En 1957, el año de la publicación de Las voces, los angry young men causaban furor en la Gran Bretaña literaria. Escritores como John Wain, Colin Wilson, John Braine o John Osborne perfeccionaban un arte documental y realista que con su fusión de realismo social, furia y costumbrismo se proclamaba autén­tico. Imagina, pues, lo que supuso la irrupción de una novela como esta en la fiesta del utilitarismo purista de posguerra; una novela que, cuando lleva un tercio transcurrida, anuncia algo que es en esencia más “verdadero” si cabe que cualquier realis­mo literario: que, de hecho, es una novela; que “en este momen­to del relato, vale la pena puntualizar que todos los personajes de esta novela son ficticios, y que en ningún caso se inspiran en ninguna persona viva”.

Las voces fue la primera de las veintidós novelas que Muriel Spark escribiría a lo largo de casi cincuenta años (murió en 2006); la primera de lo que acabaría convirtiéndose en un re­conocible pero inimitable corpus novelístico integrado por unas obras de ficción escuetas, inteligentes, irreverentes, de estética sofisticada y a veces lobreguez hitchcockiana; siempre dotadas de un poderosísimo componente filosófico. Cada una de ellas –cuya paradójica ligereza y sensación encontrada de resolu­ción e inconclusión deja a sus lectores sin que se den cuenta satisfechos y turbados a la vez– pondría contra las cuerdas su propia contemporaneidad y plantearía preguntas profundas so­bre el arte, la vida y la creencia. Esta primera novela fue directa al origen de la metáfora metaficcional; al origen de la forma misma de la novela. “Antes de poder encajar en mi conciencia literaria la escritura de una novela tenía que idear un proce­so de escritura de novela propio, y llevar a cabo este acto con la misma novela que me proponía escribir”, recordaría mucho más tarde en el único volumen autobiográfico que escribiría, Curriculum Vitae. “Sentía, además, que la novela como forma artística era en esencia una variación del poema. Estaba con­vencida de que cualquier buena novela –o, de hecho, cualquier composición que exigiera de una construcción– era en esencia una expresión de la poesía.”

En un poema titulado “Authors’ Ghosts” (“Los fantasmas de los autores”), escrito tres años antes de su muerte, celebraba el alboroto, el misterio, la vitalidad contenida entre las cubiertas de un libro, incluso en aquellos que el lector juzga conocer bien, imaginando que “los fantasmas de los autores regresan a hurta­dillas” por la noche a las casas, van a las estanterías y alteran los inamovibles textos: “Estos autores dan pinceladas finales, casi definitivas,/ a veces cambian párrafos enteros. / Se añaden, reescriben y revisan páginas enteras... / Cómo si no/explicar que, tal vez pasados los años,/ el lector acuda al libro y diga: Pero ¿esto pasaba?/ Si no lo recuerdo.../¿A santo de qué este final?”

De regreso a principios de los años cincuenta, la carrera literaria de Spark acaba de arrancar tras ganar un concurso de cuentos convocado por el periódico Observer con “The Seraph and the Zambesi” (“El serafín y el Zambeze”). La obra trata de lo que acontece cuando se produce una colisión entre lo natural y lo sobrenatural; se habla de un ángel “real” que adopta una forma compleja y extraña, paradójicamente estática pero viviente, y que irrumpe en la representación de la Natividad de una escuela para reivindicar su papel ante los quisquillosos organizadores de la obra: “Era un cuerpo viviente. Lo más destacable era su consistencia; no parecía atenerse a las leyes de la perspectiva, sino que seguía teniendo el mismo tamaño tanto cuando me acercaba a él como cuando me alejaba. Y, al contrario de lo que pasa con otras formas vivientes, parecía completo. Ninguna parte experimentaba proceso alguno; el contorno carecía de los indicios de confusión y agita­ción que suelen indicar la presencia de criaturas vivientes, y esa era también la razón de su belleza”.

