Todo empezó con una puntualidad admirable. El reloj dio las 21 y se apagaron las luces. Algo debe significar cuando se trata de Guns N' Roses, grupo que en su mejor tiempo podía hacer esperar por horas a cualquier estadio repleto.

Desde su hasta entonces improbable reunión en 2016, Axl Rose, Slash y Duff McKagan -tres de los miembros originales del quinteto- se observan mutuamente irremplazables. Juntos, su carrera y sus cuentas se acomodan mejor. Y aquel año, cuando giró como cantante de AC/DC, Axl entendió que la puntualidad era importante, porque el rock también es servicio.

Así la fanaticada obtiene lo que quiere. Canciones imperecederas paridas en apenas un puñado de discos de discos entre el fin de los ’80 y el inicio de los ’90, ahora con certificado de autenticidad renovado y responsabilidad afectiva.

El tiempo pasó. Más específicamente, 30 años desde su mítica primera visita en 1992, en el mismo lugar. La de anoche fue la octava vez de la marca Guns N’ Roses en el país, y la tercera desde el reencuentro, ahora con Dizzy Reed -ya histórico- y Melissa Reese en teclados, Richard Fortus en guitarra rítmica y Frank Ferrer en batería. En esta nueva oportunidad, impedida por el coronavirus en 2020, tampoco quedó clásico sin tocar.

El punteo inicial del bajo de Duff para “It’s so easy”, una recurrente de Appetite for Destruction, despertó a las 60 mil personas que llenaron la cancha y abrió una historia que no se cerraría sino hasta tres horas después con “Paradise city”, del mismo monolítico disco. Una parábola clásica del grupo.

Pero ahora es 2022, y para la cuarta canción Axl está completamente cubierto en diferentes capas de transpiración. Está luchando. Choca una y otra vez con el límite físico de su condición vocal. Busca atravesar esa pared, no siempre con éxito, pero va y va. Es un toro que busca la embestida, jamás va a dejar de intentarlo. En criollo: pone mucho huevo para que las cosas salgan. Esa energía se transmite, y en esto, el rock también es servicio.

El nuevo pacto de unidad se sella con “Chinese democracy”, del disco epónimo que el vocalista editó bajo el nombre de la banda sin ningún otro miembro original, seguida de “Slither”, de Velvet Revolver, superbanda que Slash y Duff habían armado lejos del cantante. Sonarían otros temas de Chinese: “Better” y “Sorry”. La banda los adoptó y adaptó muy bien.

Puntos altos fueron las interpretaciones de “Estranged” y “Rocket queen”, dos de sus canciones más pomposas, que juntas suman al menos 15 minutos. Podría agregarse la entrada a escena de “Reckless life”, una viejita rescatada del EP debut Live ?!*@ Like a Suicide, de 1986.

La camisa abierta de Slash dejaba ver algo, por momentos no estaba claro si era un piercing o un pezón. El guitarrista recompensó las alabanzas con algunos muy buenos momentos, como la coda de “Double talkin' jive”. También su solo personal -hacía mucho no se veía a sus dedos corretear entre los trastes con tanta fluidez-, y la intensidad en la entrega del riff de “Coma”.

Dentro de una puesta escueta, minimalista, hubo primeros planos al wah-wah en “You could be mine” y “Sweet child o´ mine”. Hubo piano de cola y sonrisas para “November rain”, y hasta un pie de micrófono con los colores de la bandera de Ucrania en “Civil war”.

La versión actual de Guns N’ Roses no ofrece el tipo de show que se pueda disfrutar plenamente desde una pantalla en el living de casa. Es condición estar ahí para capturar emociones, picos de potencia y también saber aceptar imperfecciones.

El fenómeno encierra una paradoja. El pasado que los propulsa también los persigue como reflejo inalcanzable. A Axl se le exige más juventud de la que su biología permite. Quizás él lo sienta así, y por eso lucha. Pero anoche, su lucha incansable fue -también- servicio.