Cierra la notebook y baja del tercer piso por la escalera, sin tiempo para esperar el ascensor, con la tarjeta de colectivo en la mano. Mira la hora en el celular: llegará a tiempo, antes de que cierren. En la cartera puso todos los documentos que le indicaron por teléfono en la oficina de alquiler.

Mica acumulaba unas sesenta clases en dos escuelas de conductores diferentes, que le habían permitido ir más allá de las maniobras básicas. Con la primera academia venció el pánico de poner el auto en movimiento y entendió que podía controlar la velocidad. Abusaba del embrague para asegurarse de no quedar con el auto parado en medio de un cruce de dos calles. Un septenio más tarde, con la segunda academia aprendió a hacer un uso más automático de los pies y daba vueltas por las avenidas y calles más concurridas. Confiada, con el instructor sentado al lado, preparado para frenar ante cualquier maniobra abrupta, Mica estacionaba en pendiente, sobre tierra, barro, con lluvia y entre dos árboles, pero seguía sin poder franquear el umbral de la cochera con el auto andando. Otros tenían que hacerlo por ella.

Con el auto ya en la calle lograba salir a la ruta sin siquiera transpirar las manos. Mica no practicaba. Pasaban meses sin que volviese a intentarlo o pedir ayuda. Sabía cuál iba a ser la respuesta. Aceptaba resignada -aunque no tanto- su condena a trasladarse en transporte público, en bicicleta o a pie. Aunque se repetía de manera incesante su dificultad con el volante ante toda situación donde el uso del auto hubiese facilitado el trayecto, ella sabía, sin aceptarlo públicamente, que disfrutaba de lo que cada medio para moverse de un lugar a otro le daba. Si no había distancia o urgencia que lo justificase, Mica elegía siempre sus pies o la bici. Tampoco le molestaba convertirse en una Miss Daisy, pero sentada en la butaca del acompañante. Era llevada y aprovechaba para mirar por la ventanilla y distraerse de un modo que hubiese sido imposible si era ella la que conducía.

Había una distancia intransitable entre la máquina, su cuerpo y sus posibilidades de arrancar el auto. Un estado de parálisis inexplicable que dejaba el vehículo estacionado para que ella rumiara una vez más y se convenciera de su dificultad para conducir. Pasaban meses e incluso años hasta que regresaba con la frenética idea de ponerse en movimiento sobre cuatro ruedas. Su práctica al volante era tan pobre como su vida erótica. Limitada, escasa, siempre tan en falta y ausente que apagaba toda necesidad de salir andando en primera y rápidamente cambiar de marcha.

Ahora sentía la exigencia inaplazable de conducir y dejar de esperar a ser llevada por Juan como un remisero para hacer distancias cortas y otras más largas. El lugar del acompañante era el adecuado para las cuestas cordilleranas y los viajes en la ruta escénica, la 40, bautizada así por un periodista de televisión. Lo que se ve mientras se la recorre está dispuesto de tal manera que no podemos dejar de mirar con detenimiento, sin que se nos caiga la pera ante tales manifestaciones de la tierra en esta parte del planeta. Mica abría los ojos y tragaba todo el aire posible y almacenaba para el recuerdo con alguna camarita de celular de gama media.

-¿Vos llamaste hoy?

-Sí. Hice la reserva del auto por la página web.

-Está perfecto. Como no tenemos el tres puertas, te vamos dar un auto más grande por el mismo precio.

-¿Más grande cuánto? –preguntó Mica tratando de disimular su decepción. ¿Cómo haría para salir de la agencia de alquiler con un auto tan grande como el que no podía sacar de la cochera?

-Sí, tuviste mucha suerte. Es mucho mejor el Toyota. Además tiene caja automática. Vos habías pedido manual, pero es fácil.

-Yo no uso caja automática –dijo Mica con preocupación.

-Te explico antes y te lo llevás sin problemas. Lo podés devolver hasta las 18 de mañana si querés. No tenemos otras reservas.

Era un chico bastante joven que imprimió unos formularios para que Mica pudiese poner en práctica su plan de manejar un día entero por la ciudad sin miedos. Leyó todas las hojas, incluida la letra chica.

-Nos queda lo del seguro. ¿Qué preferís?

-Contra todo riesgo, cobertura integral –soltó Mica sin una pizca de duda.

Empezó a firmar el primer formulario y siguió con un nivel de detalle exasperante, mientras el chico preparaba un estuche plástico con el manual y papeles del auto. Al llegar a la última hoja, la roller con la que Mica dejaba su sello se quedó sin tinta. No pudo evitar tomar ese hecho mínimo como un mal presagio. Rompió cada una de las hojas en cuatro partes, mientras el chico de la agencia asomaba unos ojos grandes y asustados debajo de un flequillo mal peinado.

-No puedo, querido, no puedo. No voy a poder viajar. Voy a tener que cancelar la reserva. Decime si tengo que pagar algo.