“Siempre he intentado hacer de lo sobrenatural parte de la his­toria natural”, dijo Spark en una entrevista de 1997 a la revista Artforum. Desde el inicio mismo de su carrera como escritora de ficción hasta el final de su vida le fascinaron las disciplinas y anarquías asociadas que constituyen la vida del arte y los ca­nales que comunican el arte, la espiritualidad y la realidad. Las voces fue su primera incursión plena en lo que más tarde se con­ vertiría en inimitable territorio sparkiano.

LA PARÁBOLA DE LA FICCIÓN

“La ficción, para mí, es una especie de parábola”, dijo Spark a principios de los años sesenta. “Tienes que convencerte de que no es verdad. Hay una parte de verdad que emerge de ella.” Desde sus párrafos introductorios, Las voces versa sobre el ac­to de construir cosas, y también personas, y sobre el cómo y el porqué de hacer narrativa, así como sobre la “clase de verdad” que emerge de la ficción. El libro arranca con Louisa Jepp, el encantador personaje de abuela sparkiana que es una “eterna sorpresa”, contándole cosas sobre su nieto, Laurence, al pana­dero. El joven las oye y las desmiente. “Ahora le ha dado por no probar el pan blanco. Ya ve, una de sus manías.” El encantador Laurence muestra su disconformidad a voz en grito y con tono bromista.

Hasta aquí, todo muy realista y corriente. Pero en Las voces todo hecho trivial tiene su razón de ser. Todo significa algo, cosa que a veces es un fastidio, como bien apunta quejumbrosa su heroína, Caroline, cuando le lee la cartilla al “autor”: “Es como si alguien me observara muy de cerca y fuera capaz de leerme la mente; como si esperara para abalanzarse sobre algún pensa­ miento o acto insignificante y así darle un significado extravagante y distorsionado”.

Caroline se convierte al catolicismo y se siente aislada en su convicción. Además, los demás conversos a los que conoce le parecen exasperadamente serviles y simples o –como la horri­ble señora Hogg, cuya religiosidad es puramente material– re­pulsivos. Entretanto, parece que esa hogaza de pan realista y de lo más corriente oculta tesoros, y Laurence se dedica a recabar pistas para probar una historia de lo más inverosímil sobre su adorable abuela, que sería la cabecilla de una banda de crimina­ les... “quizá espías comunistas”. Pero cuando Laurence empieza a hacer demasiadas preguntas sobre los caballeros (en aparien­cia inofensivos) que visitan a su abuela, a estos, sospechosamente, les preocupa que luego pregunte: “¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí?”.

¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí? La heroína de la novela vive de alquiler en un piso de Kensington en el que los de­ más inquilinos golpean la pared si hace demasiado ruido; en otras palabras, su vida no es distinta a la de muchas heroínas de la ficción literaria realista británica. Sin embargo, Caroline, que está escribiendo un libro sobre la novela del siglo xx, La forma en la novela moderna (“El capítulo sobre el realismo se me ha atravesado un poco”), va a vivir en sus carnes el misterio de la realidad cuando empiecen a atormentarla las constantes visitas de un ser invisible al que llama “el espíritu de las teclas”. Este espíritu la interrumpe con sonidos que solo Caroline oye, con el golpeteo de las teclas de una máquina de escribir y una voz que es tanto singular como plural, “como una persona que habla­ra con distintos tonos a la vez”. La voz insiste en la naturaleza ficcional de Caroline y de todos a quienes esta conoce. “Hablan en pasado. Se burlan de mí.” A Caroline, como es comprensi­ble, le duele que le digan que su vida en tiempo presente cuenta ya con una conclusión inevitable, y que ella no es real.

