Desde París
A la Unión Europea la zarandean sus peores pasados tanto fuera de sus fronteras actuales con la confrontación con Rusia y la guerra en Ucrania, como dentro con la apabullante velocidad con la cual crecen las ultraderechas. Y no es todo. La dominación cultural, financiera, y militar de Estados Unidos nunca había llegado a un nivel tan elevado como el de hoy.
Una enorme porción de los votantes de la Unión Europea ha perdido, fundamentalmente, los valores que presiden su creación al tiempo que, en varios países, los europeos parecen olvidar en las urnas lo que les ensenan en el colegio: el antifascismo es un mensaje sin alcance. Ya no moviliza.
Una pesada resignación y una suerte de ilusión de que es posible volver a un pasado colonial y blanco han empujado a millones de individuos a rescatar de las aguas más oscuras del pasado partidos y personajes que, a la luz, representan una poderosa arma de destrucción social. Las ultraderechas modernas son liberales, silenciosamente antisemitas, declaradamente antiislam y, por encima de todo, muy lejos de ser, como se presentan, "el partido del pueblo".
En los últimos años cambiaron radicalmente sus retóricas. Pusieron en el armario su antisemitismo rancio, dejaron de afirmar que saldrían del euro y de la Unión Europea y prometieron una salvación colectiva frente a una derecha que no sabe por dónde ir y una izquierda en arrapos, vacía de proyectos, de lideres legítimos, de dinámicas transformadoras y de sueños. A lo sumo, las izquierdas han sido excelentes gestoras de aquello a lo cual las ultraderechas responsabilizan de los marasmos actuales sin jamás adelantar una solución realista.
Quienes admiraron y colaboraron con los nazis ingresan hoy por las puertas grandes del poder. En los últimos seis meses, la ultraderecha europea se izó a alturas inéditas. En abril de 2022 el Fidesz, el partido del primer ministro húngaro, Víctor Orban, consiguió el 54 por ciento de los votos y la mayoría absoluta en el Parlamento. Las alevosas mentiras del autoritario jefe de gobierno fueron más decisivas ante sus electores que todas las crisis y críticas que sus poco democráticas políticas desataron en el seno de la Unión Europea.
En Francia, entre abril y junio, la candidata del partido de ultraderecha Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, alcanzó dos hazanas: por segunda vez consecutiva disputó la segunda vuelta de la elección presidencial ante el actual presidente Emmanuel Macron, quien ya la había derrotado cinco años atrás.
Entre 2017 y 2022 nadie logró despegarla de esa plataforma que, un mes más tarde, en junio de 2022, consagraría su estrategia en el curso de las elecciones legislativas donde Reagrupamiento Nacional se quedó con 89 diputados. Comparativamente, en 2017 apenas había salido de las urnas con ocho diputados electos. En 2022, la derecha tradicional sumó 75 diputados, la alianza de izquierda (NUPES) 131 y el macronismo 235.
En Francia, la ultraderecha lleva más de 40 años royendo el cuerpo de la democracia. Es, en su dimensión histórica más moderna, la extrema derecha que les demostró a las demás que era perfectamente posible sacarse los diablos y los demonios de encima y, mediante una verdadera revolución cultural interna, ascender hacia el poder.
Mucho más extraños son los motivos que, el pasado 11 de septiembre, llevaron a la extrema derecha de Suecia a convertirse, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, en la segunda fuerza política del país. 20,5 por ciento de los votos y claras victorias en lo que fueron los bastiones de la socialdemocracia sueca.
El arraigo histórico de los Demócratas de Suecia en las raíces racistas y neonazis no predisponía a este partido ultra a una victoria semejante. En el año 2000, mucho antes de que Marine Le Pen lo hiciera en Francia, el líder de los Demócratas de Suecia, Jimmie Akesson, entabló lo que comúnmente se conoce como la "fase de desdiabolizacion". Desaparecieron los signos ultras y toda la estética vikingo-machista pasó al olvido.
Colores suaves, reemplazo de la palabra "raza" por el término "incompatibilidad cultural" y siempre, como bandera, la preferencia nacional ante los beneficios del Estado. Sin gritos ni cabezas rapadas, los Demócratas de Suecia se abrieron todos los espacios.
En la Unión Europea persiste una suerte de desperfecto ideológico del cual se benefician los partidos de tradición neonazis o fascistas. La última en ingresar en el selecto grupo que trepa al poder es la líder posfascista italiana Giorgia Meloni.
"Soy mujer, soy italiana, soy cristiana y todo esto nadie me lo sacará". Con esa simpleza argumental más la repetición de una presunta "amenaza sobre la civilización" (europea), la defensa de la "familia natural" contra el "lobby LGBT", los "valores universales de la cruz contra la violencia del Islam" y otras tantas barrabasadas semejantes Meloni condujo a un partido casi confidencial a lo más alto del poder.
Fratelli Italia, en 2018, obtuvo un cuatro por ciento. Su divisa no puede ser ni más primaria, ni más reaccionaria: "Dios, Patria y Familia". Su programa de gobierno, como las demás ultraderechas, consiste en un puñado de medidas xenófobas: cerrar "las fronteras para proteger a Italia de la islamización" y a Europa del "reemplazo étnico actualmente en curso".
Meloni no se cansa de repetir "no tenemos la más mínima intención de convertirnos en un continente musulmán". Contra ello, la líder y futura primera ministra propone un "bloqueo naval del Mediterráneo" para impedir que los inmigrados que huyen de los países gobernados por aliados europeos desembarquen en las costas italianas. No hay, de hecho, nada creativo en estas narrativas de los ultras. Lo mismo de siempre, pero con otros enemigos: ya no son los judíos sino los musulmanes.
Italia es uno de los países fundadores de la Unión Europea y la tercera economía de la zona euro. Hace 100 años exactamente, Benito Mussolini accedía al poder tras la famosa "Marcha Sobre Roma". Un siglo después, Giorgia Meloni marcha sobre Europa.
Su ascenso en un país tan clave como Italia hace pesar densos nubarrones sobre la Unión Europea, tanto más negros cuanto que su aliado de La Liga, Matteo Salvini, es un anticonstrucción europea visceral.
Lo más trágico de cada una de estas elecciones no es la victoria de los fascismos en sí sino la desaparición de los antifascismos, la lenta e inexorable disipación de un humanismo cautivo en el seno del mensaje político. Para las democracias de la Unión Europea, la amenaza ya no viene de afuera. Palpita en las venas de sus territorios.
Los partidos nacionalistas, aunque hayan enjuagado sus apariencias, tienen sus valores y sus identidades grabadas en una piedra radical y definitivamente opuesta los valores mediante los cuales se fundó la Unión Europea.
El liberalismo genera monstruo tras monstruo. Su última versión es apenas una más en la agitada lista que no tardará en plasmarse en la realidad.