Como Martin Luther King, Tamara Gómez tuvo un sueño. Abrió los ojos y, en el medio de la Deep Cuarentena, le dijo a su compañero: soñé que estabas tocando tus canciones, pero te presentabas con tu verdadero nombre. Gonzalo Deniz tomó nota. Desde el temprano 2007, sus discos venían circulando en ambas márgenes del Río de la Plata bajo el nombre de Franny Glass, pero cada vez que se tenía que presentar comenzaba a sonar un murmullo de fondo. Cada vez más molesto. Cada vez más profundo. El sueño de Tamara, en ese sentido, no ofrecía la respuesta a un viejo problema: abría el signo de una nueva pregunta.
“Todo este tiempo sentía cierta incomodidad con el nombre Franny Glass”, dice Deniz. “Me gustaba que el proyecto tuviera un nombre, pero tenía un problema con que fuera un nombre propio y que fuera en inglés. El miedo me detenía. No tanto a nivel local, sino regional. En Montevideo era más factible hacer ese cambio. Pero, como yo había tenido tempranamente la oportunidad de tocar en lugares como Argentina, Brasil o Ecuador, me parecía que el cambio echaba el trabajo un poco por la borda. En el 2021, durante el peor momento de la pandemia en Uruguay, el impulso romántico fue más fuerte que todas las consecuencias negativas. Si lo voy a hacer, es ahora. O sea, ¿qué música vamos a hacer después de la pandemia?”
Deniz no come vidrio. Si el cambio era un salto sin red, el siguiente paso tenía que ser estrictamente laboral. Como si fuera una suerte carta de presentación, comenzó por reagrupar las partes más fuertes de su repertorio: desde las páginas salientes de Franny Glass hasta su colaboración con Luciano Supervielle, pasando por una versión de The Divine Comedy y uno de los hitos de su vieja banda Mersey. Compuso una tanda de canciones nuevas y, con el material dispuesto sobre la mesa, se propuso grabar con una idea documental del registro. El resultado encierra al menos dos paradojas. Por empezar, si bien Mientras tanto, en Montevideo es un disco creado en medio de la cuarentena, tiene un anhelo colectivo.
“Había algunas cosas que venía rumiando hacía tiempo y las pude cristalizar en este disco: el canto grupal, la instrumentación austera y la sensación de música creada en una habitación”, dice Deniz. “No es la misma habitación que los primeros discos de Franny Glass. Hay más gente y es gente más grande. Quería generar la sensación de que las canciones no estaban al servicio de la grabación, sino que la grabación estaba al servicio de las canciones. Que las canciones existían por fuera de este álbum. Que las canciones no son su grabación. Como si las canciones fueran las sumas de las veces que son interpretadas y el registro fuera un intento vano de captar eso”.
Dispuestas como estampitas en el comando, las dieciocho canciones son una llamada de larga distancia. Deniz marca el prefijo de Montevideo y, a pesar de la estática, trata de ponerse al día. Es una charla como cualquier otra. Sobre el clima, las noticias, la salud de un pariente. Sobre un niño dormido. Sobre el final del verano y los pájaros que migran con el otoño. Sobre las ganas de bailar y el gusto de la piel con protector solar. Sobre el terror que se quiere quedar y los bichos de luz que nos guían en medio de la noche. Esas cosas. Nada del otro mundo en el otro mundo. Ahí está la segunda paradoja. Aunque está firmado por primera vez con su propio nombre, el disco no suena como un regreso a ningún lado. Quizás suene un poco aguafiestas, pero todo lo contrario. Es un alivio: estamos a dos mil años luz de casa.
En ese sentido, dentro del plano letrístico, las cinco canciones nuevas ofrecen un desplazamiento sutil pero decisivo: el sujeto lírico está disuelto. A veces, en una sobremesa de borrachos o adentro del soplido de un bandoneón. A veces, detrás de la especulación metafísica de una chamarrita. A veces, subidísimo a un blues rural y post-apocalíptico. Casi siempre, dejando la huella de una pequeña fogata sobre el suelo: siguiendo el canto de un vendedor ambulante que se perdió en la noche de los tiempos. “Mientras tanto, en Montevideo”, la canción que cierra el disco, es una escultura de palos y piedras que está arreglada con el método de sustracción de Cabrera y puede hacer ese gran prodigio. ¿Qué prodigio? Como el Jano Bifronte, mirar el pasado y el futuro a la vez.
