Cuando la musa es el hashtag
“El arte que no está en el presente no será jamás”, dijo antaño Pablo Picasso, y el Woods Art Institute –museo de Hamburgo, Alemania– retoma esta cita y la lleva a su expresión más cabal con la experimental The Art of Trending. Se trata de “la exposición de arte más contemporánea: curada por el mundo entero y ejecutada por una inteligencia artificial”, a decir de la gente detrás de la iniciativa. “Hoy en día, gracias a las redes sociales, tenemos acceso en tiempo real a las conversaciones, tendencias y noticias globales que preocupan a las personas. Existen además inteligencias artificiales, como la archifamosa DALL-E, capaces de traducir palabras o frase en imágenes”, recuerdan desde la institución, que precisamente ha aunado ambas cuestiones. Y es que, en esta exposición, se exhiben obras creadas por el mentado programa de IA a partir de temas que son trending topic en Twitter, casi en simultáneo a volverse virales. Entre ellos, #QueenElizabeth (la Reina Elizabeth), #EnergyPrices (precios de la energía), #MahsaAmini (nombre de la joven iraní asesinada por la policía de la moral), #PrideMonth (mes del orgullo), #ArielIsBlack (la sirenita ahora es negra), entre otros tópicos candentes, de urticante vigencia, que han entregado a DALL-E para que conciba piezas digitales que “representen, presenten, respondan o ironicen estas ideas, así como ha sucedido históricamente en el arte, desde la prehistoria hasta el Guernica de Picasso o los trabajos de Banksy”. Claro que, en vez de personas sosteniendo pinceles, está el software que sigue revolucionando el panorama, ducho en generar obras virtuales que, en este caso, se exponen a través de los canales sociales del museo alemán, además de presentarse en vallas publicitarias de distintas partes de Alemania, “explorando los límites de lo que es el arte y lo que hace que un artista sea un artista”.
El conjuro digital
“Justo a tiempo para Halloween, la macabra imagen de una mujer con los ojos hundidos y las mejillas ensangrentadas está rondando la web”, advierten medios del globo, contribuyendo a la génesis de lo que probablemente se convierta en leyenda urbana: la aparición de un demonio digital que acecha a internautas desprevenidos y causa –relativo– pavor. La entidad es femenina y lleva por nombre “Loab”; fue creada por una inteligencia artificial e invocada accidentalmente por un músico sueco de apodo Supercomposite. En un reciente hilo de Twitter que se hizo viral, este muchacho relata cómo nació lo que, a su entender, es una evidente criatura del averno: hace unos meses, se puso a experimentar con un generador de texto e imagen (no precisa cuál), dándole indicaciones negativas; es decir, pidiéndole que produjera visuales diametralmente opuestas a lo que él describía en palabras. Instrucciones fueron y vinieron, et voilá la primera imagen de Loab, la siniestra señora de look infernal que comenzó a aparecérsele con inquietante consistencia, persistentemente, sin que importara lo que Supercomposite le pedía a la IA. “Para aclarar a la prensa, sin entrar en tecnicismos: he dado vida a un verdadero demonio”, se ¿jacta? el muchacho, que ha hecho rodar la idea de que Loab es real y acecha internet. Su nombre, por cierto, lo eligió ella misma al deletrearlo junto a una de las imágenes donde se hacía presente; con mirada amenazante, evidentemente. Vale decir que el sueco trató de “exorcizar” su computadora reiteradas veces dando nuevas instrucciones al programa, pero la diabólica entidad virtual “volvía a aparecer de la nada”. Siempre con un aura aterradora y cierta preferencia por lo sangriento. Ahora bien, más allá del cuiqui que despierta, no queda claro el alcance de sus poderes, de tener alguno, por supuesto.
¡Qué ojazos!
