Había llegado caminando, despacio, desde el callejón que bordeaba el café, rodeando el muro de piedra, que rozaba con una mano a modo de guía para mantenerse en pie, envuelta en una pañoleta de lana basta, raída y sucia. Llevaba botas de tela rústica, una falda larga con los bordes descosidos en varios tramos y un saco tejido algunas décadas atrás con parches en las dos mangas. El cabello gris atado en un rodete y la espalda encorvada revelaban su edad.
La noche estaba más fría que lo habitual para esa época del año. Se asomó por encima del visillo que cubría la mitad inferior de los cristales de la puerta y miró a través del vidrio. Parecía buscar a alguien. En el interior del café quedaban pocos clientes, se veía a los más rezagados estirar la despedida; las copas y las tazas vacías se amontonaban en las mesas que todavía estaban ocupadas. Los camareros habían empezado a limpiar las mesas y prepararlas para la mañana siguiente y un joven, detrás de la barra, frotaba con un paño las copas, que volvía a acomodar en el estante suspendido sobre la tabla de madera. Se escuchaban voces y risas, en un ambiente cálido y cordial de alegría, de fiesta, que contrastaba con el clima exterior, donde el viento, que llegaba desde el océano y se embolsaba en la bahía, se extendía por las calles gaditanas.
Adentro se mantenía una atmósfera acogedora; la iluminación tenue invitaba a conversar. Era una isla, en el mar inhóspito de esa noche de invierno.
La mujer se alejó de la puerta y se apoyó en la pared en la que el cartel, pintado en mosaicos de cerámica, mostraba al marinero azul que identificaba al café.
Contuvo la respiración y volvió a asomarse. Entonces lo vio: el camarero salía de la cocina. Tenía el pelo y los ojos oscuros, la piel aceitunada y dos hileras de dientes blancos y enormes que mostraba sin pudor mientras hablaba. Los brazos, firmes y fuertes, llevaban la bandeja con gracia sorteando las mesas con leves movimientos de cadera. La mujer lo observó y una mueca se formó en su boca. Podría haber sido una sonrisa si no hubiera tenido la tristeza dibujada en la expresión de los ojos que acompañaban el movimiento del joven.
Siguió observándolo. A su alrededor, en la vereda, se había reunido un grupo de perros, que aparecían cuando el local estaba por cerrar, esperando recibir la comida sobrante. Esa noche, el cielo de Cádiz estaba despejado y podían verse con claridad la luna y las estrellas.
El joven miró hacia la ventana y la vio; volvió a la cocina y regresó con un paquete en las manos. Salió por la puerta con la sonrisa brillando en su cara morena.
-Buenas noches, Amparo. Pensé que hoy tampoco vendría. ¿Qué pasó anoche, que no la vi por acá?
-Es que los días de lluvia nos echan un caldo en la iglesia -respondió la mujer, mirando hacia el piso.
El joven apartó con el pie a un perro que se acercaba olfateando el envoltorio: “Para ustedes también habrá algo”, dijo sonriendo, mientras ponía con cuidado el paquete en las manos de la mujer.
-Esta noche pude rescatar unos bocadillos de pescado y también dos bollos con dulce de membrillo, de esos que a usted le gustan tanto. El té está caliente, aproveche a tomarlo antes de que se enfríe.
-No sé cómo darte las gracias -balbuceó ella.
-No es necesario, es un gusto recibirla todas las noches.
La mujer levantó los ojos. Cuando se cruzaron con los del muchacho, la memoria le trajo de vuelta otra mirada, que había amado en otra vida, en un tiempo en el que todavía miraba el futuro con esperanza. Un sentimiento arrollador, como no había experimentado antes, por el que se había alejado de su casa paterna y abandonado a su familia. Un amor tan intenso como breve que, mientras duró, la elevó del piso. La caída desde la altura fue más brusca y la dejó devastada.
Necesitó que pasaran años para recuperar la cordura, vagando sin rumbo por instituciones de beneficencia. De a poco empezó a recordar imágenes de aquella época, como si no hubiera sido su vida sino la de alguien más, que ella estuviese mirando en una pantalla de fantasía. Fue entonces cuando empezó su búsqueda, sin demasiadas esperanzas, al principio, y viendo crecer sus ilusiones con cada noticia o referencia que recibía sobre su paradero.
El día que lo encontró, quienes la conocían en el asilo en el que pasaba las noches, atrás de la iglesia, advirtieron el cambio. Se iluminaron sus ojos en el rostro marcado por los años, por el dolor y el olvido. Y ya no quiso volver a perderlo.
De regreso al presente, el joven permanecía de pie y la observaba. Ella dio media vuelta y empezó a caminar en dirección al callejón por el que había llegado. Antes de desaparecer detrás de la esquina, giró la cabeza y volvió a mirar al joven que agitaba la mano en alto, en señal de despedida. “Qué hermoso es, qué bueno y generoso”, pensó. La sonrisa que apareció entonces en el rostro de la mujer fue amplia y la expresión de su mirada, calma, al contemplar los ojos oscuros. Esos mismos ojos que la miraron, más de tres décadas antes, en el momento en que lo dejó, envuelto en mantas, en la puerta de la iglesia, y se marchó sin mirar atrás.