“Primero se me ocurrió Mientras tanto, en Montevideo como una especie de subtítulo para el Cancionero”, dice Deniz. “A partir de ahí empecé a tararear una melodía que, a modo de anáfora, repetía la frase y daba lugar a las imágenes que iban apareciendo después. Hacía tiempo que quería basar una canción en el pregón de un pescador que había en el Cerro. Como muchos pregones, está basado en el ida y vuelta entre dos notas. Lo tomé, cambié la armonía y ahí empezó a crecer. En esa primera letra, el Yo estaba mucho más presente, vertiendo opiniones sobre lo que veía. No me convencía, así que tomé una decisión: me saqué de la canción. O quién sabe. Tal vez me quedé solamente atrás de la cámara”.
Ahí está el Cerro. Fundado como pueblo para recibir a los miles de inmigrantes que llegaron al Uruguay, fue poco a poco anexado como barrio a Montevideo. Sin embargo, nunca perdió su identidad multicultural y el orgullo de clase trabajadora. Ahí, rodeado de potreros, tablados de carnaval y casetes de Zitarrosa o Karibe con K, Gonzalo Deniz hizo sus primeras armas. Es decir: un cierto prestigio como enganche en las inferiores de Cerro y una incipiente sensibilidad melódica. Para empezar, no estaba nada mal.
“En la adolescencia dejé de ir al tablado y dejé de jugar al fútbol”, dice Deniz. “Si bien escuchaba a los Beatles desde los seis años, en esa época me metí con la música más contemporánea: primero fue Oasis y todo el britpop; después vino el boom de bandas de rock de los años 2000, como The Strokes. A los quince empecé a escribir mis primeras canciones y, una vez que terminé el Liceo, me metí a estudiar cine. Ahí, a través de un amigo, me llegaron The Queen is dead de los Smiths y las Black Sessions de Belle and Sebastian”.
La información abrió dos líneas de fuga. Durante sus veraneos en San Luis, Deniz conoció a los futuros integrantes de Mersey y comenzó a trabajar un repertorio eléctrico y expansivo para esa banda. Puertas adentro, sin embargo, se puso a picar en una cantera más otoñal. Tomó la guitarra acústica, delineó un puñado de personajes y, con un libro de Salinger en la mano, bautizó a su proyecto como la menor de la familia Glass. De pronto descubrió, como Oscar Wilde, que podía utilizar una máscara para decir la verdad. Que no hacía falta levantar la voz. Que las respuestas estaban en la biblioteca. Así, como si lanzara las monedas del I Ching, abrió las Crónicas de Dylan y encontró el título para su primer disco: Con la mente perdida en intereses secretos (2007). ¡Voilá!
Ataviado con su camisa a cuadros, se integró a la escena de los Cancionistas del Río de la Plata. A pesar de su proverbial perfil bajo, nadie en su sano juicio podía dudar de canciones como “Hoy no quiero verte nunca más”. Tocó con este y aquel hasta que, en abril de 2010, recibió la invitación de Xoel López para integrarse a la Caravana Americana: una gira por todo el mapa español junto a un seleccionado latinoamericano. Desde Pablo Dacal, Seba Rubin y Lisandro Aristimuño (Argentina) hasta Dado y Bonfá (Brasil), pasando por Alex Ferreira (República Dominicana), Arturo de Rodriguistas (Chile) y Andrés Correa (Colombia) y Ulises Hadjis (Venezuela).
En algún punto entre la euforia, la piña y las cañas, tuvo una revelación. “Recuerdo estar en ese tipo de rondas donde se va pasando la guitarra y pensar: ¡cómo me gustaría tener canciones que se diferenciaran del resto por el lugar del que provienen!”, dice. “En ese sentido, el hecho de salir a tocar fuera de Uruguay, me cambió un poco la perspectiva acerca de cómo debía encarar la música que hacía. Uno no tiene que hacer la música que le sale porque lo que te sale está condicionado por un montón de factores. En realidad, aquello que te sale ‘con naturalidad’ puede tener muy poco de natural”.
