Esto debe de haber sucedido en los primeros años de la década del ’60, porque yo estaba sobre el borde de cumplir los 11. ¿Qué era tener 11 años en aquella época? En primer lugar, suscitar el lugar común: “ya es todo un hombrecito”.

Detestaba esa frase hecha, porque el adverbio “ya” presuponía una situación anterior contraria, un capricho del “hombrecito”. También, por el determinante “todo”, como si se pudiera ser un “hombrecito” por secciones corporales. Y finalmente por el diminutivo demoledor del final: “hombrecito”. Sonaba a “... todavía falta”. Humillante.

Luego, significaba que empezaran a formularse con nitidez preguntas personales que hasta entonces no estaban dichas. Y el halo fortuito, que inauguraba su proceso de enrarecimiento, aunque todavía fuera niebla sin palabras: una amiga de mi madre llorando una rabia que no supo explicar, ideas que he olvidado impregnadas en imágenes imborrables, reproches sofocados contra la luz de un velador. Nada que pudiera asimilar un chico de 11 años, pero el significado estaba allí.

También era descubrir que había otras formas de festejar los carnavales, muy distintas de apuntar a la tráquea de los blancos elegidos con unas bombitas de agua durísimas. Por ejemplo, las celebraciones nocturnas, los enormes carteles que decían “4 BAILES 4”, y las primeras charlas trémulas con las pibas que nos gustaban.

Aquel año arrasaba “El Camaleón”, interpretada por Chico Novarro, y repetían como transición “Frente al mar” por Susy Leiva, quien moriría un par de años después en un accidente de autos a la altura de Baradero. Unos meses más tarde de los carnavales que refiero, también en accidente de auto (pero urbano), se mató Julio Sosa, para consternación de mi tío Caruso que lo veneraba. Mi otro tío, el Nino, daba explicaciones acerca de que el auto de Sosa, una Coupé DKW Fissore, sólo podía haberse desviado de mano --que fue lo que sucedió-- si lo había golpeado otro vehículo.

Las carnestolendas ofrecían dos centros de gravedad, en inextinguible asedio recíproco: el Club Tiro Federal y Deportivo Morteros, y la Asociación Deportiva 9 de Julio. Aunque no era infrecuente que la misma orquesta típica, como “Rocko y sus Tesoros”, tocara en ambos clubes: eran el yin y el yang del planeta urbano, el agua y el fuego, la noche y el día.

Yo tenía un defecto, que conservo intacto. No veía la realidad como era, sino más linda. Bastante pocas cosas lindas hay del lado de afuera, como para permitir que algo interior, como el recuerdo, se rija por leyes impuestas. O sea que tengo recuerdos “más o menos”. Son fieles, sí, pero a mí mismo.

En el Tiro, la pista principal de los “4 BAILES 4” quedaba en la cancha de básquet al aire libre, a metros del bar. Se solía montar un escenario bajo uno de los aros. Yo estaba todo lo enamorado que se podía estar a los 11 años, de una belleza “sobrenatural” --palabra que me parecía formidable, pero que a los mayores los hacía mirarse entre sí, sofocando la risa--.

Tenía el pelo negro, grueso y pesado, muy brillante, una cara de dulcísima tristeza, y una piel blanca y mate, en el sentido de que parecía absorber la luz en lugar de reflejarla.

Empezamos apostándonos en el bar; yo no sabía bailar y me debo la asignatura. Saliendo de esas instalaciones, estaba la línea de reflectores con lámparas de vapor de mercurio, luego la cancha de fútbol y sobre un costado, un monte de diez por diez. Había un níspero, un saúco polifónico de pájaros, con sus racimos de bayas bruñidas, y una multitud de otras especies, lo que conformaba una especie de modesto bosquecito, tupido si se lo miraba de afuera, pero con espacio en el centro. Un sitio para frecuentar en estado de enamoramiento.

Hablábamos sobre libros de la colección Robin Hood, sobre gente, sobre cualquier tema. Nunca me cansaba y era siempre ella la que tenía que volver a su casa, porque su padre, o su hermano menor... y allí la voz se le quebraba y algo la atería por dentro, un miedo imperfecto y envolvente. Su madre había muerto dos años antes y su padre le prohibía las relaciones con la familia materna, que ella adoraba.

A la mañana siguiente le pregunté a mi nonna si conocía algo de esa historia, e instantáneamente se creó esa nebulosa, ese halo todavía inexpresivo. “È meglio non parlare di queste cose”, me dijo en italiano, lengua que rara vez usaba.

Dos veranos y una tarde duró aquel amor onceño. Siempre caminábamos hacia el montecito, cada vez estaba más bella (era un año mayor que yo). Entre el segundo y el tercer verano, me enteré que la rama materna de la familia se la había llevado a un convento de Córdoba, a un “internado”. Cinco o seis años después, el padre se mató colgándose del guinche de un aparejo manual para levantar motores. El hermano quedó a cargo del taller, que terminó cerrado. En el pueblo decían que se había “venido” loco.

Cuando cumplí los 21 años, me hice una escapada a Córdoba; me revientan los festejos, en particular si son parami cumpleaños. Enfilé rumbo a la pensión en la que me dijeron que vivía.

Para uno de los bulevares de mis sentimientos, no había pasado ni un día desde el último en que nos habíamos visto. Estaba bellísima, con zapatos sin tacos, un vestido celeste, un pulóver tejido a mano color tabaco, y el óvalo de aquel rostro que se alimentaba con mordiscos de luz.

Esa tarde fue la última. No teníamos de qué hablar, pero, más importante todavía, ella escapaba de cualquier familiaridad creada en los tiempos de los carnavales, sin nada que la persiguiera. En realidad, nada visible a mis ojos. No toqué el tema del padre, ni tampoco el del hermano. Tenía una idea de por qué la habían llevado al “internado” de un día para otro.

 

Terminé mi vaso de agua y me fui. No hace mucho me contaron que habían estado con ella, que vivía en Atenas con una amiga letona, ambas bellas y distantes, una rubia y la otra morena, como dos estrellas gemelas de dos lados opuestos, en un cielo intrincado.