Ese mediodía recibí un llamado de un allegado a Daniel Grinbank. Charly quería tenerme en su nueva banda. No había mucho que pensar. Era el sueño del pibe. Antes de terminar la serie de conciertos con Juan, me reuní en la oficina del notable empresario. Un asistente me hizo pasar. Grinbank estaba detrás de su escritorio. Me dio la mano con una amplia sonrisa. Me cayó bien de entrada. Se disculpó y me dijo: “Ya llegan todos”. Salió de la amplia habitación. Quedé solo en aquel lugar que parecía una oficina neoyorquina de película. Miraba por la ventana que daba a la intersección de Rodríguez Peña y avenida Santa Fe. Los autos, la gente caminando, las bocinas, la velocidad de la metrópolis, y yo en el centro del escenario. ¿Qué estaba haciendo allí? No terminaba de entender qué parte era la que estaba haciendo bien. Era un pibe afortunado, sin lugar a duda. De pronto se abrió la puerta y escuché una voz celestial: “¿No vino nadie?”. Me di la vuelta muy despacio y allí estaba Fabiana Cantilo. Era el monumento a la juventud. Solo pude mirarla de refilón en los siguientes minutos. Se produjo un hermoso silencio al encontrarnos. Nos dimos un beso de circunstancia. Era de una belleza sobrenatural. Me intimidaba. “Vos sos Fito, ¿no? El rosarino de Baglietto”. “Sí”, le contesté sin dar crédito a lo que veía. Su rostro anguloso entre galés y criollo. Sus ojos castaños que se encendían pícaros. Su boca de labios carnosos y ese lunar tan de ella sobre su mejilla derecha. El cabello rubio carré sobre los hombros. El cuello perfecto devenía en un torso con dos pechos suaves que se alzaban sobre una remera de The Police. Su minifalda dejaba ver su refinada silueta de mujer joven y poderosa. Fabi deambulaba nerviosa por la oficina. Me enamoré de ella en ese momento. La adrenalina creció hasta límites irreales. Todo era un sueño. De pronto entraron Charly, Willy Iturri, Alfredo Toth, Pablo Guyot, el gran Daniel Melingo y Gonzo Palacios formando un círculo alrededor del escritorio. Charly no se anduvo con rodeos. Después de las presentaciones y algunas bromas de rigor, fuimos en dos taxis a su departamento. Escuchamos, sin anestesia, Clics modernos.
Todo en mi vida fue un antes y un después de ese momento.
La escucha del álbum fue una experiencia religiosa. Una revelación. Modern Clix es una de las cumbres musicales del siglo veinte. Y yo estaba allí, en primera fila. Los privilegios que te brinda la suerte. Una mixtura elegantísima de polirritmias, teclados de última generación, Pedro Aznar, guitarras Rickenbacker, Larry Carlton, máquinas de ritmos, samplings de James Brown recién salidos de alguna cueva del Greenwich Village, un joven Joe Blaney, el dolor causado por los desaparecidos argentinos bajo el terrorismo de Estado, los deseos de dejar de esconderse, NYC, la Argentina fracturada y el talento sagrado de Charly García haciéndose preguntas como:
“¿Por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá?” Queriendo poner a bailar a un país que aún le pedía explicaciones a él, que ya estaba cansado de pensar. A él, a quien solo le interesaban los esqueletos en movimiento.
Siento que Charly García es un fusible de la Argentina.
La sociedad colapsó muchas veces a través de él, que ofrendó su integridad fística e intelectual.
Él pagó, muchas veces, por todos nosotros.
Alguien tiene que hacerlo.
Por lo general son las personas más lúcidas y arriesgadas. Dar, buscar, desear, hacer y morir si es necesario. Para la urgencia política estos son hechos que pasan desapercibidos. Incluso para la gran mayoría de la pléyade de intelectuales. El intento de que las cosas cambien para bien. Bien significa ser fraternos en el viaje de la vida. Prodigar amor y honestidad. Y aunque de alguna u otra manera contamos con la certeza de que todo siempre terminará mal, la búsqueda de la fraternidad humana sigue siendo una utopía. Las tribus, con sus respectivos chamanes a la cabeza, deciden y condenan de infinitas formas a quienes serán los encargados de quemarse en los fuegos insondables de la historia, aún contra su propia voluntad. Llevar en tus espaldas la lucidez más implacable y reconocer la estupidez humana en cada segundo de tu vida solo admite un destino.
