Los rankings boxísticos siempre fueron dudosos: no se entiende por qué, en cambio, suele creerse que los rankings sobre universidades son inequívocos.
Vimos en estos días circular los resultados otorgados por Quacquarelli Simonds acerca de universidades latinoamericanas. La UBA queda en el puesto número 9, a pesar de ser la segunda más grande luego de la UNAM, de México. Por supuesto que “más grande” y “mejor” están lejos ser sinónimos, pero resulta que la mejor de la Argentina -según el ranking- es justamente la más grande, de modo que el tamaño parece ser de importancia.
“Pensar para medir, no medir para pensar”, decía Bachelard. Los números impresionan, pero sólo valen lo que los criterios que los organizan. De modo que valorar según el número de citas de artículos, por ejemplo, hace que les vaya mejor a las universidades con más investigadores, al margen de que -en escala- pudieran ser menos productivos que los de otras más pequeñas.
Eso, sin tener en cuenta que la bibliometría ha sido ya ampliamente criticada en diversos sitios y niveles, pues una cosa es hacer un artículo de calidad, y otra ser citado muchas veces: un texto puede ser citado como ejemplo de mala calidad científica, por ejemplo. Y es obvio que la cantidad de artículos y citas poco dice de su intrínseco valor: a veces, un solo texto, por su importancia, puede ser más relevante que otros diez o cien. Y no siempre eso se expresa en citas.
¿Tendrán en cuenta en estos rankings la cobertura amplia de estudiantes? Difícil. ¿Y los porcentajes de estudiantes de sectores populares? Seguro que no. ¿Tendrán en cuenta la vinculación con necesidades sociales urgentes o más bien los convenios con empresas? No cuesta imaginarlo. ¿Valorarán el pensamiento crítico? No es esperable. ¿Apreciarán el pluralismo epistémico? Quizás no saben de qué va esa cuestión.
De modo que no es extraño a los criterios aplicados -pero sí es curioso para quienes conocemos la tradición argentina de universidad pública participativa desde 1918 y gratuita desde 1949- que en el ranking aparezcan en lugares destacados universidades privadas en igual número que las estatales. Se sabe que el número de estudiantes, por ejemplo, es ampliamente favorable a las segundas. Y la importancia estratégica de instituciones como la Universidad Nacional de Rosario, la Universidad Nacional de Cuyo o la Universidad Nacional de Tucumán, no ha alcanzado para estar en el ranking: menos aún algunas universidades más recientes y sin dudas de fuerte impronta, tal como las de General Sarmiento, Tres de Febrero o San Martín, por dar sólo unos nombres.
La UBA por cortesía agradeció el lugar noveno asignado, pero tengo la casi seguridad de que con criterios mejor afinados, le corresponde un sitial más alto. Pero claro: algunos rankings miden incluso la “eficacia terminal” de las universidades, y en eso las de Argentina tenemos números problemáticos.
La razón es muy simple: donde entran alumnos menos sujetos a selección previa, son más los que desertan. Obvio. El caso opuesto son universidades para sectores sociales privilegiados, y de matrícula minoritaria: allí los que llegan son pocos en números puros, pero son un alto porcentaje de los que iniciaron. Hay allí gran “eficacia terminal”: cuanto más democrático e inclusivo el ingreso, en cambio, peor va en el ranking.
Librémonos de números que comparan lo incomparable, sin asumir escalas ni criterios: la calidad universitaria se aprecia por parámetros menos publicitarios y más cualitativos.
* Roberto Follari es doctor en Filosofía, profesor de posgrado en la Universidad Nacional de Cuyo.