Y la voz, ¿es real? ¿Es acaso una versión literaria del Espí­ritu Santo? ¿O, como le insisten sus amigos, en teoría con in­tención de ayudar, se está “imaginando cosas”, está sufriendo “un trastorno nervioso leve”? Oír voces, desde tiempos inme­ moriales, es señal de santidad o de locura. Caroline no es ajena a la locura; ella misma, casualmente, se recupera de una crisis: está “dando forma a esas palabras en la mente y evitando así la aglomeración de otras palabras; otros pensamientos (...) Ha­bía ideado aquella técnica hacía casi un año en la sala de lectura del Museo Británico, en una época en que tenía los sesos como la noche de la conspiración de la pólvora; con las ideas chis­porroteándole en todas direcciones y unas siniestras figuras em­brutecidas que saltaban en torno a un montón de cachivaches en llamas”. Sin embargo nosotros, como lectores, sabemos la respuesta, porque hemos recabado las pruebas y porque el es­píritu de las teclas (pues esto es una novela al fin y al cabo) es tan “real” como la propia Caroline, y ha perturbado a la manera de Brecht nuestra habitual conformidad con los requisitos de la forma. Sabemos que Caroline, como personaje, ha dado en el clavo. Lo sabemos en particular por el modo en que reta al aterrador no­personaje, la señora Hogg (el primero de los sa­grados demonios de Spark, cuyo nombre, orgullo egoísta y vileza son sin duda deslumbrantes referencias a la fábula escocesa del siglo xix de James Hogg Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado, que narra la historia de un calvinista que se cree elegido por Dios). Las voces es, en cualquier caso, un li­bro sobre la formación del personaje (valga la literalidad), y qué propio del personaje de Caroline el resistirse al “intento de or­ganizar nuestras vidas en torno a una trama hábil y convenien­te”, el discutir “acaloradamente” con el espíritu de las teclas. “Es una cuestión de ejercer el libre albedrío.”

Y todo sucede con tanta despreocupación y tanta joviali­dad... Sin embargo, estos dos misterios que discurren en parale­lo (el primero, burdo, centrado en el contrabando y el segundo, en el catolicismo), este reto pícaro y alegre al realismo literario británico, esta parodia descarada de las conspiraciones y la pa­ranoia contemporáneas a la guerra fría se convierte, al final, en una lucha a vida o muerte.

LA FORMACIÓN DEL PERSONAJE

Spark, la novelista europea e internacional era, “sin duda, una escritora de formación escocesa”, como dijo ella misma. De educación judía y también presbiteriana edimburguesa, pasó su infancia en una elegante casa de vecindad de la capital esco­cesa que, bien podría decirse, la obsequió con una objetividad necesaria, un “exilio constitutivo”. Edimburgo fue donde “se imbuyó de todo, si bien no a través de ningún mentor concre­to, sino simplemente respirando el aire informado del lugar, su anarquismo orgulloso y remoto”.

Abordar la obra de Spark desde una perspectiva autobiográ­fica no suele ser de gran ayuda, pero a veces puede sacar a la luz alguna que otra anécdota interesante. Ella aclaró que la voz del narrador de Las voces no era la suya. “Es un personaje”. Lo dijo en un artículo titulado “My Conversion” (“Mi conversión”), una de sus primeras reflexiones sobre su conversión al catolicismo a los treinta y tantos, en paralelo a lo que podría considerarse a la vez su conversión de poeta y crítica a novelista.

Es interesante, sin embargo, que fuera puramente objetiva desde el principio, y que concibiera la novela como una forma inferior al compararla con la precisión de la poesía; como inte­resante es también que en la veintena, cuando trabajaba para el Ministerio de Asuntos Exteriores en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, se dedicara “a la oscura actividad de la propaganda negra o guerra psicológica”, donde formaba parte de un equipo que confeccionaba y divulgaba una mezcla de “verdades detalladas y mentiras creíbles” a los oyentes alema­nes y donde (de modo bastante surrealista), el equipo recababa gran parte de la información que necesitaba empleando como método de vigilancia la inclusión de micrófonos en los árboles que bordeaban los caminos por los que paseaban y charlaban los prisioneros de guerra alemanes.