A partir de entonces, Deniz se metió de lleno en la obra de gente como Mateo, Mariana Ingold o Dino Ciarlo. Suscribió a los manifiestos del Choncho Lazaroff y leyó religiosamente al musicólogo Coriún Aharonian. “Tenía esa sensación extraña de volver a lo propio desde un lugar ajeno”, dice. “Me sentía torpe en aquello que debía salirme natural. Claro que nada de eso me resultaba completamente ajeno. Sin embargo, como rebeldía a lo propio, sentía que me había aprendido más todos los recursos de la música que te es impuesta culturalmente. No quiero sonar tradicionalista, pero tenía esta imagen: Tarzán tratando de caminar en dos patas por la ciudad luego de haber sido criado por gorilas. En esta analogía, los gorilas serían la música anglo, ¿no?”
El planteo ético drenó una estética. A la distancia, la grabación de El podador primaveral (2011) es el plot twist: el momento en el que Franny Glass encuentra la horma de su zapato. De pronto, sus canciones con sacos de tweed podían hablar sobre la sintaxis del candombe. De pronto, el muchacho que cantaba ensimismado en la cueva de Morrissey amenazaba con asesinar a un padre golpeador. Tres años después, con la edición de Planes (2014), llegó a la medida exacta de ese destilado. El paso siguiente, por supuesto, fue dinamitar la fórmula.
“Desastres naturales (2017) es fruto de un agotamiento de mí mismo”, explica Deniz. “Fue un intento por romper con mis sellos a la hora de componer. Y está marcado por el nacimiento de mi hijo. No porque fuera un disco dedicado a mi hijo, sino porque necesitaba hacer otra música para mi nuevo rol de padre”. Guiado por ese instinto, compuso un repertorio deliberadamente más distante. Invitó a cantantes invitados y delegó buena parte del ritmo sobre las máquinas. Colores fríos, dibujos geométricos. Igual, si Desastres naturales era profético, nadie se esperaba el flechazo del disco siguiente.
En algún punto del 2019, cuando nadie sabía siquiera pronunciar la palabra pandemia, Deniz tiró una sonda hacia el fondo del inconsciente colectivo y encontró algunos fantasmas apiñados en el techo como murciélagos. Como es cualquier cosa menos un aguafiestas, salió tanto con el diagnóstico como con la cura: Canciones de Amor para el Fin del Mundo. La vio venir o qué.
“Siempre me consideré una persona feliz”, dice. “O sea, moderadamente feliz. Y digo moderadamente porque, si uno está informado y dependiente de lo que pasa a su alrededor, no siempre es fácil ser una persona completamente feliz, ¿no? Pero por entonces estaba atravesando un momento personal donde sentía que, para recuperar cierta felicidad, no solo tenía que pasar tiempo sino que necesitaba cantar estribillos con todo mi corazón. Volver a cierta música a la que quizás solo recurría por disfrute. Así que puse en pausa mi investigación y mi responsabilidad como músico y simplemente hice un disco para sanarme”.
Así, mucho antes de entrar al estudio, planificó una serie de conciertos donde dejó la guitarra a un costado y cantó el disco completo. Desde el primero al último tema: en el mismo orden, con los mismos arreglos, la misma big-band. En pleno reinado de Spotify y las plataformas digitales, Franny Glass parecía preguntarse dónde es que existe un disco. Si es que existe. ¿En el aire? ¿En las hojas garabateadas con letras y acordes? ¿En nuestra memoria? ¿En la memoria del disco rígido? ¿En el número de pesos al final de nuestra boleta de internet?
Luego, como si fuera la orquesta del Titanic, la banda tocaba sus diez canciones sin dar un solo respiro. Foxtrot para los más ágiles; lentos para las parejas; estribillos para tatuarse en el pecho. Los niños corrían en la pista. Los viejos se abrazaban y señalaban la lluvia de meteoritos que cruzaba el cielo. Sin evasión, bailando bajo la tormenta. El enganche creativo del Cerro. El estudiante de cine. El cancionista uruguayo. El padre en crisis.
Tamara Gómez se despierta. Abre los ojos y le dice a su compañero: soñé que estabas tocando tus canciones, pero te presentabas con tu verdadero nombre. Gonzalo Deniz toma nota.