“Minimalismo, polirritmia, neoclasicismo, discreción y una pátina de ambigüedad”, decía García sobre la fórmula musical de su nueva pócima poética.
Llegué a la sala de ensayos dos semanas después de que aquella hoguera hubiese comenzado a arder. Finales de octubre del 83. Estudios Alex, en el barrio de Núñez. Charly y los demás no me dirigieron la palabra hasta varias jornadas más tarde, salvo Fabiana Cantilo. Me preguntó si me interesaban los ovnis. Le dije que sí. ¿Qué otra cosa ibas a contestarle a la muchacha más hermosa del mundo? Me sentía un sapo de otro pozo. Era el más chico de toda la delegación. Veinte años, pelo por la cintura y una inseguridad del tamaño de mi vida. También la cara muy dura y la boca desdentada. Todo se trataba de ir descifrando qué se necesitaba de mí y cuál sería mi aporte a tamaña empresa. Mientras tanto no le quité un solo segundo los ojos de encima a Charly con sus directivas. Adquiría por ósmosis las decisiones que iban formando el cuerpo musical de esa bestia artística de dimensiones titánicas. Totó y Quebracho, sus asistentes directos, a quienes yo conocía de las giras con Baglietto, me pasaban instrucciones por debajo de la mesa. Totó era un hombre joven muy atorrante con un montón de calle encima. De pelo enrulado y ojos achinados por la marihuana. Dueño de un alto sentido del humor y de las jerarquías. Quebracho, un hombre ancho de espaldas, firme como el árbol con el que se lo apodaba, muy parlanchín y excelente sargento a la hora de imponer el orden ante sus subordinados. “Conseguite dos bafles, una consola y un amplificador para monitorearte tus teclados”. “¿Qué teclados?”, pregunté yo. “Traé un Rhodes y un Minimoog. Charly quiere un teclado polifónico”.
En cuarenta y ocho horas tenía todo funcionando.
Un Korg polifónico al que Charly bautizó “la máquina de coser”. Charly me proporcionó un Polymoog y el set quedó así planteado. Frente a mí el Rhodes, en cuyo lomo monté la máquina de coser Korg y sobre esta el Opus 3. A mi izquierda el Minimoog. Eso era todo lo que necesitaba alguien para volar al espacio. Mi ubicación era en el extremo izquierdo visto desde el público. Charly se acercó por primera vez a mi set. Casi sin mirarme ni dirigirme la palabra me levantó tres dedos del teclado y se volvió a su set en el otro extremo de la sala. Con cuatro notas alcanzaba para formar un sol cuarta séptima. Primera clase. “Bancate ese defecto”. Fui ganando terreno día a día mientras me enamoraba de Fabi. En diez ensayos aquello se convirtió en lava volcánica. Y la cocaína, en pequeñas dosis, me permitía transformar esas sesiones en cumbres nada borrascosas. Los dedos volaban y la memoria era una pequeña palanca, leve como una pluma. Los sentimientos se agigantaban. Charly crecía y peleaba tras la perfección con su corte de los milagros.
Podría decir que entre esas jornadas interminables y la experiencia junto a Luis Alberto Spinetta se completó el taller iniciado intuitivamente en las salas de ensayo de Rosario. Sin partituras, con un oído atento y una voluntad inquebrantable de querer hacer y aprender.
Ya no sabía más cómo hacer para decirle a Fabi cuánto la amaba.
