El cuadro es el esqueleto de la bicicleta, es la parte rígida, sin movilidad donde se adosan los otros componentes que permiten el movimiento, la locomoción, el andar. El cuadro también es parte del esqueleto de la historieta, es una unidad básica que en cada página puede contener en su interior dibujos y textos que posibilitan el movimiento narrativo, emocional, imaginario. 

Powerpaola en Todas las bicicletas que tuve dibuja cuadros de bicicletas dentro de cuadros de historieta como un juego de muñecas rusas, esqueletos dentro de esqueletos. Hasta dibuja sus propios huesos expuestos, que es lo más profundo a lo que se puede llegar en eso de ponerle el cuerpo a la historieta. Así, el relato del libro también sigue ese mismo juego de exposiciones, de un tiempo que contiene otros tiempos, como si se mirara todo a través de un vidrio quebrado que forma un calidoscopio, como si las ruedas y sus rayos giraran a una velocidad como para hipnotizar el tiempo y el espacio. “No sé cómo terminar esta historieta”, es el primer pensamiento del libro, así Powerpaola pone el final sobre el inicio, un tiempo circular, que rueda, páginas que se dan vuelta y del otro lado todo vuelve a empezar.

Aunque desde el título, Todas las bicicletas que tuve pareciera un libro que cumple una tarea enumerativa, un racconto de las bicicletas que poblaron los años de vida de Powerpaola: efectivamente cada capítulo lleva por título el modelo de una o más de las nueve bicicletas, con la aclaración de los años en que la autora anduvo en ellas. Pero no se trata de una cronología sino que de un tiempo quebrado, donde dentro de los siete capítulos no hay solamente un relato autobiográfico fragmentario, un anecdotario de ciclista, sino que se trata de buscar un punto donde ese diario de bicicletas se contamina por una fantasía exploratoria, donde aparece el agujero negro que complejiza la realidad, donde un cocodrilo amenaza con devorar toda civilizada evocación de recuerdos lineales y literales. Bicicletas compartidas, robadas, arregladas, empeñadas, regaladas, sobre asfalto, tierra o cargadas en botes o al hombro. Relaciones que empiezan o terminan sobre ruedas, accidentes ciclistas. Todas estas experiencias, que podrían ser solo una suma de anécdotas, van formando un trip donde el tiempo de la acción es también el de la reflexión. A veces el relato se fusiona con el ensayo, a veces la poesía se confunde con la pesadilla, a veces la imagen se hace canción (de Cat Power, de Christina Rosenvinge, de Los Fabulosos Cadillacs, de punk caleño). A veces una imagen en silencio, con toda la ambigüedad de eso que no tiene nombre.

Trazar la huella

 

“Desde hace algunos años me fascina cierto paralelismo entre el acto de pilotar una moto y el acto de dibujar. Este paralelismo me fascina porque puede que revele un secreto. ¿Sobre qué? Sobre el desplazamiento y la visión. Mirar acerca.”, escribe John Berger en El cuaderno de Bento, uno de sus libros de textos y dibujos donde, igualmente, no dibuja una moto sino una bicicleta. La visión encaminada en las huellas sobre el suelo o sobre el papel reúnen esos actos de andar en moto o de dibujar para Berger. Ese paralelismo se puede ver en el libro de Powerpaola cambiando a tracción a pedal para convertirse en una oda a la migración donde desplazarse y acercarse son formas de una poesía de “revelaciones sistemáticas de tu propio destino”. Dibujar andando como evocación telepática, como rodar en un sueño lúcido, como otra compresión de lo que nos pasa y lo que nos queda. “Cuando uno escribe y dibuja comprende los eventos como suceden en la vida”, escribe dentro de un cuadro Powerpaola y debajo los ojos de un cocodrilo miran asomados en la superficie del agua agitada por la lluvia. Comprender los eventos con la mirada salvaje de un animal que vive entre el agua y la tierra, que no es necesariamente anfibio pero prefiere el barro de la ribera, esa orilla entre mundos. Ese es el mismo lugar migrante que Powerpaola desarrolla en su obra y en su vida nómade, registrada en este libro como en otros, en fanzines, ilustraciones y pinturas pero también en todas sus redes sociales donde dibujos y paisajes se funden en un diálogo ambulante, en un mismo viaje dual. 

