hacia atrás. Los demás no se movieron. Yo cerré los ojos y mientras sentía el humo rasparme por dentro pensé en todo lo que había dicho papá y en la distancia a la que estaba mi casa. Luego tiré el cigarrillo al agua sucia que corría junto al cordón y entré en el bar.
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