El debut de Modern Clix fue en el Polideportivo de La Plata. Probamos sonido por la tarde. Jorge Llonch, amigo y músico rosarino que en aquel momento oficiaba de técnico electricista, casi pierde parte de su cara durante la explosión de unos tapones en mal estado. Vivi Tellas, artista surgida del teatro underground porteño, había diseñado una escenografía muy pintoresca que Charly terminó destrozando sobre el final de aquel extraño concierto. La lista era de catorce canciones. Todo Modern Clix, un momento de piano solo y cinco canciones de Yendo de la cama al living: “Superhéroes”, “No bombardeen Buenos Aires”, “Yo no quiero volverme tan loco”, “Peluca telefónica” y la canción homónima. Cuando terminamos, la gente se enojó muchísimo porque Charly había hecho muy pocos guiños hacia el pasado. Entonces nos hizo volver y repetimos casi todo el concierto. Fabi y yo no dejábamos de mirarnos. Charly había decidido que yo iba a tocar toda la gira de espaldas. Eso facilitaba mi eje de mirada con Fabi. Porque ella estaba apenas un metro detrás de él, a su derecha. Y yo, al otro costado del escenario en una línea, también un metro detrás de Charly. Parecía planeado. Vestíamos parecido, también obra de Tellas. Ella, un tutú blanco y negro con un top negro, y yo, una camisa gitana a lunares, mismos tonos.
Comenzaron los conciertos por Argentina. El estadio de Rosario Central fue especialísimo. Se podrán imaginar. Estallaba esa ciudad bajo el calor agobiante de un diciembre imposible y el orgullo se salía de mi pecho. Comencé a beber whisky una hora antes del show. Ale Avalis me asistió de la mejor manera. Durante el concierto cambié a whiscola. Cuando Charly me presentó, se produjo una cerrada ovación. Había un rosarino en esa máquina del futuro. El chauvinismo rosarino es un sentimiento muy particular. Se hace notar de una forma muy impúdica. Y como todo comandante en jefe, conocedor de los protocolos emocionales de la vida pública, Charly me presentó último, para que yo sintiera ese aplauso como un signo consagratorio. Imagino una noche y una mañana agitada en Rosario. Estábamos de fiesta. Comenzando la tan deseada primavera alfonsinista. Estaba tocando en mi ciudad con García. No había nada más en el mundo. Salvo la remota e improbable chance de tocar junto a Luis Alberto Spinetta.
Llegamos a Córdoba. Charly jugó un picadito aquella tarde con nosotros, en el jardín de hotel, en la cercana localidad de Villa Carlos Paz. Fabi y Charly se frecuentaban en aquellos meses. No solo como amigos. Creo que él comenzó a sentir cierta distancia que ella le imponía. Esa noche un Charly rabioso casi logra tirar el Yamaha CP70 al público del Estadio Atenas. Lo levantó desde la parte de abajo del teclado y comenzó a arrastrarlo con la fuerza de un cíclope hasta el borde del escenario. Quebracho y Totó bajaron raudos y corrieron al salvataje de aquel piano. Los dos conocían muy bien a Charly. Ese piano acabaría en el piso, en una caída de casi tres metros de altura. Alguien podría salir dañado. Así fue como Totó y Quebracho soportaron incólumes la fuerza que Charly, con ventajas, ejercía desde arriba. Ellos, soldados de la más pura cepa, aguantaron desde abajo y ganaron la partida. Estoicos y en pleno dominio de sus saberes. La cuestión es que Charly, al no haber podido tirarle el piano al público, tomó una decisión drástica. Fue hacia adelante. Se bajó los pantalones y descubrió sus partes delante de todo el mundo. Mucho enojo en él, supongo. Modern Clix no había sido tratado por la prensa vernácula como la gran obra que era y es. Más bien fue ninguneado. Él sentía que la gente no lograba conectar con aquella estética de avanzada, y posiblemente haya escuchado algo que no le gustó de parte de alguien del público. Fabi no le correspondía como antes. Pensó, probablemente, que terminada la dictadura comenzaría una era de felicidad y libertad para todos. Todo aquello junto, seguramente, lo enojaba mucho. Había esperado mucho tiempo por esto. Y no estaba resultando como él quería. En una de las tantas funciones del Luna Park, unos días antes, un García desafiante tomó el micrófono y preguntó: “¿Y ustedes qué quieren?”. Fabi no me sacaba los ojos de encima. Él lograba darse cuenta. Era mucho.