Según la propia Spark, la idea del espíritu de las teclas surge de las alucinaciones que padeció involuntariamente a media­ dos de los años cincuenta cuando tomaba Dexadrina, un inhi­bidor del apetito; una época de trabajo intenso, conversión al catolicismo, pobreza y grave malnutrición para la autora. Como explica en Curriculum Vitae, estaba trabajando en un libro so­bre T. S. Eliot cuando, una noche, el texto empezó de repente a bailarle ante los ojos y las palabras, a mezclarse: “Formaron anagramas y crucigramas. Durante el tiempo que me duró esta sensación, yo sabía que eran alucinaciones. Pero no las relacio­né con la Dexadrina”. Se dijo que los libros que estaba leyendo debían de esconder un código; las alucinaciones duraron tres o cuatro meses hasta que, al final, cesaron sin más cuando dejó de tomar Dexadrina. “Es difícil expresar lo extraordinariamente fascinante que era aquel juego de palabras involuntario.”

Esa mezcla de extraño ensimismamiento descifrador y de posterior objetividad originaría la metáfora central de Las voces: “Yo veía que crear un personaje que padecía alucinaciones audi­tivas en la página impresa era una torpeza. De modo que hice que mi protagonista 'oyera' una máquina de escribir y voces que estuvieran componiendo la propia novela”.

“Entonces ¿es el mundo un manicomio? ¿Somos todos unos chalados con buenos modales que discretamente se muestran comprensivos con la perturbación ajena?”, le pregunta Caroli­ne a su amigo el barón, uno de los que la “consuelan”. La nove­la le debe su título original, The Comforters (Los que consuelan), a los inútiles amigos que consuelan a Job en el largo poema bíblico que aborda las cuestiones del sufrimiento humano y de la paciencia, El libro de Job, un texto que Spark estudió y sobre el que escribió en los años cincuenta y al que regresaría en sus ficciones posteriores (en especial en la novela sobre terrorismo y moralidad The Only Problem de 1984). Los personajes que consuelan a Caroline en su sufrimiento, como los que hacen lo propio con Job, solo son capaces de ver su pro­pia virtud: Laurence está obsesionado con la burda trama del contrabando y el barón ve demonios del mismo modo absurdo que Georgina Hogg “oye” la voz de la Virgen María diciéndole qué empleo elegir.

El aspecto formal que define El libro de Job, no obstante, es el diálogo, que permite que humanos y Dios se comuniquen. Las voces también es un diálogo; un razonamiento rabioso y vibrante sostenido en un marco perfectamente disciplinado que, a resultas, entrevera subjetividad y objetividad casi hasta lo imposible. Es probable que la sutileza formal más emocionante de la no­ vela, ejecutada con gran ingenio por Spark, sea el modo en que Caroline y el espíritu de las teclas superan sus posiciones encon­ tradas en un diálogo entre personaje y forma misma y llegan a aceptar que existe algo mucho más fluido; llegan a algo que po­ dríamos calificar de acuerdo, incluso de interacción.

La parte inicial y central de la novela revelan que Caroline se siente dolida porque el espíritu de las teclas esté escribien­do su realidad, y que el espíritu de las teclas, a su vez, se siente dolido por las críticas de Caroline a su falta de talento narrati­vo. Cuando Caroline pone a prueba el poder de la autoría del espíritu y decide seguir su propio camino, sin tener en cuenta la trama, hiere el orgullo del espíritu de las teclas. “Estaba muy bien que Caroline luchara por lo que quería y lo que no quería en lo referente a la trama de una novela. Bien por decidir retra­sar la acción. Qué fácil le resultaba criticarlo todo.” El espíritu, molesto, hace que el vehículo en el que viaja Caroline derrape, se salga de la carretera y ella se rompa la pierna (con lo que, efectivamente, se detiene la trama e incluso se parte el libro en dos). Solo Spark sería capaz de forzar la forma con tanta astucia y tanta gracia como para tener en una página a su protagonista criticando al autor por su falta de imaginación a la hora de des­cribir un hospital y en la siguiente, una descripción completa y totalmente innecesaria de un hospital. Si es verdad que Caroli­ne oye voces, entonces también lo es que la voz oye a Caroline. Su trabajo conjunto es el triunfo creativo de la novela, además de la revelación de su benevolencia final.

