La realidad nos interpela con su cara más feroz, vuelve como de un pasado ya lejano, la violencia política en su faceta más descarnada: el homicidio como solución.
Creíamos, o al menos yo lo creía, que los años de plomo estaban felizmente superados y que habían dejado al menos dos legados indelebles:
1) El rechazo al asesinato como método de construcción política.
2) Y que es solo en el marco de la democracia y sus instituciones donde se dirime la disputa política.
El intento de magnicidio acontecido el jueves 1 de septiembre del 2022 ha puesto en cuestión estos axiomas, y nos muestra, una vez más, que nada está garantizado.
No se trata de un fenómeno aislado, sino que es un acontecimiento que se inscribe en la deriva de un nuevo orden mundial, donde la ultraderecha gana espacios instalando un discurso segregativo y anticivilizatorio.
Como ciudadano estoy absorto y angustiado, como lo estan seguramente la inmensa mayoría de mis compatriotas, mi oficio de psicoanalista me hace pensar el mundo a la luz de determinadas categorías en busca de un poco de orientación; la enseñanza del viejo zorro de Viena, Sigmund Freud, permite enmarcar ciertos fenómenos en la constitución misma de eso que llamamos lo humano.
Es bien conocida la tesis de Freud que funda la cultura en la renuncia a la satisfacción pulsional inmediata, el apremio de la vida impone al proto-humano posponer las demandas pulsionales eróticas en virtud de transformar la naturaleza y crear unos lazos de convivencia con sus semejantes, para hacer posible la conservación misma de la vida. En su texto mayor, Tótem y tabú, Freud ubicará en el mito de la horda primitiva el pacto fundamental que permite la convivencia de la familia humana. La prohibición del incesto y del asesinato pone un límite a la ilusoria idea de una satisfacción sin restricciones y a la vez abre un espectro de satisfacciones posibles y relaciones de intercambio.
En el texto mencionado, el acento está puesto en la renuncia a determinadas satisfacciones eróticas, aunque no es la única vía, es la que aparece destacada.
Hoy me interesa recordar, otra referencia del mismo Freud mencionada casi como al pasar en una nota al pie, donde dice que tal vez la primera vez que un hombre profirió un insulto en lugar de arrojar una piedra, en ese momento haya nacido la cultura.
Aquí vemos que la fuerza civilizatoria nace de la renuncia al acto destructivo. Cuando una palabra puede advenir en lugar de la acción es el primer tratamiento posible de la descarga destructiva, es el primer parapeto ante la consumación de la pulsión de muerte.
Sin embargo, el insulto, la expresión del odio, están todavía demasiado cerca del acto, están a un pequeño paso hacia atrás de arrojar la piedra o apretar el gatillo, el poder ensalmador de la palabra no se establece si se permanece tan cerca del acto criminal, no conjura su fuerza pulsional.
Afortunadamente, pareciera haberse instalado en algunos sectores de la sociedad la necesidad de dar un debate profundo acerca de los efectos “del discurso de odio”, hay quienes cuestionan con buen criterio esta denominación en tanto que el discurso por definición implica el lazo social y el odio en tanto que pasión del ser es disolvente del lazo, prefiero hablar de “expresiones de odio” , pero no es necesaria, a los efectos del debate, tanta precisión, solo alcanza con establecer el hecho de que las expresiones o discursos de odio encarnados en referentes y medios de propagación masivos e instaladores de sentido común contribuyen a la disolución del pacto social.
Es indispensable apaciguar dichas expresiones oponiéndoles elaboraciones simbólicas cada vez más alejadas de la consumación del acto destructivo.
El odio es una de las oposiciones al amor, entendiendo a este como Eros en su sentido amplio, como la fuerza vital que tiende a congregar, y producir organizaciones cada vez más complejas, el odio va en el sentido opuesto, trabaja por la disgregación y la aniquilación.
Los psicoanalistas llamamos pulsiones a las fuerzas que ponen a trabajar lo anímico, Eros es pulsión de vida en constante mezcla y desmezcla con variables cantidades de pulsión de muerte, el odio pavimenta el camino de la pulsión de muerte como impulso destructivo.
El arma más poderosa que tenemos contra su consumación es la palabra elaborada, alejada del acto destructivo, es vital poder recuperar el valor metafórico del lenguaje que lo aleja de la cosa en sí.
Una tenue luz...
En el lamentable episodio donde se intentó asesinar a la Vicepresidenta de la Nación, hemos podido observar que la gente que detuvo al agresor no ejerció violencia física contra el mismo, solo la necesaria para detenerlo, inclusive, se ve claramente por televisión cuando una de las personas lo toma de los pelos y es frenado por los demás; solo lo detienen y lo entregan a la policía.
Pesé para mí: "Es un milagro que no lo hayan linchado".
Una estimada colega[1] me hizo notar que ese comportamiento tan civilizado es un efecto de la política de derechos humanos.
Efectivamente, nuestro país ha estado al borde mismo de la desintegración luego de haber vivido uno de los genocidios más aberrantes de la historia de la humanidad. Con esos despojos, Madres, Abuelas y organismos de derechos humanos establecieron un nuevo pacto ético refundante de un contrato social, que excluye la segregación y nos asienta en un horizonte de paz, ojalá su ejemplo nos ilumine.
Osvaldo Rodriguez es profesor adjunto Psicoanálisis Freud I UBA.
[1] Se trata de la psicoanalista y profesora Silvia Pino.