Cuando me avisaron de esta nota les pregunté a mis hijos si recordaban alguna obra que me hubiera conmovido. “La alegría de vivir” de Max Ernst me dijeron. Es verdad, durante los 90, me sumergí en el surrealismo con devoción y esta pintura me cautivaba especialmente. Creo que jamas la ví en vivo, nuestro encuentro con las obras de arte era en los libros como ahora es en la pantalla. La ví en un libro de Dadá: da da, las primeras palabras de un bebé. Asi llamaron al nuevo orden un grupo de artistas europeos a mediados del siglo veinte. El viejo orden los había llevado a dos guerras mundiales, ya no servía, proclamaban. La tapa del libro eran unos pies que terminaban con cordones como si fueran botines, pintado por Magritte. Adentro las obras surrealistas más raras y bellas.
“La alegría de vivir”. El título era importante, porque quien pinte sabe qué tortuosos son los primeros encuentros con el pincel, qué poca la alegría y qué largo el desencanto.
Esta pintura en cambio, era puro desenfado y virtuosismo. Una maraña vegetal abigarrada, unas enormes hojas de planta de zapallo, y unos seres que miran por entre los yuyos. Max Ernst había vivido cerca de un bosque de niño y poseía esa relación con la naturaleza, como desde adentro. Fue compañero de dos potentes pintoras que admiro: Leonora Carrington y Dorothea Tanning. Escapó del nazismo huyendo a América, donde siguió pintando y amando.
¿Qué hacer con una obsesión? Si esta pintura me fascinaba y era una aspiración, ¿cómo atraparla, sacarla de la cabeza, liberarme? ¿Y por qué recordaban mis hijos “La alegría de vivir” y yo no? Porque convivieron años con un enorme cuadro que tuve que pintar para sacarme esa obsesion de la cabeza.
El pintor cuenta con un pincel y una tela para desentrañar su mundo. Es poco y es mucho. Me decidí entonces a copiarla para apropiarme. Recurso vil pero lícito dentro de las normas del arte. Fue fabuloso. Entrar ahí y develar tantos misterios. Las nervaduras de las hojas, las figuras sonrientes mostrando unos voraces dientes que son la prueba de la vitalidad: morder. La pinté a mi modo, puse un cielo diáfano, mas sudamericano que europeo, agregué tambien algo mío: el óleo con un medium cargado de aceite de lino. Ahí quedó mi obsesion: cuajada, patente y tangible.
“De todo lo escrito, sólo me interesa lo escrito con sangre. Así aprenderás que la sangre es espíritu. Nietsche”. Escrito en la pared amarillo ocre sobre el inodoro del bañito de damas de la escuela de Bellas Artes en los años 80. Afuera en el patio acampaban artistas chilenos refugiados, que como Max Ernst también escapaban de un régimen nefasto. Yo en medio de eso, era muy joven y quería ser artista. Muchos interrogantes.
Lo digo acá a esto, porque copiando esa obra tambien aprendí cosas como esa. Que la sangre es espíritu. Uno aprende este lenguaje pero pasa tiempo antes que sepamos que queremos decir con él. “La alegría de vivir” me dijo: es por acá. Todo esto puede sonar obsoleto, pero todavía era un mundo de hombres, de ideas platónicas. No se hablaba como ahora de comunidad y la sororidad aún no estaba registrada. Para codearse había que hablar el idioma. Pero pintando la alegria de vivir que era el imperativo mío de ese momento, me di cuenta lo femenina que era esa pintura. Que lejos se puede llegar pintando unas plantas y sus sombras. El surrealismo coincidió además con otro encuentro en mi vida: el psicoanálisis. Ambos referían a vivencias y texturas que hablaban de otras cosas veladas. Fueron una salida al mandato de la época, una posibilidad de sumergirse en la propia historia y reescribirla.
Se nota que las obsesiones se van y vienen otras, por suerte. Luego vino un romance con “la encantadora de serpientes” de Rousseau, que fue otra obra que recordaron mis hijos. De la cual también hice una copia gigante para mi propio placer y divertimento. Me gustaría hacer un día una copia de otro ícono nuestro: “La balsa de la medusa” de Gericault, quien se rapó el pelo para obligarse a no salir de su casa hasta terminar la obra. Una abundante melena era el imperativo de la moda. Otro que estaba obsesionado.
Así termina esta historia, con final feliz por suerte, ya que la enorme pintura donde plasmé mi fanatismo por “La alegria de vivir” fue testigo de cómo crecieron mis hijos.
Ahora es testigo de cómo crecen los hijos de un amigo, ya que siguió su vida, su camino, y se fue a vivir a la casa de él. Típico de las obras, y de los hijos.
Florencia Böhtlingk nació en Buenos Aires, 1966. Pasó por las escuelas de arte sin llegar a recibirse. Recibe en 1994 la beca Kuitca junto a talentosos colegas de los cuales sigue aprendiendo. Colabora con escenografías teatrales. Enseñó pintura en el Centro Cultural Rojas. En 1992 comienza a viajar a Misiones y su naturaleza la deslumbra. Sigue viajando y pintando allí. Publica un libro para festejar sus veinte años de oficio, y dos libros de acuarelas publicados por Mansalva: Misiones y Río de La Plata. Incursiona en el cine documental para ampliar sus vivencias misioneras.