Volviendo al episodio de la noche en Córdoba, un padre que había asistido con su hijo, menor de edad, le hace una denuncia. Recuerdo los ojos encendidos de Charly cuando llegamos al camarín. Reía poseso como Chucky después de haber cometido un asesinato, pero divertido a la vez. A las tres de la tarde del otro día y ante la mirada de todos, que tomábamos sol en la piscina, dos policías se lo llevaron esposado a la comisaría de Villa Carlos Paz. Nadie quiere ver a Charly García esposado. Le dimos unos gritos de aliento. Daniel Grinbank lo acompañaría a la comisaría y se encargaría de poner todo en orden. En algún momento conoceremos la versión oficial de boca del propio Charly. Subiendo cada uno para su habitación, le pregunté a Fabi si no quería escuchar unas grabaciones en vivo de algunas canciones que había hecho con unos amigos en Rosario. Me dijo que encantada. Que ella no se había animado a pedírmelo por pudor. Dos pudorosos, hasta aquí. Ella escuchó con auriculares, en mi viejo walkman Aiwa, las versiones de “Un loco en la calesita”, “Viejo mundo” y “La rumba del piano”.
“Me parece que me estoy enamorando de vos”, le dije sin mirarla a los ojos, sintiendo aquel viejo terror al rechazo. “Yo también”, contestó. Recostados en un sofá de aquel hotel en Villa Carlos Paz nos dimos el primer beso. Los dos piscianos. Amábamos la música. Yo estaba deslumbrado con su belleza y sus formas de niña. Nada ha cambiado en ella. Su humor permanente y su capacidad de poder hablar de muchos temas a la vez en una misma charla. Este es un complejo organismo gramático y morfológico. Una capacidad de observación deslumbrante y esa forma arbórea de comenzar hablando de “Vos venís de una época de capas y espadas, de príncipes y reyes” a “Tenés todos los dientes sucios de sarro” a “No me importa nada” a “Bueno, entonces Ganímedes es la estrella adonde deberíamos ir”. Al comienzo fue difícil seguirla. Sin embargo, con los años pude adquirir este extraordinario saber que consiste en no estar atento a sus interruptus, sino en prestar atención a lo que Fabi iba a decir a continuación y así construir una moviola imaginaria donde muchas historias suceden en paralelo. Así aprendí a disfrutarla mucho más. Reímos mucho con Fabi.
Al llegar a Buenos Aires, Charly nos citó en su casa. “¿Estás saliendo con este y con el otro?”, le preguntó Charly a Fabi sentado en el piso de su living en el departamento de Santa Fe y Coronel Díaz, ignorándome por completo. “Sí”, le contestó una Fabi creo que algo aliviada. El otro era el novio oficial. Fuimos tres en un momento. Cuatro, contando a Charly.
Todas las compañeras con quienes tuve vínculos de novios o maritales terminaron dejándome. Les doy la derecha. Que Dios las bendiga. Madres de musas, dueñas de grandes caracteres, firmes convicciones y, sobre todo, infinita paciencia.
Hay una foto donde no tendré más de dos años. Estoy sentado en la terraza de la casa de calle Balcarce. Rodeado de juguetes. Decenas de ellos. De todos los tamaños. Aun así, estoy llorando, se me ve con la boca abierta lanzando un grito feroz. Animal. Con ese niño y su madre muerta tuvieron que convivir todas esas heroínas del amor.
Fabi fue la primera.
> En Ibiza con Charly García
Vestirse como una estrella
En junio del 84, con Charly y su troupe, sin Fabi, viajamos a dar un concierto en la sala Studio 54 de Barcelona. Ciertamente, Modern Clix era un ovni. Estaba muy por delante de su época. La poca gente que fue no entendió de qué iba la cosa. El Mariskal Romero, exponente de la cultura rock española de aquellos años, hombre fuerte de la radio, fue una de ellas. Una vez acabado el show entró al camarín y, sin más, intentó indicarle a Charly cómo debía ser su camino en España. Esa tendencia de algunas personas a indicarnos cómo deberían ser nuestras vidas.