Parece ser que uno de los grandes temas que quita el sueño a los desarrolladores de coches autónomos es la cuestión de la seguridad. Acorde a voces autorizadas, aún cuando se ha avanzado muchísimo en software de conducción robótica, todavía queda camino por andar para que estos vehículos reaccionen como se espera al medio y naveguen en consecuencia. Un desafío es lidiar con los demás coches, pero acaso sea aún más importante reaccionar a tiempo frente a un actor clave en las calles: el peatón. “No hay suficiente investigación sobre la interacción entre los automóviles autónomos y los transeúntes”, ofrece el profesor Takeo Igarashi, investigador de la Escuela de Ciencias y Tecnología de la Información de la Universidad de Tokio, que se ha propuesto subsanar esa escasez de data, en pos de “mayores garantías a la sociedad respecto a cómo esta tecnología se comporta en las calles”. Una labor ciudadana entonces la realizada por este especialista informático, que ha estudiado el asunto y propone ahora una solución poco ortodoxa para hacer que los coches autónomos sean más seguros. Con total seriedad, Igarashi asegura que ponerle ojitos saltones robotizados a estos autos puede volverlos más seguros (y de paso generar unas risas, ojo). Con su equipo de científicos, el hombre analizó cómo reaccionan los peatones al cruzar de vereda con prisa: si ve que los ojos del coche le miran, asumen que le están prestando atención; si en cambio no los observa, son más cauteloso al momento de cruzar porque temen que el coche distraído los atropelle. Para arribar a estas conclusiones, el team de Tokio customizó una especie de carrito de golf al que, obviamente, le agregó ojos; luego grabaron videos en 360 grados y los importaron a un entorno de realidad virtual para medir cómo accionaban los participantes en distintos escenarios. Habrá que ver si prende la sugerencia de don Takeo y compañía en futuros diseños vehiculares, y si efectivamente reduce los accidentes de tráfico, que es la meta, al fin y al cabo.
El libro que no puede ni quiere ser leído
Con 21.450 páginas, presume de ser el libro más largo del mundo y, precisamente por ese motivo, resulta imposible de leer. Incomodidad aparte, su autor ni siquiera es quien ha escrito las páginas: Onepiece, la obra en cuestión, lleva el gancho de Ilan Manouach, artista multidisciplinar griego que se ha ocupado de reunir todas las ediciones digitales del popular manga One Piece, del afamado Eiichiro Oda, imprimirlas y reunirlas en un único volumen analógico. A modo de comentario, en tanto la agencia que representa a Manouach ha explicado que se trata de una “escultura ilegible que toma la forma de un libro, el más grande hasta la fecha en número de página y ancho de lomo, buscando materializar el ecosistema de difusión online de cómics". Independientemente de cómo se clasifique, ciertamente parece haber un mercado para el extenso volumen: la edición limitada de cincuenta copias se agotó a los pocos días de su lanzamiento el pasado 7 de septiembre, y eso que cuesta un dineral, casi dos mil dólares. El trabajo de Manouach, por cierto, surge debido a la “profusión de contenido en línea disponible y la digitalización desenfrenada de la industria del cómic” que, a su entender, “desafía el carácter artístico de la artesanía detrás de las historietas”. Asimismo, según la editorial francesa JBE que se ocupó de editar la colosal obra, la pieza busca resaltar la manera en que los cómics existen como mercancía y literatura, es decir, como “objetos duales que tienen un valor de uso para los lectores y un valor de cambio para los coleccionistas”. Más allá del propósito, hay que ver si no les trae problemas la idea: Eiichiro Oda ni siquiera fue consultado y, por tanto, jamás dio el visto bueno para que usaran su manga de semejante modo. Keita Murano, del personal de derechos internacionales de Shueisha, la editorial japonesa tras el manga de Oda, confirmó que su compañía no había sido contactada: “El producto no es oficial. No les hemos dado permiso. Nuestro licenciatario en Francia para One Piece es la editorial Glénat”. De todas maneras, recuerda The Guardian que, aún cuando Eiichiro no reciba regalías por la presunta “escultura”, difícilmente le haga mella a su economía: “su serie de cómics ya lo convirtió en el creador de manga más rico de todos los tiempos, con cientos de millones en el banco”. Desde JBE no se preocupan demasiado, no creen haber infringido los derechos de autor porque, al final del día, es físicamente imposible leer el libro.