Por encima de todo lo demás, el poder del narrador es su capacidad para hacer hincapié en el tiempo y revelar la insig­nificancia de los eventos mismos al ubicarlos en un contex­to temporal más amplio: “Ciento treinta años después de este acontecimiento, Louisa se sentaba a la mesa del desayuno con Laurence”. Además, de principio a fin llama la atención sobre su propio artificio; hace que el lector sea consciente de la banalidad del texto, de las estructuras que se repiten. “Su madre le decía mil veces: 'Te he dicho mil veces que no entres en los cuartos de las criadas'”. Cuando al fin llegamos al espíritu de las teclas, que se manifiesta ante Caroline por medio de sus repeticiones literales, el estilo ya ha arraigado en la novela: el narrador, por muchos motivos, es una broma, y la narración, una burla del mal estilo literario. Y al final acabamos descubriendo que desde un principio ha sido el narrador el que se ha estado riendo; pero no de nosotros, sino con nosotros.

Las voces es en gran parte un libro que habla de la función que tienen los libros, del lenguaje y de cómo lo usamos. Está en desacuerdo con la cháchara vacua de los medios de comuni­cación y la sociedad, critica los tópicos insustanciales del in­glés, aguza el oído moral a las respuestas sociales codificadas y a sus verdades y vergüenzas subyacentes, a aquello indecible que queda oculto bajo lo que se dice en voz alta. Con la objetividad, el contexto gana en moralidad. Lo que los críticos han llamado la “estética del desapego” de Spark es en realidad un modo de conexión brechtiano.

En el discurso que dio para la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras a principios de los años setenta, Muriel Spark habló de la importancia de lo que definió como “la dese­gregación del arte”: “El arte y la literatura del sentimiento y la emoción, por muy bella que sea por sí misma y por muy impre­sionante que sea su descripción de la actualidad, debe desapa­recer. Nos hace creer en una suerte de participación en la vida y en la sociedad, cuando en realidad se trata de una actividad segregada. Por eso, en su lugar, yo abogo por las artes de la sá­tira y el ridículo”. “El arte del ridículo”, dice, “puede penetrar en lo más profundo”, mientras que la “patética descripción” no hace más que separar a quienes la experimentan de cualquier comprensión real. Ella imagina primero una obra en la que se transmiten las nociones de sufrimiento y violencia por medio de la emoción, y luego ve a los espectadores del público, con “sus responsabilidades morales lo suficientemente satisfechas por las emociones que se les ha inducido a sentir. Puede que un hombre se acueste sintiéndose menos culpable después de ver una obra así. Ha experimentado en sus carnes lo que es la pena. Lágrimas saladas le han recorrido las mejillas. Ha cenado bien. Es absuelto, duerme bien”. Spark quiere que sus lectores piensen en vez de sentir. Las voces, una obra consciente de ten­sión superficial estética, nos implica a nosotros, lectores, al re­velarnos la mecánica de nuestra participación en la novela. Trata la locura y el mal con una ligereza disciplinada y liberadora, de forma muy parecida a cómo Spark, a lo largo de su carrera, libe­raría a sus lectores de las vicisitudes de la historia y de la reali­ dad sencillamente redefiniendo, cada vez, los términos de dicha “realidad”.

Vale la pena recordar la influencia que tiene en su obra la forma poética de la balada escocesa fronteriza, en la que se na­rran hechos terribles con un desapasionamiento que raya en lo alegre; el desapasionamiento sparkiano, igual que el humor sparkiano, es siempre un recurso liberador, y prácticamente toda la ficción posterior de Spark tendrá algo de la “curiosa ale­gría” de esta novela.

 

Que esta proeza delicada, ingeniosa y alegre fuera una pri­mera novela es asombroso. Sin embargo, no sería más que el inicio del estudio que llevaría a cabo Spark sobre la autoría y la autoridad, así como de sus exploraciones dialógicas sobre la relación entre el arte, la fe y la vida. Acaba con su propia génesis, hábilmente, como un buen chiste. Trastorna y encandila a sus lectores por su combinación de agudeza, precisión, inteligencia y comicidad. Tan vibrante como siempre, más de cincuenta años después de su primera aparición, sigue sacándole los colores a la tradición realista, y probablemente siempre lo hará.