Al otro día partimos rumbo a Ibiza. Íbamos a dar un concierto en Ku, discoteca de moda de la movida europea ochentosa. Charly produciría el primer álbum de GIT en un estudio ibicenco. Llegamos con toda la delegación. Marina Olmi, amiga argentina, nos recibió desnuda en el hall del aeropuerto. The times were changing. Marina era –es– una mujer espléndida. Con unos pechos imponentes, una piel dorada por el sol y unos ojos azules de mar bajo su melena rubia arrebatada. Su alegría por vernos no fue más potente que mi mandíbula cayéndose al piso. Charly, Marina y yo nos trepamos a un jeep rumbo al hotel. Ibiza era una fiesta. La primera noche en el Ku fue mágica. Entramos a la discoteca recién caído el sol, cerca de las diez de la noche. Nos dispersamos. No estaba tan explotado aún. Parado como un pajuerano en uno de los infinitos pasillos al aire libre de aquel templo de excesos, veo la primera alucinación. Robert Plant, con su melena rubia, todo vestido de blanco en la misma situación que yo, aunque, claro, con las infinitas diferencias del caso. Nadie reparaba en él. Me pegué la vuelta escondiéndome de mí mismo y me fui por un escaparate. No podía ser real. Cuando volví, al rato, él ya no estaba allí. “I know who you are”, me dijo míster Plant, un verano, bastantes años más tarde, en el aeropuerto de Córdoba. Llevaba puesta una remera con un boceto de la tapa de Lo mejor de Pescado Rabioso, un dibujo de un pescado en blanco y negro rompiendo una pecera en mil pedazos, realizado por el genial Juan Gatti. Nos cruzamos en el VIP. Yo estaba con mi familia terminando unas vacaciones y él venía de tocar en un festival en las sierras cordobesas. “I read the letter you published. You have a couple of balls and I adore your music”. Me contó que vivía en Texas y que me esperaba por su finca cuando pasara por allí. Un hombre adorable.
Volviendo a aquella noche.
La música sonaba fuerte y esa discoteca era un hormiguero. Mirando hacia una terraza, Roman Polanski hablaba muy animado con la bella Nastassja Kinski, el amor de mi vida. Deberé estar más atento al cine de este caballero, pensé. De pronto una mano me tomó del cuello y me arrastró al medio de la multitud. Era Charly. “Vamos al baño”. Yo estaba fuera del juego. Solo consumía agua, pero me divertía ver jugar a los demás. Charly se adelantó unos pasos y lo perdí por unos instantes. Finalmente lo divisé en la marea de gente entrando al baño. Desde afuera, algo replegado entre la confusión, lo escucho exclamar: “¡Negro!”. Y una voz inconfundible que le contesta: “¡Charly!”. Era Alberto Olmedo. Mi Capitán Piluso. Dos de mis grandes amores se encerraron un rato largo en uno de los baños a tratar cuestiones importantes. Cuando salieron de allí, pasaron de largo. Para ellos yo no estaba allí. Cosas de generales. Salieron con una sonrisa enorme cada uno.
La vita è bella.
Una tarde Charly me sacó de paseo por el centro de Ibiza. Me llevó al puerto a caminar por sus blancas calles angostas. En un momento se detuvo en un local. Modesto pero chic. Allí me hizo probar una casaca y un pantalón blanco que me quedaron increíbles. Ese regalo fue “así se viste una estrella de rock”. Con Charly no hablábamos mucho. Siempre nos acompañamos y nos sentimos cerca, como buenos gatos que somos. Hay códigos de silencio que manifiestan mucha más intimidad que largos parrafones de cháchara discursiva. Ya de vuelta en Buenos Aires, una noche en una fiesta en casa de Gaby Aisenson, Charly me pidió escuchar “Tres agujas”. Yo tenía el casete de Del 63 conmigo. Hizo callar a todo el mundo. Cuando terminó la canción, se arrodilló ante mis pies. Devolviéndome la reverencia que yo le había brindado en el camarín del Coliseo años atrás. En ese momento nació mi sentido de la responsabilidad.