La geografía del rostro se transforma. La boca deja de estar abierta, deja de ser glotona, lugar de apetito insaciable o de los gritos de la plaza pública: ella se vuelve ahora tributaria de significaciones psicológicas, se vuelve expresiva a semejanza de las otras partes del rostro. Verdad única de un hombre único, epifanía del sujeto. El cuerpo de la modernidad deja de privilegiar la boca, órgano de la avidez, del contacto con los otros a través de la palabra, del grito o del canto que la atraviesa, de la bebida o comida que ingiere. La incandescencia social del carnaval y de las fiestas populares se hace menos frecuente. La axiología corporal se modifica. Los ojos son los órganos beneficiarios de la creciente influencia de la “cultura erudita”. Todo el interés del rostro se centra en ellos. La mirada concentrará una riqueza cada vez mayor en el transcurso de los siglos venideros.
En el siglo XV, el retrato individual se convierte, de manera significativa, en una de las primeras fuentes de significación de la cultura, revirtiendo en pocas décadas, la tendencia establecida de no representar a la persona humana sin recurrir a una figuración religiosa. Al desarrollo del cristianismo correspondía, en efecto, un rechazo por el retrato, ligado al temor de que la captura de la imagen resultara ser la del hombre mismo. El retrato no era percibido como un signo, una mirada, sino como una realidad que podía actuar sobre la persona. En la Alta Edad Media solo los altos dignatarios de la iglesia o del reino dejaban retratos de su persona, pero protegidos de los maleficios por la consonancia religiosa de las escenas, donde ellos figuraban rodeados de personajes celestiales. El ejemplo del papa induce a ricos benefactores a desear la inserción de su imagen en las obras religiosas (frescos, manuscritos, luego retablos) a cuya realización contribuían generosamente. La donación bajo el pretexto de un santo patrocinio autoriza al benefactor a asegurar su propia perennidad, mezclando su presencia con la de los altos personajes de la historia cristiana.
En el siglo XIV aparecen otros soportes para el retrato: los retablos, fachadas de residencias y las primeras pinturas de caballete. En esos retablos, el benefactor está representado, a menudo, en compañía de santos, pero a veces, y en especial en las divisiones externas, puede figurar solo. Con Jan Van Eyck, la afiliación necesariamente religiosa de la presencia del benefactor comienza a disiparse. La Virgen del Canciller Rolin (alrededor de 1435), coloca frente a frente como si se tratara de una discusión cortés entre esposos, a la Virgen y al benefactor. La topografía del lienzo no distingue a la Virgen del hombre profano: el espacio compartido es igual para los dos interlocutores. El retrato de los Arnolfini (1434) celebra sin consonancia directamente religiosa la intimidad doméstica de dos esposos. A sus pies, un perro tendido refuerza la dimensión personal de la escena. Se produce un deslizamiento de la celebración religiosa hacia la celebración de lo profano.
En el siglo XV el retrato individual apartado de toda referencia religiosa cobra impulso con la pintura, tanto en Florencia o Venecia como en Flandes o Alemania. El retrato se convierte en un cuadro en sí mismo, soporte de una memoria, de una celebración personal sin otro justificativo. El escultor que ejecuta la estatua yacente de un personaje vivo se preocupa solo por la fidelidad de su retrato, dejando atrás toda idealización. El epitafio ofrece un signo biográfico específico. El interés por el retrato y, esencialmente, por el rostro, adquiere una importancia cada vez mayor con el correr de los siglos (la fotografía releva a la pintura: por esa razón, hoy en día muchos papeles que declaran la identidad llevan foto). De una individuación a través del cuerpo pasamos así a una individuación a través del rostro.
El rostro es, en efecto, la parte del cuerpo más individualizada, la más singular. De ahí su uso social en una comunidad donde el individuo comienza a afirmarse lentamente. La promoción histórica del individuo suscribe, paralelamente, la del cuerpo y, en especial, la del rostro. El sujeto no es más un miembro inseparable de su comunidad, del gran cuerpo social, sino que se convierte en un cuerpo en sí mismo. El nuevo interés por la importancia del individuo conduce al desarrollo de un arte centrado directamente en la persona y suscita un perfeccionamiento en la representación de los rasgos, una preocupación por la singularidad del sujeto ignorada en los siglos precedentes. El individualismo marca la aparición del hombre encerrado en su cuerpo y señala su diferencia, sobre todo, en la epifanía del rostro.
Este fragmento pertenece al libro Antropología del cuerpo y modernidad del sociólogo y antropólogo David Le Breton que acaba de publicar Prometeo.