En sus posteos en redes vemos que Powerpaola dibuja andando, no es una historietista de tablero y estudio; los lugares donde llena sus hojas son bares, plazas, sobre el pasto, en casas de paso, paradas de un viaje que parece que no tiene principio ni fin, igual que en el libro. Las rutas en bici por todos esos lugares que anda dibujando son tan serpenteantes, tan sueltas como sus pinceles. Los dibujos van dejando sus propias huellas ásperas y suaves: aunque el blanco, negro y gris son protagonistas visuales del libro, y pueden crear tanto el bosque bucólico visto desde una ventana como el descontrol en medio de un pogo punk. A veces un par de colores cortan algunas páginas para estampar otros matices: como un saco rojo rosado que es suave como el pop o el amarillo del sol o de un collar que puede ser glitter tornasol entre postales desérticas o visiones lúgubres. Los recursos gráficos también fluctúan, el estilo es estar en movimiento.

 

Territorio incógnita

En el libro autobiográfico Virus tropical, muy influyente en la última década de la historieta latinoamericana, Powerpaola trazaba el recuerdo de su crianza migrante, hablando desde un hogar familiar compartido. En este nuevo libro se completan algunos recuerdos de su infancia y adolescencia, como un lado b donde ella comenzó a explorar sobre las ruedas un mundo fuera de la familia de sangre. Pero también Todas las bicicletas que tuve es el después de Virus tropical, una secuela una vez que abandona la casa donde vivía con su hermana y sale a una vida independiente y propia de complicidades, romances, abandonos, pérdidas y cruces. Powerpaola cita lo que la artista Eugenie Goldschmeding le dijo cierta vez: “Para mí mi bicicleta es mi hogar. Así que cuando sueño con ella, sé de qué me está hablando...” Se podría decir que la bicicleta es la casa soñada para Powerpaola, aclarando que el sueño a veces también tiene una dimensión de pesadilla. Las ruedas de la historietista la llevan a perderse por Buenos Aires, Quito, Cali, Medellín, Bogotá, aunque también sus memorias viajan a El Salvador y habitan lugares que no tienen un anclaje en ningún mapa. Migrar no es solo cambiar de territorios, sino crear nuevos. La historieta y la bicicleta le permiten a Powerpaola eso mismo, llegar a lugares que no están registrados en Google Maps, y no solo a las zonas donde no se puede entrar en casi ningún vehículo salvo la bicicleta, en esos márgenes urbanos donde puede encontrar afectos, entendimiento y diversión. En la historieta hay un territorio especial: un verdadero agujero negro donde el espacio es una incógnita. Como un leitmotiv, hay un pozo que se representa en distintos capítulos del libro como una exploración de lo que subyace a los paisajes que puebla la protagonista. ¿Nuestra oscuridad interior? ¿Un territorio mental? Muy lejos de autobiografía como estilización del ego, Powerpaola se hace cargo de sus zonas oscuras, de sus fugas, de sus inconstancias, mostrarse siempre en esos vaivenes, errores y accidentes que nos dejan tecleando con perplejidad y dudas.

 

Una de sus últimas historias, tal vez la más trágica pero también la más cargada de sentimientos, es la relación de Powerpaola con su amiga Adriana en el colegio secundario en Cali. Esa compañera, quien fue “la chica más rebelde que había conocido”, un día le revela la literatura de Alejandra Pizarnik cuando le lee aquel célebre poema que termina con “Pero creo que mi soledad debería tener alas”. Esa amistad y desobediencia compartida, ese intimismo de rebelión cargado de oscuridad, ese desarreglo emocional de la relación, es tal vez uno de los mejores homenajes a la Pizarnik en este 2022 que se cumplen 50 años de su muerte. Todo el libro de Powerpaola parece reescribir aquel verso, porque para Powerpaola la soledad debería tener ruedas y pedales. Porque ya sus dibujos tienen un vuelo propio.